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jueves, 28 de noviembre de 2024

Encalmados en el Infierno - Larry Niven * Relato

Encalmados en el Infierno - Larry Niven * Relato


Encalmados en el Infierno (1978)
(Becalmed in Hell)(1965)
Serie Espacio Reconocido nº 3
Larry Niven


Relato incluído en diversas antologías con diversos títulos. Describe la situación de dos astronautas atrapados en la superficie de Venus. Su nave espacial ha aterrizado de emergencia en la superficie del planeta debido a un problema técnico. La temperatura exterior es de más de 600 grados centígrados y la atmósfera es espesa y tóxica. Uno de los astronautas es un cyborg cuyo cuerpo está parcialmente mecánico. Intentan diagnosticar el problema técnico que les impide despegar pero no encuentran ninguna falla observable.
Incluído en las siguientes Antologías :
  • Construir un Mundo y otras Narraciones de Ediciones Geminis (1967)
  • Nueva Dimensión 83 de Revista Nueva Dimensión (1976)
  • Nueva Dimensión 83 de Revista Nueva Dimensión (1976)
  • Historias del Espacio Reconocido (1978) de Edaf Ciencia Ficción
Este relato fue premiado como 2º del Premio Nebula 1965 relato corto.




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Leer en el Móvil el Relato Encalmados en el Infierno de Larry Niven

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Encalmados en el Infierno 
Larry Niven



Podía sentir el calor revoloteando en el exterior. La cabina estaba brillante, seca y fresca, casi demasiado fresca, como una oficina moderna en pleno verano. Tras las pequeñas ventanas se veía tan oscuro como puede verse en el Sistema Solar y hacía suficiente calor como para derretir el plomo, una presión equivalente a trescientos pies bajo el océano.
—Ahí va un pez —dije, sólo para romper la monotonía.
—¿Y cómo está cocinado?
—No puedo saberlo. Parece dejar un rastro de trozos de pan fritos.
—¿Fritos? Imagínatelo, Eric, una medusa frita.
Eric suspiró ruidosamente.
—¿Tengo que hacerlo?
—Es la única forma de ver algo que merezca la pena en esta..., esta..., ¿sopa? ¿Niebla? ¿Jarabe hirviendo?
—Una negra calma achicharrante. Correcto.
Alguien inventó esa frase cuando yo era niño, justamente después de las pruebas del Mariner II. Una eterna calma negra achicharrante, caliente como un horno, bajo una atmósfera lo suficientemente espesa como para evitar que ni una luz ni un soplo de aire alcance nunca la superficie.
Me estremecí.
—¿Cuál es ahora la temperatura exterior?
—Será mejor que no lo sepas. Siempre has tenido demasiada imaginación, Howie.
—Puedo soportarlo, Doc.
—Seiscientos doce grados centígrados.
—¡No puedo soportarlo, Doc!
Estábamos en Venus; el planeta del amor, el favorito de los escritores de ciencia ficción de hace tres décadas. Nuestra nave colgaba bajo el tanque de combustible de hidrógeno a veinte millas hacia arriba y completamente inmóvil en el aire espeso como un jarabe. El tanque, que estaba ya casi vacío, constituía un excelente dirigible. Nos mantendría en alto en tanto la presión interna igualase a la externa. Ése era el trabajo de Eric: regular la presión del tanque regulando la temperatura del hidrógeno. Habíamos ido tomando muestras del aire cada diez millas descendidas durante un descenso de trescientas, y lecturas de la temperatura a intervalos más cortos, y habíamos dejado caer la sonda más pequeña. Los datos obtenidos de la superficie confirmaban simplemente en detalle nuestro conocimien-to previo del mundo más caliente del Sistema Solar.
—La temperatura acaba de subir a seiscientos trece dijo Eric . Oye, ¿se te ha pasado tu mal humor?
—De momento.
—Bien. Átate. Nos vamos.
—¡Oh día maravilloso! —comencé a desenmarañar la red sobre mi lecho. —Hemos hecho cuanto veníamos a hacer, ¿no?
—¿Acaso lo discuto? Mira, estoy atado ya.
Sabía por qué no se sentía muy contento de partir. Yo mismo sentía algo parecido. Habíamos tardado cuatro meses en llegar a Venus para pasar una semana rodeándolo y menos de dos días en su atmósfera superior, y parecía una terrible pérdida de tiempo.
Pero estaba tardando demasiado.
—¿Cuál es el problema, Eric?
—Será mejor que no lo sepas.
Quería decir lo que decía. Su voz era un monótono ruido mecánico e inhumano; no hacía ningún esfuerzo extra para obtener una expresión humana de su aparato vocal «protésico». Sólo un severo «shock» le afectaría de esa forma.
—Puedo soportarlo —le dije.
—De acuerdo. No puedo sentir nada en los controles de los cohetes a propulsión. La sensación es como si acabase de recibir un anestésico en la espina dorsal.
Todo el frío de la cabina se coló dentro de mí.
—Prueba a enviar algún impulso motor por otro lado. Podrías manejar los controles a ciegas aunque no puedas sentirlos.
—De acuerdo —y un segundo más tarde : —No, no se consigue nada. Aunque era una buena idea.
Intenté pensar en algo que decir mientras me desataba del lecho, y dije:
—Ha sido un placer conocerte, Eric. He disfrutado siendo la mitad del equipo, y todavía disfruto.
—Deja las tonterías para más adelante. Empieza ahora mismo a revisar mis empalmes. Con cuidado.
Me tragué mis comentarios y me dirigí a abrir la puerta de acceso en la pared delantera de la cabina. Como de costumbre, el suelo tembló suavemente bajo mis pies.
Detrás del cuadrado de cuatro pies que era la puerta de acceso estaba Eric, con su sistema nervioso central, con el cerebro colgando de la parte superior y la médula espinal enroscada en una suelta espiral para ajustarse en forma más compacta a su alojamiento transparente de vidrio y plástico esponjoso. Centenares de cables procedentes de todos los puntos de la nave conducían a las paredes de cristal, donde se unían con nervios seleccionados que se extendían como un aparato de transmisión eléctrico desde el núcleo central de tejido nervioso y adiposas membranas protectoras.
En el espacio no se producen inválidos, y no llamen inválido a Eric, porque no le gusta. En cierta forma es el hombre del espacio ideal. Su sistema de soporte vital pesa sólo la mitad que el mío y ocupa un duodécimo del espacio que ocupa el mío. Pero sus restantes adminículos protésicos ocupan la mayor parte de la nave. Los cohetes estaban conectados con el último par de troncos nerviosos, los nervios que en un tiempo habían movido sus piernas, y docenas de nervios más finos en el interior de aquellos troncos sentían y regulaban la toma de carburante, la temperatura, la aceleración diferencial, la tardanza en la apertura de los conductos y el ritmo de la ignición.
—Estas conexiones estaban intactas. Las revisé en cuatro formas distintas, sin encontrar ni la más ligera razón por la que no debieran estar en funcionamiento.
—Prueba las demás —dijo Eric.
Me llevó unas dos horas comprobar las conexiones del tronco nervioso. Todas eran sólidas. La bomba sanguínea funcionaba y el fluido era lo suficientemente rico, lo que mató la idea de que los nervios de los cohetes se hubiesen «dormido» por falta de sustancias nutritivas o de oxígeno. Puesto que el laboratorio es uno de sus adminículos protésicos, dejé que Eric analizase el azúcar de su propia sangre, con la esperanza de que el «hígado» se hubiese equivocado y estuviese fabricando algún otro compuesto azucarado. Las conclusiones fueron asombrosas. Nada estaba mal con Eric..., en el interior de la cabina.
—Eric, estás más sano que yo.
—Puedo notarlo. Pareces preocupado y no te culpo de ello. Ahora tendrás que salir al exterior.
—Lo sé. Saquemos el traje.
El traje venusiano que nunca creyeron llegaría a usarse estaba en el departamento de herramientas de emergencia. La NASA lo había diseñado para ser empleado sobre la superficie de Venus. Después se negaron a dejar descender la nave por debajo de las veinte millas hasta que supiesen algo más sobre el planeta. El traje era un artefacto como una armadura segmentada. Yo había observado las pruebas en la cápsula sometida a altas temperaturas y presiones del Tecnológico de California, y sabía que pasadas cinco horas las articulaciones no se movían ya y no lo harían de nuevo hasta después de haberse enfriado. Abrí el compartimiento, sujeté el traje por los hombros y lo sostuve frente a mí. Parecía mirarme a su vez.
—¿Todavía no sientes nada en los cohetes?
—Ni cosquillas.
Comencé a ponerme el traje, pieza a pieza, como las armaduras medievales. Después pensé en algo más.
—Estamos a veinte millas de altura. ¿Vas a pedirme que haga encima del casco un número de equilibrista?
—¡No! Eso no se me ocurriría. Tendremos que descender.
La presión del tanque se suponía constante hasta el instante del despegue. Cuando llegase el momento, Eric podría obtener un empuje extra calentando el hidrógeno para conseguir una presión mayor, abriendo después una válvula para dejar salir el sobrante. Por supuesto, tendría que tener mucho cuidado que la presión fuese más alta en el tanque, o el aire de Venus entraría y la nave caería en lugar de elevarse. Naturalmente, eso sería desastroso.
Por lo tanto, Eric bajó la temperatura del tanque, abrió la válvula y bajamos.
—Por supuesto, hay un truco —dijo Eric.
—Lo sé.
—La nave resistió la presión a veinte millas. Al nivel del suelo es de unas seis veces más.
—Lo sé.
Descendimos con rapidez, con la cabina inclinada hacia delante por el peso de la parte trasera de la nave. La temperatura subía gradualmente. La presión con rapidez. Me senté junto a la ventana y no vi nada, nada excepto oscuridad, pero me senté allí de todas formas y esperé a que la ventana se rajase. La NASA se había negado a dejar descender la nave por debajo de las veinte millas...
—El tanque está bien y creo que la nave también. Pero, ¿lo soportará la cabina? —dijo Eric.
—No puedo saberlo.
Diez millas.
Inalcanzable, a quinientas millas por encima de nosotros estaba el motor atómico de iones que nos llevaría a casa. No podíamos alcanzarlo solamente con el cohete químico. El cohete debía usarse después que el aire se hiciese demasiado fino para los propulsores.
—Cuatro millas. Tengo que abrir la válvula otra vez.
La nave cayó.
—Puedo ver el suelo—dijo Eric.
Yo no podía. Eric me sorprendió forzando la vista, y dijo:
—Olvídate de eso. Estoy utilizando infrarrojos y no veo ningún detalle.
—¿No hay vastos y neblinosos pantanos con monstruos extraños y horrorosos y plantas devoradoras de hombres?
—Todo lo que veo es polvo caliente y nada más.
Pero ya estábamos casi abajo y no había grietas en la pared de la cabina. Mi cuello y los músculos de mis hombros se relajaron. Me aparté de la ventana. Habían pasado horas mientras descendíamos por aquel aire espeso y envenenado. Casi me había puesto el traje completo. Me atornillé el casco y los guanteletes de tres dedos.
—Abróchate—dijo Eric.
Así lo hice.
Rebotamos suavemente. La nave se ladeó un poco, se inclinó hacia atrás y volvió a rebotar; y otra vez, mientras mis dientes rechinaban y mi cuerpo recubierto por la armadura rodaba contra la protección antichoques.
—Maldita sea —musitó Eric.
Oí un silbido procedente de la parte superior.
—No sé cómo volveremos a subir —dijo Eric.
Yo tampoco lo sabía. La nave golpeó con fuerza y quedó inmóvil; yo me levanté y fui hacia la compuerta.
—Buena suerte —dijo Eric .—No te quedes fuera demasiado tiempo.
Saludé hacia la cámara de su cabina. La temperatura exterior era de setecientos treinta grados.
La puerta exterior se abrió. La unidad de refrigeración de mi traje elevó un quejido lastimero. Con un cubo vacío en cada mano y con la lámpara brillando para marcar un camino entre la negra viscosidad, salí sobre el ala derecha.
Mi traje crujió y se acomodó a la presión mientras yo me detenía y esperaba a que aquello cesase. Era casi como estar debajo del agua. El rayo de la lámpara del casco salía lo bastante grueso como para ser casi sólido y no alcanzaba más que unos cien pies. Por muy denso que fuese el aire no podía ser tan opaco. Debía estar lleno de polvo o de diminutas gotas de algún fluido.
El ala se extendía hacia atrás como un tablero de bordes afilados como un cuchillo, ensanchándose hacia la cola, desde donde se expandía para formar una aleta. Las dos aletas se encontraban por detrás del fuselaje. En la punta de cada aleta estaba el cohete propulsor, un cilindro grande y perfecto con un motor atómico en su interior. No estaría caliente porque no había sido utilizado todavía, pero de todas formas yo tenía mi contador.
Até un cable al ala y me deslicé hasta el suelo. Mientras estuviésemos aquí... El terreno resultó ser un polvo seco, rojizo, crujiente y tan poroso que casi parecía esponjoso. ¿Lava tratada por productos químicos? Con aquella presión y temperatura casi cualquier cosa podía ser corrosiva. Recogí una paletada de la superficie y otra justo debajo de la primera; después trepé por el cable y dejé los cubos sobre el ala, que estaba terriblemente resbaladiza. Tenía que llevar sandalias magnéticas para poder sostenerme sobre ella. Recorrí los doscientos pies de longitud de la nave, haciendo una inspección superficial. Ni las alas ni el fuselaje mostraban daños. ¿Por qué no? Si un meteoro o algo hubiese cortado la conexión de Eric con sus sensores en los cohetes tendría que existir en la superficie evidencia de una rotura.
Entonces, casi repentinamente, comprendí que había una alternativa.
Era una sospecha demasiado vaga para ponerla en palabras y yo aún tenía que terminar la inspección. Si estaba en lo cierto, sería muy difícil decírselo a Eric.
En el ala había cuatro paneles de inspección, bien protegidos de la entrada del calor. Uno se encontraba sobre el centro del fuselaje, bajo el borde inferior del tanque dirigible, que estaba adosado al fuselaje en tal manera que, vista de frente, la nave tenía el aspecto de un delfín. Dos más sobre el borde de las aletas, y el cuarto sobre el propio cohete. Todos se abrían, por medio del destornillador eléctrico y tornillos rehundidos, sobre empalmes del sistema eléctrico de la nave.
Todo estaba en orden en todos los paneles. Produciendo e interrumpiendo contactos y observando las reacciones de Eric, vi que su sensación terminaba en algún punto entre el segundo y tercer panel de inspección. En el ala izquierda ocurría lo mismo. Ningún daño externo, nada averiado en los empalmes. Bajé al suelo y caminé lentamente a lo largo de cada ala, con el foco de mi casco enfocado hacia arriba. No había ninguna avería.
Tomé mis cubos y regresé al interior.
—¿Algún hueso para roer?
Eric estaba confuso.
—¿No es un momento extraño para comenzar una discusión? Déjala para cuando nos encontremos en el espacio. Dispondremos de cuatro meses para poder discutir.
—Esto no puede esperar. En primer lugar, ¿has advertido si me he saltado algo? —Él había estado mirando todo lo que yo hacía y veía por el visor de mi casco.
—No. Hubiera gritado.
—Muy bien. Ahora fíjate en esto.
—La rotura de tus circuitos no está en el interior porque hasta el segundo panel de inspección de las alas tienes sensaciones. No está en el exterior porque no hay evidencias de daño alguno ni siquiera puntos corroídos. Eso deja sólo un lugar para el fallo.
—Adelante.
—Nos encontramos también con el enigma de por qué estás paralizado en los dos cohetes. ¿Por qué tendrían que estropearse al mismo tiempo? Sólo hay un punto en la nave donde los circuitos se unen.
—¿Dónde? Oh, sí, ya lo veo. Se unen a través de mí.
—Ahora asumamos por el momento que tú eres el fragmento del equipo que está averiado. Tú no eres una pieza de una máquina, Eric. Si algo en ti está mal no es un asunto médico. Eso fue lo primero que revisamos. Pero podría ser psicológico.
—Es agradable enterarme que me tomas por un ser humano. Así que he perdido un tornillo, ¿eh?
—Algo así. Creo que eres un ejemplo de lo que antes se llamaba comúnmente anestesia del gatillo. A veces, un soldado que mata demasiado a menudo se encuentra con que su índice derecho o incluso toda su mano se ha insensibilizado, como si ya no formase parte de él. Tu comentario acerca de no ser una máquina es importante, Eric. Creo que ése es el problema. Nunca creíste realmente que una parte cualquiera de la nave sea una parte de ti. Eso es inteligente porque es verdad. Cada vez que la nave es modificada en su diseño te hacen un nuevo equipo y está bien que evites pensar en un cambio de modelo como una serie de amputaciones.
Había estado ensayando este discurso, para intentar decirlo en forma que Eric no tuviese más remedio que creerme. Ahora sé que tiene que haber sonado a falso.
—Pero ahora llegaste demasiado lejos. Subconscientemente has dejado de creer que los cohetes se pueden sentir como parte tuya, que es para lo que fueron diseñados. Por tanto, te has persuadido a ti mismo que ya no sientes nada.
Habiendo terminado mi preparado discurso, y sin nada más que decir, me callé y esperé la explosión.
—No suena disparatado —dijo Eric.
Me sentí asombrado.
—¿Estás de acuerdo?
—No he dicho eso. Has desarrollado una elegante teoría, pero necesito tiempo para pensar sobre ella. ¿Qué hacemos si resulta cierta?
—¡Oh!... No lo sé. Tendrás que curarte a ti mismo.
—Muy bien. Ahora, ahí va mi idea. Propongo que te has inventado esa teoría para aliviarte de la responsabilidad de llevarnos a casa con vida. Colocas todo el problema en mi regazo, hablando metafóricamente.
—¡Oh!, por...
—Cierra la boca. No he dicho que estés equivocado. Eso sería una discusión «ad nominem». Necesitamos tiempo para pensar en ello.

Las luces estaban apagadas y habían pasado cuatro horas antes que Eric volviera al tema.
—Howie, hazme un favor. Supón por un momento que es algo mecánico lo que está provocando nuestras dificultades. Yo daré por supuesto que es algo psicosomático.
—Suena razonable.
—Es razonable. ¿Qué puedes hacer tú si yo me he vuelto psicosomático? ¿Qué puedo hacer yo si es mecánico? No puedo ir a inspeccionar en persona. Nos ocuparemos cada uno de lo que conocemos.
—Trato hecho.
Le preparé para la noche y me fui a la cama pero no dormí.

Con las luces apagadas era como encontrarse en el exterior. Las volví a encender. No despertaría a Eric. Él jamás duerme normalmente puesto que su sangre nunca acumula los venenos causados por la fatiga y se volvería loco por estar todo el tiempo despierto si no tuviera una placa rusa inductora del sueño cerca de su corteza cerebral. La nave podía explotar sin despertar a Eric cuando tenía conectado su inductor de sueño. Pero yo me sentí un tonto por tener miedo de la oscuridad.
Mientras la oscuridad permaneciera en el exterior no había problema.
Pero no se quedaría allí. Había invadido la mente de mi compañero. A causa de que sus revisiones químicas le protegían de las locuras químicas como la esquizofrenia, habíamos supuesto que se mantendría permanentemente cuerdo. Pero, ¿cómo podía un artificio protésico protegerle de su propia imaginación, de su propio y desplazado sentido común?
No podía cumplir lo pactado. Sabía que estaba en lo cierto. Pero, ¿qué podía yo hacer?
La percepción retrospectiva es algo maravilloso. Podía ver exactamente cuál había sido nuestro error. El de Eric, el mío y el de los centenares de hombres que habían construido su soporte vital después del choque. Entonces no había quedado nada de Eric, excepto el sistema nervioso central intacto, y ninguna glándula excepto la pituitaria. «Regularemos la composición de su sangre; habían dicho, y siempre será frío, calmoso y controlado. ¡Nada de reacciones de pánico en Eric!»
Conozco una muchacha cuyo padre tuvo un accidente cuando tenía cuarenta y cinco años o algo así. Había salido con su hermano, el tío de la chica, en un viaje de pesca. Cuando regresaban a casa estaban completamente borrachos y el individuo cabalgaba sobre la capota mientras el hermano conducía. De repente, el hermano se detuvo bruscamente. Nuestro héroe se dejó dos importantes glándulas sobre el adorno de la capota.
El único cambio en su vida sexual fue que su mujer dejó de preocuparse por un embarazo tardío. Sus hábitos estaban desarrollados.
Eric no necesita glándulas de adrenalina para tener miedo a la muerte. Sus esquemas emocionales fueron fijados mucho antes del día en que intentó aterrizar una nave espacial en la Luna, sin radar. Se agarraría a cualquier excusa para creer que yo arreglaría lo que estuviese mal en la conexión de los cohetes.
Pero esperaría que yo lo hiciera.
La atmósfera se apoyaba sobre las ventanas. Sin querer, me extendí hasta tocar el cuarzo con las yemas de mis dedos. No pude sentir la presión; pero allí estaba, inexorable como la marea aplastando una roca y convirtiéndola en granos de arena. ¿Por cuánto tiempo podría la cabina contenerla?
Si alguna pieza rota era lo que nos estaba reteniendo aquí, ¿cómo no la había visto yo? Quizá no hubiera dejado huellas en la superficie de las alas. Pero, ¿cómo?
Había una posibilidad.

Tras fumar dos cigarrillos me levanté para tomar los cubos de las muestras. Estaban vacíos y el polvo alienígena había sido guardado en lugar seguro. Los llené de agua y los puse en el refrigerador; lo coloqué a cuarenta grados absolutos y me fui a la cama.
La mañana era más negra que el interior de los pulmones de un fumador. Lo que Venus necesita en realidad, decidí filosofando de espaldas, es perder el noventa y nueve por ciento de su aire. Eso lo dejaría en algo así como la mitad del aire que hay en la Tierra, lo que rebajaría el efecto de invernadero lo suficiente para hacer que la temperatura fuese soportable. Bajar la gravedad de Venus cerca de cero durante unas cuantas semanas y el trabajo se haría solo.
Todo el maldito universo está esperando a que descubramos la antigravedad.

—Buenos días dijo Eric . ¿Has pensado en algo?
Sí —rodé fuera de la cama . —No me fastidies ahora con preguntas. Te lo explicaré todo mientras salgo.
—¿Sin desayunar?
—Todavía no.
Me puse el traje pieza a pieza como uno de los caballeros del Rey Arturo y fui a buscar los cubos sólo después de haberme puesto los guanteletes. El hielo en la sección fría estaba en la helada vecindad del cero absoluto.
—Estos son dos cubos de hielo vulgar —dije levantándolos . —Ahora déjame salir.
—Debería tenerte dentro hasta que hablases —gruñó Eric.
Pero las puertas se abrieron y salí sobre el ala. Mientras destornillaba el panel derecho número dos, comencé a hablar.
—Eric, piensa un momento en las pruebas que hacen con una nave tripulada antes de permitir a un hombre introducirse en el sistema vital. Prueban todas las partes por separado y en unión de las demás. Entonces, si algo no funciona, o bien está averiado, o bien no fue comprobado debidamente, ¿de acuerdo?
—Razonable —no traicionaba nada.
—Bien; nada ha causado daño alguno. No sólo no hay rotura de la superficie de la nave, sino que ninguna coincidencia podría haber hecho que los dos cohetes se averiasen al mismo tiempo. Por tanto, algo no ha sido comprobado debidamente.
Había sacado el panel. El hielo hervía suavemente en los cubos donde tocaba las superficies de los cubos de vidrio. Los cubos de hielo azulados habían estallado bajo su propia presión interna. Vacié un cubo sobre el laberinto de cables, contactos y conexiones. Y el hielo se resquebrajó dejando espacio para que yo cerrara el panel.
Por tanto, ayer por la noche pensé en algo, algo que no había sido probado. Todas las partes de la nave deben haber estado en la cápsula de calor y presión, expuestas a las condiciones artificiales de Venus, pero la nave en total, como una unidad, no puede haber estado. Es demasiado grande.
Me había acercado al ala izquierda y estaba abriendo el panel número tres en el borde de la aleta. El hielo que me quedaba era en parte agua y en parte pequeños fragmentos; los derramé dentro y cerré el panel.
—Lo que ha cortado tus circuitos debe haber sido el calor o la presión o ambas cosas. No puedo evitar la presión, pero estoy enfriando estos empalmes con hielo. Hazme saber qué cohete recobra primero sus sensaciones y sabremos qué panel de inspección es el señalado.
—Howie, ¿se te ha ocurrido lo que podría hacer el agua fría a esos metales ardientes?
—Podría resquebrajarlos. Entonces perderías todo control sobre los cohetes, que es lo que ahora no funciona.
—¡Oh! Tu punto de vista, socio. Pero continúo sin sentir nada.
Volví hacia la compuerta columpiando mis cubos vacíos y preguntándome si se calentarían lo bastante para derretirse. Quizá pudieran, pero no estuve fuera lo suficiente.
Me había sacado el traje y estaba volviendo a llenar los cubos, cuando Eric dijo:
—Puedo sentir el cohete derecho.
—¿Con cuánta intensidad? ¿Control completo?
—No, puedo percibir la temperatura. Oh, aquí llega, ya está todo arreglado, Howie.
Mi suspiro de alivio fue sincero.
Puse otra vez los cubos en el congelador. Ciertamente, necesitaríamos despegar con los empalmes fríos. El agua había estado enfriándose durante unos veinte minutos cuando Eric informó:
—La sensación está desapareciendo.
—¿Queeé?
—La sensación está desapareciendo. No hay temperatura y estoy perdiendo el control del carburante. No permaneceré frío el tiempo suficiente.
—¡Oh! ¿Y ahora qué?
—No me gusta decírtelo. Casi preferiría que te lo imaginaras tú mismo.
Lo hice.
—Subiremos tan altos como podamos con el tanque dirigible y después salgo a las alas con un cubo de hielo en cada mano...
Tuvimos que elevar la temperatura del tanque dirigible hasta casi ochocientos grados para conseguir presión, pero de ahí en adelante subimos bastante. Hasta dieciséis millas. Nos llevó tres horas.
—Eso es lo más alto que llegaremos —dijo Eric . —¿Estás listo?
Fui a buscar el hielo. Eric podía verme, así que no fue necesaria una respuesta. Me abrió la compuerta.
Podía haber sentido miedo, o determinación, o espíritu de sacrificio..., pero no hubo nada de eso. Salí, sintiéndome un zombi utilizado.
Los imanes de mi calzado estaban al máximo. Era como caminar sobre un profundo alquitrán. El aire era espeso, aunque no tan espeso como había parecido allá abajo. Seguí el rayo de mi foco hasta el panel número dos, lo abrí, derramé hielo en su interior y tiré el cubo hacia arriba. El hielo estaba en un solo bloque y no pude cerrar el panel. Lo dejé abierto y corrí hacia la otra ala. El segundo cubo estaba lleno de fragmentos explotados; los derramé, cerré el panel izquierdo número dos y regresé con las manos libres. En todas direcciones se extendía algo como el limbo, excepto donde el rayo luminoso de mi foco cortaba un túnel en la oscuridad, y..., mis pies se estaban calentando. Cerré el panel derecho sobre el agua hirviendo y me deslicé a lo largo del casco hacia la compuerta.
—Entra y abróchate —dijo Eric . —¡Date prisa! Tengo que quitarme el traje.
Mis manos habían comenzado a temblar a causa de la reacción. No podía hacer funcionar las grapas.
—No, no lo hagas. Si empiezas ahora mismo..., quizá lleguemos a casa. Déjate el traje puesto y entra.
Lo hice. Mientras cerraba mis correas, los cohetes rugieron. La nave se estremeció ligeramente, después se lanzó hacia delante mientras nos desprendíamos del tanque de combustible. La presión subió mientras los cohetes alcanzaban velocidad operativa. Eric estaba dando todo lo que tenía. Hubiese sido incómodo incluso sin aquel traje de metal a mi alrededor. Con él puesto era una tortura. Mi lecho ardía a causa del traje, pero no tenía aliento para decirlo. Estábamos ascendiendo casi en línea recta.
Habíamos subido veinte minutos cuando la nave saltó casi como una rana galvanizada.
—Un cohete se ha terminado —dijo Eric calmosamente .—Usaré el otro.
Otra sacudida cuando dejamos caer el cohete muerto. La nave continuaba volando como un pingüino herido, aunque todavía aceleraba.
Un minuto..., dos...
El otro cohete se terminó. Fue como si hubiésemos tropezado con melaza. Eric dejó caer el cohete y la presión descendió. Pude hablar.
—¿Eric?
—¿Qué?
—¿Tienes un poco de algodón?
—¿Qué? Oh, ya entiendo. ¿Tu traje está apretado?
—Claro.
—Aguántalo. Después nos ocuparemos de ello. Voy a navegar con un poco de este empuje, pero cuando use el propulsor será salvaje. Sin piedad.
—¿Lo conseguiremos?
—Creo que sí. Estamos cerca.
El alivio llegó primero; un frío helado. Después la ira.
—¿No más inexplicable insensibilidad? pregunté.
—No. ¿Por qué?
—Si algo apareciera seguro que me lo dirás, ¿verdad?
—¿Estás intentando decirme algo? Olvídalo, yo no estaba enfadado.
—Maldita sea; sí lo haré. Sabes perfectamente que era un problema mecánico. Tú mismo lo arreglaste.
—No. Te convencí que debía haberlo arreglado. Necesitabas creer que los cohetes tenían que funcionar de nuevo. Te di una cura milagrosa, Eric. Sólo espero que no tenga que continuar soñando con nuevos milagros para ti durante el regreso a casa.
—Pensabas eso, ¿y saliste a las alas a dieciséis millas de altura? —se burló la maquinaria de Eric .—Tienes agallas cuando lo que necesitas es cerebro.
No contesté.
—Cinco mil pavos a que el problema era mecánico. Dejemos que decidan los técnicos después que aterricemos.
—Los has perdido.
—Ahí va el cohete. Dos, uno...
Llegó, aplastándome en mi traje de metal. Unas suaves llamas me lamieron los oídos, escribiendo en negro sobre el verde techo de metal, pero la rosada niebla ante mis ojos no era fuego.

El hombre de las gruesas gafas extendió un diagrama de la nave Venusiana y aplastó un dedo regordete contra el borde del ala.
—Justamente aquí —dijo .—La presión del exterior comprimió un poco el canal del cable, un poquito, justo lo bastante para que el cable no tuviese espacio para doblarse. Tuvo que actuar como si fuera rígido, ¿ve? Entonces, cuando el calor expandió el metal estos contactos no se realizaron.
—¿Supongo que será el mismo diseño en las dos alas?
Me miró de una forma extraña.
—Claro, naturalmente.
Dejé mi cheque por cinco mil dólares en el buzón de correos de Eric y salté a un avión para Brasilia. Nunca sabré cómo me encontró, pero el telegrama llegó esta mañana:

HOWIE. VUELVE A CASA. TODO ESTÁ PERDONADO.
EL CEREBRO DE DONOVAN.

Supongo que tendré que hacerlo.


FIN




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