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sábado, 26 de abril de 2025

El Robo Increíble - Agatha Christie - Novela corta A2

El Robo Increíble - Agatha Christie - Novela corta A2


El Robo Increíble o Un Robo Increíble
Agatha Christie
Novela Corta


Esta novela corta está incluída en la Antología de Agatha Christie titulada "Asesinato en Bardsley Mews" (Poirot 18). El plan de un empresario rico de atrapar a un simpatizante nazi se tuerce cuando los planes secretos para un nuevo avión de combate desaparecen sin ninguna explicación.

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lunes, 13 de enero de 2025

El Orinal Florido - Alfred Bester - Novela Corta A-50

El Orinal Florido - Alfred Bester - Novela Corta A-50

El Orinal Florido
(The Flowered Thundermug-1964)
Alfred Bester


   El orinal florido juega con el extraordinario valor que cobran los objetos domésticos más vulgares, una tostadora, un orinal, un ventilador del siglo XX... como tesoros arqueológicos en un mundo futuro, postapoca-líptico y organizado como un espectáculo de Hollywood, un mundo completamente kitsch, en el que todo el mundo se llama como las grandes figuras del cine de los sesenta del siglo pasado, recreando en sus vidas postizas los ambientes de los films más famosos. Resulta muy original esta especie de revalorización de la realidad (o virtualidad) del XX, respecto a la cual la futuriza que se plantea sería una copia de la copia, una representación de la representación, particularmente ridícula y amanerada. Pero tenía un gran problema.

Este relato está incluido en las siguientes Antologías :
    • El Lado Oscuro de la Tierra (1976) - Colección Nueva Dimensión de Editorial Dronte
    • Irrealidades Virtuales (2003) - Colección Kronos de Editorial Minotauro.

viernes, 6 de diciembre de 2024

Especies Protegidas - H. B. Fyfe - Relato -R01

Especies Protegidas - H. B. Fyfe - Relato -R01

Especies Protegidas (1977 y 2008)
(Protected Species)(1951)
H. B. Fyfe


Unos colonizadores de planetas encuentran una especie homínida en uno de ellos que parece que esconde más de lo que muestra. Poco a poco consiguen establecer contacto con ellos y conocer su historia y la nuestra. A pesar de la contundente sorpresa final el relato es bastante sencillo







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Especies Protegidas - H.B. Fyfe - Leer en el Móvil

Especies Protegidas - H.B. Fyfe - Leer en el Móvil

Especies Protegidas 
H. B. Fyfe
Leer en el Móvil


Cuando los hombres llegaron al planeta, encontraron ruinas, y unos cuantos seres extraños, difíciles de ver. Y decidieron proteger las especies..., lo que fue una idea errónea, basada en una comprensión inadecuada de los hechos.
La estrella amarilla, de la que Torang era el segundo planeta, brillaba cálidamente sobre el grupo de hombres que observaban la presa medio construida, desde las alturas. A una distancia de ciento veintiocho millones de kilómetros, el efecto era bastante terrestre, siendo la estrella algo más pequeña que el Sol.
Para Jeff Otis, recién salido del salto a través del espacio desde la estrella de brillo extra que era el otro componente del sistema binario, el color resultaba enervante. Los pantalones cortos y la ligera camisa que le había suministrado el coordinador del planeta estaban empapados de sudor. Se pasó la mano por la frente y se volvió hacia su anfitrión.
—Muy buen trabajo, Finchley —dijo, con un cumplido—. Es fácil comprobar que tiene aquí las riendas bien sujetas.
Finchley sonrió con una leve mueca. Tenía un rostro amplio, duro y plano, con labios apretados y unos ojos azules que eran dos simples hendiduras. Desde la mañana anterior, Otis había estado intentando captar una expresión en ellos.
Se sentía incómodo, al darse cuenta de que sus propios gestos eran demasiado francos y abiertos para un inspector de instalaciones coloniales. Por un lado, tenía demasiadas líneas y huecos en su rostro, como consecuencia de estar crónicamente por debajo de su peso normal, de tanto viajar por el espacio, entre los dieciséis planetas del sistema binario.
Otis se dio cuenta de que los ayudantes de Finchley le observaban furtivamente.
—Sí, Finchley —repitió, para romper el pequeño silencio—, está usted trabajando muy bien en la terminal hidroeléctrica. ¿Cuándo me va a mostrar la capital que está construyendo?
—Podemos volar allí ahora mismo —contestó Finchley—. Hemos trazado límites aproximados por debajo de esas ruinas precoloniales que hemos visto desde el helicóptero.
—¡Oh, sí! ¿Sabe una cosa? Cuando volamos sobre ellas quise hacerle la observación de que se parecían bastante a restos similares existentes en algún otro de los planetas.
Se contuvo al observar cómo los delgados labios de Finchley se apretaban un poco más. Evidentemente, el coordinador estaba tratando de ser paciente y amable con un oficial del que esperaba conseguir un buen informe, pero Otis comprendía que el otro preferiría seguir con su tarea de construir la colonia.
Llegó a la conclusión de que no podía culpar a Finchley por eso. Se trataba del quinto sistema planetario que los terrestres habían encontrado en su expansión por el espacio, y para un hombre de éxito en su trabajo, habría tareas más grandes a realizar en el futuro. La civilización estaba llegando por fin a las estrellas. Otis supuso que también él era una especie de pionero, aunque normalmente se encontraba demasiado ocupado como para sentirse así.
—Bueno, le mostraré más tarde algunas fotografías —dijo—. Ahora mismo, nosotros... Dígame, ¿a qué se debe todo ese jaleo allá abajo?
En la garganta del fondo, los hombres habían dejado sus herramientas y parecían acudir presurosamente hacia un mismo punto. Hasta la parte alta de los riscos llegaban débilmente los excitados gritos de los hombres.
—Probablemente, se trata de una caza de monos —supuso uno de los ingenieros de Finchley.
—¿Monos? —preguntó Otis, sorprendido.
—No son exactamente eso —le corrigió Finchley, con paciencia—. Es la denominación que solemos utilizar para lo que en nuestros informes mencionamos como torangs. Tienen el aspecto de monos un poco grandes, escuálidos y grises; pero son los únicos seres vivos lo bastante grandes como para ser nombrados a partir del nombre del planeta.
Otis se quedó mirando fijamente hacia el barranco. La mayor parte de los hombres habían abandonado sus esfuerzos y regresaban lentamente a su trabajo. Dos o tres de ellos, blandiendo pistolas, siguieron corriendo y desaparecieron tras una curva del terreno.
—Ahora nunca lo cogerán —comentó el piloto de Finchley.
—¿Les deja echar a correr cada vez que tienen ganas de hacerlo? —preguntó Otis.
Finchley se enfrentó estólidamente a su curiosa mirada.
—Estoy a favor de cualquier cosa que rompa la monotonía, señor Otis. Ya sabe que tenemos un problema de moral. Este planeta es una colonia clave y me gusta hacer las cosas de modo que el trabajo se desarrolle con suavidad.
—Sí, supongo que todavía no hay muchas cosas con las que poder divertirse.
—Exactamente. Yo mismo no comprendo qué puede haber de deporte en eso, pero les dejo hacer. Lo que importa es que estamos al corriente de nuestro trabajo.
—En todo caso, adelantados —le aplacó Otis— Bien, ¿volvemos ahora a la ciudad?
Finchley indicó el camino de regreso al helicóptero. El piloto y Otis esperaron, mientras el otro sostenía una breve conversación final con sus ingenieros. Después, subieron al aparato y levantaron el vuelo.
Más tarde, mientras volaban sobre la red de caminos que estaban siendo aplanados por los bulldozer de Finchley, Otis admitió en voz alta que el emplazamiento había sido bien elegido. Se encontraba junto a una larga y estrecha bahía que se retiraba desde el distante océano para recoger las aguas del mismo río en el que se estaba construyendo la presa, aguas arriba.
—Esos acantilados de allí —dijo Finchley, señalando— surgieron al final de la civilización que pudo haber por aquí... Eso es, al menos, lo que dicen mis geólogos. Podemos volar de regreso por ese camino, y verá que la ciudad antigua se encontraba situada al fondo de la bahía.
El piloto saltó y se dirigió hacia los acantilados. Otis vio que éstos formaban el borde de una meseta. En uno de sus puntos, su continuidad quedaba cortada por un profundo barranco.
—Por ahí es por donde corría el río hace miles de años —le explicó Finchley.
Llegaron a un punto desde el que se podían distinguir bien los contornos de la ciudad en ruinas. Otis sabía, por haberlas visto desde el aire, que eran evidentemente más planas de lo que parecían estando entre ellas.
—Tuvo que haber sido un lugar grande y hermoso —señaló—. ¿Alguna idea sobre la clase de seres que la construyeron, o de qué les sucedió?
—Todavía no hemos tenido tiempo para eso —contestó Finchley—. Algunos muchachos del equipo de exploración se pasan por allí de vez en cuando. La teoría más usual parece ser la de que pertenecieron a los torangs.
—¿Los «animales» que estaban cazando antes? —preguntó Otis.
—Puede ser. No se puede asegurar, pero los excavadores han encontrado señales de que la ciudad sufrió más de un golpe que no era precisamente un terremoto. Aseguran haber encontrado demasiadas pruebas de incendios, misiles explotados y guerra, en general... y también en otros lugares. Así es que hemos supuesto que los torangs son descendientes degenerados de los supervivientes de alguna guerra interplanetaria.
Otis consideró la sugerencia.
—Parece plausible —admitió—, pero tendría que hacer algo para asegurarse de que está en lo cierto.
—¿Por qué?
—Porque si es así, tendrá que ordenar que sus hombres dejen de cazarlos; degenerados o no, la Comisión Colonial tiene en vigor regulaciones sobre contactos con cualquier clase de habitantes locales.
Finchley giró la cabeza para escudriñar a Otis, y se controló con un esfuerzo evidente.
—¿Con esos monos? —preguntó.
—Bueno, ¿cómo se puede saber con seguridad? ¿Ha tratado alguna vez de entrar en contacto con ellos?
—¡Sí! Al principio, antes de que les tomáramos por animales.
—¿Y...?
—¡No pudimos acercarnos a ninguno de ellos! —exclamó Finchley, con vehemencia—. Si tuvieran alguna clase de cultura semi inteligente, ¿no nos permitirían establecer alguna especie de contacto?
—Sin duda alguna —admitió Otis—. Creo que sí. ¿Qué le parece si nos detenemos unos minutos? Me gustaría echar un vistazo a esas ruinas.
Finchley miró su reloj de pulsera, pero dirigió al piloto, ordenándole que aterrizara en un claro.
El joven hizo descender el aparato con suavidad y los dos oficiales desembarcaron. Otis, mirando a su alrededor, vio dónde habían estado excavando los arqueólogos. Habían dejado sus herramientas abandonadas en el lugar..., el aire estaba seco aquí, ¿y quién se iba a atrever a robar una pala?
Dejó a Finchley y rodeó un montón de escombros que habían sido apartados de la entrada de uno de los edificios. El edificio en cuestión había sido construido en piedra, o al menos revocado con ella. Una rápida mirada en la pequeña excavación le hizo llegar a la conclusión de que había habido un marco de acero, pero que todo se había venido abajo, como a causa de una explosión.
Se alejó andando un poco más y llegó a una sección de edificios presumiblemente más altos donde las ruinas de piedra se elevaban sobre la superficie arenosa. Después de haber deambulado por una o dos aberturas en forma de arco que parecían haber sido ventanas, comprendió por qué los exploradores habían preferido excavar para obtener información. Si las paredes estuvieron alguna vez cubiertas o decoradas por alguna clase de objetos, el tiempo ya hacía mucho que las había destrozado. En cuanto a techo o azotea, no quedaba nada.
—De todos modos, tuvo que haber sido una civilización altamente desarrollada —musitó.
Su mirada captó entonces un movimiento en una de las aberturas oscurecidas por las sombras, situada a su derecha. No recordaba haber visto a Finchley dejar el helicóptero para seguirle, pero se sintió contento de contar con un guía.
—¿No lo cree así? —preguntó, en voz alta.
Volvió la cabeza, pero Finchley no estaba allí. De hecho, ahora que Otis se daba cuenta de lo que le rodeaba, pudo escuchar las voces de los otros dos hombres, charlando junto al aparato.
—¡He visto visiones! —gruñó, y empezó a salir por la antigua ventana.
Pero un cierto instinto le detuvo, cuando ya estaba medio fuera.
«Vamos, Jeff —se dijo a sí mismo—. ¡No seas tonto! ¿Qué puede haber aquí? ¿Fantasmas?» Por otra parte, se daba cuenta de que a veces era conveniente fiarse del instinto, al menos hasta llegar a descubrir el origen de la sensación extraña. Cualquier hombre del espacio estaría de acuerdo con ello. El hombre que desarrollaba un sexto sentido animal era precisamente quien más vivía en planetas extraños.
Pensó que tuvo que haberse detenido un minuto completo o más durante el que no pudo escuchar ni el más ligero sonido, excepto el murmullo de las voces, junto al aparato. Echó un vistazo al interior de la cámara, que tenía unos veinte metros cuadrados y que estaba suficiente, aunque no brillantemente, iluminada por la luz reflejada.
Allí no se podía ver nada, pero cuando volvió la cabeza a hurtadillas para echar un vistazo por encima de su hombro, llegó a la conclusión de que aquella extraña sensación que le recorrió la nuca tenía que significar algo.
«Espera un momento —pensó rápidamente—. No he visto toda la habitación.» El suelo estaba lleno de escombros barridos por el viento que no dejarían huellas de pisadas. Se sintió mucho más aliviado al darse cuenta de que estaba pensando en esa línea.
«Al menos, no me estoy imaginando fantasmas», pensó.
Dando un paso hacia adelante, extendió la cabeza por la abertura y lanzó una rápida mirada hacia la izquierda, y después a la derecha, a lo largo de la pared. Al volverse hacia la derecha, su mirada se encontró directamente con un par de ojos negros muy abiertos que se cerraron ligeramente al encontrarse con los suyos.
El torang tenía aproximadamente su propia estatura de más de un metro ochenta, debido principalmente a sus prolongadas extremidades, como las de un gibón, y estaba en una postura igualmente encogida. Los brazos y las piernas, cubiertos por un pelaje corto, rizado y gris, tenían las mismas proporciones generales que las extremidades humanas, pero parecían ser muy largas para un tronco que parecía disponer de costillas hasta abajo. Las juntas de los hombros y de las caderas estaban inclinadas de forma compacta, como si el torang se hubiera desarrollado en un mundo con menor gravedad que el del ser humano.
Pero fue el rostro lo que más sorprendió a Otis. La boca no tenía dientes y probablemente estaba construida más para chupar que para masticar. ¡Pero los ojos! Se proyectaban como los extremos de una pesa a cada lado del estrecho cráneo donde tendrían que haber estado las orejas, y enfocaban los objetos con una evidente movilidad. Fijándose más atentamente, Otis vio diminutas orejas debajo de los ojos, casi ocultas por el pelaje rizado del cuello.
Se dio cuenta abruptamente de que sentía sus propios ojos como si estuvieran abultándose, aunque no podía recordar el haber cambiado su expresión de curiosidad casual. Su espalda también se estaba poniendo rígida. Se irguió cuidadosamente.
—¡Eh, hola! —murmuró, sintiéndose enormemente tonto, pero consciente de un cierto impulso para encontrar una fórmula de compromiso entre un tono de saludo a otro ser humano y otro de pacificación a un animal.
Entonces, el torang se movió con rapidez, pero sin prisas. De hecho, Otis llegó más tarde a la conclusión de que lo hizo deliberadamente. Uno de los largos brazos se movió hacia abajo hasta rozar el suelo.
Al instante siguiente, Otis apartó de un salto la cabeza de la abertura, cuando una piedra pasó zumbando frente a su nariz.
—¡Eh! —protestó involuntariamente. Desde el interior le llegó el sonido de alguien escarbando algo, como si las garras de un animal estuvieran agarrándose por entre los cascajos para correr con mayor rapidez. Una vez recuperado su equilibrio, Otis se lanzó temerariamente a través de la ventana.
—No sé por qué lo hice —admitió ante Finchley pocos minutos después—. Si me detengo ahora a pensar cómo me podría haber destrozado el cráneo al pasar a través de la ventana, supongo que en ese momento tendría que haber retrocedido y haber gritado, llamándoles.
Finchley asintió con un gesto, pero su estrecha mirada parecía ser débilmente aprobadora por primera vez desde que se habían encontrado.
—Se marchó, desde luego —siguió diciendo Otis—. Apenas si pude ver su espalda desvaneciéndose a través de otra ventana.
—Sí, son bastante rápidos —intervino el piloto de Finchley—. Desde que estamos aquí, los chicos no han podido agarrar a más de media docena. Sin embargo, en el cuartel general tenemos a uno.
—Hum... —murmuró Otis, pensativamente.
Por sus otras observaciones, notó que no se había dado cuenta de todo, a pesar de haber visto al torang frente a frente. Sintió una buena sorpresa cuando Finchley mencionó los tres dígitos de las manos y los pies, por ejemplo.
Otis permaneció en silencio durante la mayor parte del vuelo de regreso al cuartel general. Una vez allí, desapareció hacia las habitaciones que le habían sido asignadas, dando una excusa superficial.
Aquella noche, durante una cena que Finchley trató de que fuera lo más atractiva posible en una colonia relativamente nueva y tosca como aquélla, Otis se mostró especialmente sociable. El coordinador se sintió agradecido.
—Parece como si por fin nos hubieran enviado a un tipo adecuado —comentó Finchley a uno de sus ayudantes—. Habrá que buscar a un par de las mejores secretarias para mantenerle feliz.
—Tengo entendido que casi le echa el guante a uno de los torang en las excavaciones —dijo el otro.
—Echó a correr tras él sin ninguna arma. Supongo que se le acercó todo lo que pudo.
—Eso es como si no hubiera hecho nada —comentó el ayudante—. Son lo bastante grandes como para destrozar a un hombre desarmado.
Mientras tanto y durante el resto de la noche, Otis estuvo continuamente ocupado conociendo a gente nueva. Estaba tan ocupado en cambiar el giro de toda nueva conversación, dirigiéndola hacia el tema de los torangs, y en hacer preguntas aparentemente casuales sobre lo poco que se sabía de sus costumbres y su posible pasado, que apenas se dio cuenta de estar recibiendo atenciones especiales. Estaba acostumbrado, como inspector de visita que era, a que los demás intentaran entretenerle y distraerle.
A la mañana siguiente, encontró a Finchley en su despacho, en la poco elegante estructura de un solo piso de hormigón y vidrio que era el cuartel general colonial.
Después de tomar asiento en una silla situada frente a la mesa del coordinador, Otis le comunicó sus conclusiones. Los estrechos ojos de Finchley se abrieron un poco cuando escuchó los detalles. Su rostro amplio y endurecido se sonrosó ligeramente.
—¡Oh, por...! Quiero decir, ¿por qué tiene que convertir esto en algo importante? De todos modos, los hombres apenas si se encuentran con alguno de vez en cuando.
—Quizá porque son tan raros —contestó Otis, con calma—_. ¿Cómo sabemos que no son seres inteligentes? Quizá si usted se encontrara en las ruinas de la civilización de sus antepasados, reducido a un estado primitivo, tendría una actitud igualmente esquiva ante un puñado de terrestres que aparecieran por allí haciendo tanto ruido.
Finchley se encogió de hombros. Parecía sentirse vagamente incómodo, como si estuviera reflexionando sobre quién era más fácil de manejar, si Otis o cualquiera de los malhumorados deportistas de sus equipos de construcción.
—Piense por un momento en la imagen general —le pidió Otis—. Después de siglos de sueños y esfuerzos, estamos consiguiendo por fin penetrar en el espacio. Con toda la miseria que hemos visto en varios de los sistemas coloniales en nuestra propia casa, hemos tratado de planificar estas aventuras de modo que podamos evitar los errores.
Finchley asintió con un gruñido. Otis comprendió que su mente se encontraba en los diagramas de progreso de sus numerosos proyectos.
—Es razonable pensar —siguió diciendo el inspector— que algún día encontraremos un planeta con vida inteligente. Todavía somos nuevos en el espacio, pero esto tendrá que ocurrir alguna vez, a medida que nos vayamos extendiendo. Esa es la razón por la que la Comisión estableció reglas sobre las formas de vida natural. ¿O es que no ha leído últimamente esa parte del código?
Finchley se removía de un lado a otro en su silla.
—¡Escuche! —protestó—. No crea que soy un vándalo endurecido que no tiene en la cabeza otro pensamiento que el de exterminar cualquier cosa que se mueva en Torang. ¡Yo no voy por ahí abrazando a los monos!
—Lo sé, lo sé —le calmó Otis—. Pero antes de que la Comisión Colonial sancione cualquier destrucción de vida indígena, tendremos que demostrar además de que no es inteligente, que la especie existe en número suficiente como para evitar la extinción.
—¿Y qué espera que haga al respecto?
Otis le observó con una expresión de cierta simpatía. Finchley era el tipo duro que la Comisión necesitaba para hacerse cargo de las primeras tareas de una colonia en un planeta extraño, pero no era un tipo irrazonable. Lo único que deseaba era que le dejaran solo para enfrentarse con el duro trabajo que le esperaba.
—Anuncie una orden prohibiendo la caza de los torangs —dijo Otis—. Tiene que haber alguna otra cosa que los hombres puedan perseguir.
—¡Oh, sí! —admitió Finchley—. Hay verdaderos enjambres de cosas parecidas a conejos y otro tipo de sabandijas corriendo por la maleza. Pero no sé.
—Es una práctica usual —le recordó Otis—. Nosotros mismos tenemos muchas especies protegidas en la Tierra. Especies que ahora estarían extinguidas de no haber sido por las leyes sobre la caza.
Al final, acordaron que Finchley haría todo lo que pudiera por hacer entrar en vigor una prohibición, siempre y cuando Otis obtuviera una orden formal del cuartel general del sistema. El inspector abandonó el despacho y se dirigió directamente hacia el centro de comunicaciones, donde llenó un largo informe dirigido al despacho del coordinador jefe, situado en la otra parte del sistema binario.
La respuesta tardó varias horas en llegar a Torang. Cuando finalmente llegó, aquella misma tarde se marchó a buscar a Finchley.
Encontró al coordinador inspeccionando una recién terminada factoría conservera, junto a la costa, contento ante el término de uno de los elementos que permitirían el autoabastecimiento de la colonia.
—Aquí está —le dijo Otis, haciendo oscilar la copia del mensaje—. Firmado por el propio jefe. «Con fecha de hoy, los seres similares a monos denominados torangs, indígenas del planeta, etcétera, etcétera, han de ser considerados como una especie rara y protegida, bajo las regulaciones que..., etcétera, etcétera.»
—Eso es suficiente —dijo Finchley, con un amistoso encogimiento de hombros—. Démelo y lo haré transmitir por el sistema de dirección pública y por los boletines.
Otis regresó satisfecho hacia el helicóptero que le había traído desde el cuartel general.
—¿Regresamos, señor? —le preguntó el piloto.
—Sí..., ¡no! Lléveme a esa vieja ciudad, aunque sólo sea por diversión. El otro día no pude darle más que un vistazo, y me gustaría verlo mejor antes de marcharme.
Volaron sobre las planicies, entre el mar y los acantilados que se elevaban, escarpados. En la distancia, Otis vio fugazmente una imagen de la presa que se le había mostrado el día anterior. Esta colonia se desarrollaría bien, reflexionó, mientras él comprobaba detalles como la preservación de las formas de vida nativas.
Finalmente, el piloto aterrizó en el mismo lugar en que lo hiciera durante su anterior visita a las antiguas ruinas. En aquel momento, alguien más estaba en el escenario. Otis vio a un par de hombres a los que tomó por arqueólogos.
—Sólo daré una pequeña vuelta por ahí —le dijo al piloto.
Se dio cuenta de que los dos hombres le miraban desde donde se encontraban, junto a las palas y otras herramientas, así es que se detuvo para saludarles. Tal y como había pensado, estaban excavando en las ruinas.
—En realidad, estamos tomando algunas medidas —dijo el rubio, quemado por el sol y que se presentó como Hoffman—. Tratamos de sacar alguna idea sobre qué clase de seres construyeron este lugar.
—¡Oh! —exclamó Otis, sintiéndose interesado—. ¿Cuál es la última teoría?
—No debieron de ser seres muy diferentes a nosotros —le dijo Hoffman al inspector, mientras su compañero les dejaba para recoger otra carga de artefactos—. A juzgar por el tamaño de las habitaciones, por la altura de las puertas y por cosas como las escaleras —siguió diciendo—, tenían una estatura bastante similar a la nuestra, aunque, desde luego, sólo se trata de una estimación aproximada.
—Pudieron ser antepasados de los torangs, ¿eh? —preguntó Otis.
—Es muy posible, señor —contestó Hoffman, con una rapidez en la que se adivinaba que era ése su propio punto de vista—. Pero todavía no hemos excavado lo suficiente como para suponer siquiera el tipo de cultura que tenían, ni tampoco hemos podido llegar a ninguna conclusión en relación con su psicología o costumbres sociales.
Otis hizo un gesto de asentimiento, pensando que debía mencionar el nombre del joven a Finchley, antes de abandonar Torang. Dio una excusa cuando regresó el otro hombre con una caja con algunos restos que la pareja había desenterrado, y echó a andar por entre los edificios intocados.
Al cabo de pocos minutos, se encontraba en la sección de estructuras más elevadas en las que se había encontrado al torang el día anterior.
—Me pregunto si no debería volver a mirar en el mismo sitio —murmuró, en voz alta—. No..., ése sería el último lugar al que regresaría ese ser..., a menos que tenga allí su cubil.
Se detuvo un instante para orientarse; después, se encogió de hombros y rodeó un montón de ruinas, dirigiéndose hacia lo que le pareció que era el edificio en cuestión.
«Estoy bastante seguro de que era éste —musitó—. Sí, las sombras que hay alrededor de esa ventana parecen las mismas... También es el mismo momento del día.
Se detuvo, casi con un sentido de culpabilidad, y miró hacia atrás, para asegurarse de que nadie estaba observando su regreso a la escena de su pequeña aventura. Después de todo, un inspector de instalaciones coloniales no debería estar rondando por ahí, a la caza de fantasmas, como un niño pequeño.
Sintiéndose solo, se introdujo bruscamente por el arco medio destrozado... y se detuvo de pronto, helado.
—Encantado de conocerle —dijo el torang, con una voz suave, bastante zumbeante— . Pensamos que posiblemente volvería usted a este mismo sitio.
Otis abrió la boca, en busca de respiración. Los ojos negros que se proyectaban desde las partes laterales de la estrecha cabeza le recorrieron de arriba abajo, dándole la desagradable sensación de que le estuvieran midiendo para lanzar sobre él una salva de artillería.
—Se me conoce como Jal—Ganyr —dijo el torang—. A menos que se me haya informado incorrectamente, usted es conocido como Jeff—Otis.
—Así es.
Esta última afirmación fue hecha casi sin ninguna inflexión, pero alguna esquina de la mente de Otis, que aún seguía funcionando, la interpretó como una pregunta. Dio un profundo suspiro, repentinamente consciente de que se había olvidado de respirar durante un instante.
—No sabía..., sí, así es..., no sabía que ustedes los torangs pudieran hablar terrestre. O cualquier otro idioma. ¿Cómo...?
Dudó, mientras un millón de preguntas bullían en su mente, esperando ser planteadas. Con una actitud ausente, Jal—Ganyr se rascó el pelaje gris de su pecho con su mano izquierda de tres dedos, pacientemente sentado en cuclillas sobre una roca plana. De algún modo, Otis tuvo la impresión de que se le había permitido derrochar el tiempo sólo gracias a una amabilidad disciplinada.
—Yo no soy de los torangs —dijo Jal—Ganyr, con su voz sibilante—. Yo soy de los myrbs. Probablemente, ustedes dirían myrbii. No he sido informado.
—¿Quiere decir que es el nombre que se aplican a sí mismos? —preguntó Otis.
Jal—Ganyr pareció considerar la pregunta, mientras sus ojos móviles se encogían hacia adentro para escudriñar el rostro del terrestre.
—Más que eso —dijo al fin, cuando lo hubo pensado—. Quiero decir que pertenezco a la raza originada en Myrb, no en este planeta.
—Antes de continuar —insistió Otis—, dígame al menos cómo aprendió nuestra lengua.
Jal—Ganyr hizo un gesto fugaz. Su rostro era ilegible para el terrestre, pero Otis tuvo la impresión de que había querido expresar el equivalente de una sonrisa y de un encogimiento de hombros.
—En cuanto a eso —dijo el myrb—, posiblemente la aprendí yo antes que usted. Les hemos estado observando desde hace mucho tiempo. No creería usted desde hace cuánto tiempo.
—Pero ¿entonces...? —Otis se detuvo; seguramente, con aquello quería decir que les estaban observando antes de que los colonizadores hubieran aterrizado en este planeta. Sentía cierto temor de que pudiera significar incluso que mucho antes de que llegaran a este sistema solar. Apartó el pensamiento de su mente y preguntó—: Pero entonces, ¿cómo es que viven así, entre las ruinas? ¿Por qué esperar hasta ahora? Si se hubieran comunicado con nosotros, podrían haber contado con nuestra ayuda para reconstruir...
Dejó desvanecer su voz, preguntándose qué había sonado mal. Jal—Ganyr hizo rodar sus ojos divertidamente, como en un gesto de desdén hacia las ruinas que les rodeaban. Una vez más, parecía estar considerando todas las implicaciones de las preguntas de Otis.
—Captamos el mensaje que dirigió a su jefe —contestó finalmente—. Decidimos entonces que ya había llegado el momento de comunicarnos con uno de ustedes. No tenemos ningún interés en reconstruir nada. Hemos ocultado los alojamientos para nosotros mismos.
Otis se dio cuenta de que sus labios estaban secos debido a que, inconscientemente, había dejado la boca abierta. Se los humedeció con la punta de la lengua, y se relajó lo suficiente como para apoyarse contra la pared.
—¿Se está refiriendo a la obtención de la orden en la que se les proclama como una especie protegida? —preguntó—. ¿Tienen instrumentos para interceptar esas señales?
—Tengo. Tenemos —dijo Jal—Ganyr simplemente—. Se ha decidido que ya se han extendido lo suficiente en el espacio como para hacer necesario un contacto con algunos de los más reflexivos de entre ustedes. Posiblemente, eso facilitará las cosas en el futuro a nuestros observadores.
Otis se preguntó cuánto había de ironía en aquello. Recordó entonces el «espécimen disecado» existente en el cuartel general y se sintió peculiarmente aliviado por no haber ido a verlo.
«He tenido la suerte —se dijo a sí mismo—. He sido el primero en descubrir a los primeros seres inteligentes más allá del Sol.”
—Esperábamos encontrarnos finalmente con seres como ustedes. —dijo en voz alta—. Pero ¿por qué me ha elegido a mí?
Se dio cuenta de que la pregunta parecía inútil, pero produjo resultados inesperados.
—Por su mensaje. Tomó usted de una forma pequeña la misma decisión que nosotros tomamos de una forma grande. Deducimos que sería usted capaz de comprender nuestro sentimiento y nuestra vergüenza por lo que sucedió entre nuestras razas... hace mucho tiempo.
—¿Entre...?
—Sí. Durante mucho tiempo, pensamos que todos ustedes habían desaparecido. Nos agrada mucho verles de vuelta en algunos de sus viejos planetas. Otis se le quedó mirando fijamente. Algún instinto debió de permitir al myrb interpretar su expresión de enorme extrañeza. Pidió rápidamente disculpas.
—Es posible que me haya olvidado de explicar lo de las ruinas —dijo Jal—Ganyr, volviendo a mirar lentamente a su alrededor—. No son ruinas nuestras —añadió con suavidad—. Son de ustedes.


FIN




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jueves, 28 de noviembre de 2024

Encalmados en el Infierno - Larry Niven * Relato - R00

Encalmados en el Infierno - Larry Niven * Relato - R00


Encalmados en el Infierno (1978)
(Becalmed in Hell)(1965)
Serie Espacio Reconocido nº 3
Larry Niven


Relato incluído en diversas antologías con diversos títulos. Describe la situación de dos astronautas atrapados en la superficie de Venus. Su nave espacial ha aterrizado de emergencia en la superficie del planeta debido a un problema técnico. La temperatura exterior es de más de 600 grados centígrados y la atmósfera es espesa y tóxica. Uno de los astronautas es un cyborg cuyo cuerpo está parcialmente mecánico. Intentan diagnosticar el problema técnico que les impide despegar pero no encuentran ninguna falla observable.
Incluído en las siguientes Antologías :
  • Construir un Mundo y otras Narraciones de Ediciones Geminis (1967)
  • Nueva Dimensión 83 de Revista Nueva Dimensión (1976)
  • Nueva Dimensión 83 de Revista Nueva Dimensión (1976)
  • Historias del Espacio Reconocido (1978) de Edaf Ciencia Ficción
Este relato fue premiado como 2º del Premio Nebula 1965 relato corto.



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Leer en el Móvil el Relato Encalmados en el Infierno de Larry Niven

Leer en el Móvil el Relato Encalmados en el Infierno de Larry Niven

Encalmados en el Infierno 
Larry Niven



Podía sentir el calor revoloteando en el exterior. La cabina estaba brillante, seca y fresca, casi demasiado fresca, como una oficina moderna en pleno verano. Tras las pequeñas ventanas se veía tan oscuro como puede verse en el Sistema Solar y hacía suficiente calor como para derretir el plomo, una presión equivalente a trescientos pies bajo el océano.
—Ahí va un pez —dije, sólo para romper la monotonía.
—¿Y cómo está cocinado?
—No puedo saberlo. Parece dejar un rastro de trozos de pan fritos.
—¿Fritos? Imagínatelo, Eric, una medusa frita.
Eric suspiró ruidosamente.
—¿Tengo que hacerlo?
—Es la única forma de ver algo que merezca la pena en esta..., esta..., ¿sopa? ¿Niebla? ¿Jarabe hirviendo?
—Una negra calma achicharrante. Correcto.
Alguien inventó esa frase cuando yo era niño, justamente después de las pruebas del Mariner II. Una eterna calma negra achicharrante, caliente como un horno, bajo una atmósfera lo suficientemente espesa como para evitar que ni una luz ni un soplo de aire alcance nunca la superficie.
Me estremecí.
—¿Cuál es ahora la temperatura exterior?
—Será mejor que no lo sepas. Siempre has tenido demasiada imaginación, Howie.
—Puedo soportarlo, Doc.
—Seiscientos doce grados centígrados.
—¡No puedo soportarlo, Doc!
Estábamos en Venus; el planeta del amor, el favorito de los escritores de ciencia ficción de hace tres décadas. Nuestra nave colgaba bajo el tanque de combustible de hidrógeno a veinte millas hacia arriba y completamente inmóvil en el aire espeso como un jarabe. El tanque, que estaba ya casi vacío, constituía un excelente dirigible. Nos mantendría en alto en tanto la presión interna igualase a la externa. Ése era el trabajo de Eric: regular la presión del tanque regulando la temperatura del hidrógeno. Habíamos ido tomando muestras del aire cada diez millas descendidas durante un descenso de trescientas, y lecturas de la temperatura a intervalos más cortos, y habíamos dejado caer la sonda más pequeña. Los datos obtenidos de la superficie confirmaban simplemente en detalle nuestro conocimien-to previo del mundo más caliente del Sistema Solar.
—La temperatura acaba de subir a seiscientos trece dijo Eric . Oye, ¿se te ha pasado tu mal humor?
—De momento.
—Bien. Átate. Nos vamos.
—¡Oh día maravilloso! —comencé a desenmarañar la red sobre mi lecho. —Hemos hecho cuanto veníamos a hacer, ¿no?
—¿Acaso lo discuto? Mira, estoy atado ya.
Sabía por qué no se sentía muy contento de partir. Yo mismo sentía algo parecido. Habíamos tardado cuatro meses en llegar a Venus para pasar una semana rodeándolo y menos de dos días en su atmósfera superior, y parecía una terrible pérdida de tiempo.
Pero estaba tardando demasiado.
—¿Cuál es el problema, Eric?
—Será mejor que no lo sepas.
Quería decir lo que decía. Su voz era un monótono ruido mecánico e inhumano; no hacía ningún esfuerzo extra para obtener una expresión humana de su aparato vocal «protésico». Sólo un severo «shock» le afectaría de esa forma.
—Puedo soportarlo —le dije.
—De acuerdo. No puedo sentir nada en los controles de los cohetes a propulsión. La sensación es como si acabase de recibir un anestésico en la espina dorsal.
Todo el frío de la cabina se coló dentro de mí.
—Prueba a enviar algún impulso motor por otro lado. Podrías manejar los controles a ciegas aunque no puedas sentirlos.
—De acuerdo —y un segundo más tarde : —No, no se consigue nada. Aunque era una buena idea.
Intenté pensar en algo que decir mientras me desataba del lecho, y dije:
—Ha sido un placer conocerte, Eric. He disfrutado siendo la mitad del equipo, y todavía disfruto.
—Deja las tonterías para más adelante. Empieza ahora mismo a revisar mis empalmes. Con cuidado.
Me tragué mis comentarios y me dirigí a abrir la puerta de acceso en la pared delantera de la cabina. Como de costumbre, el suelo tembló suavemente bajo mis pies.
Detrás del cuadrado de cuatro pies que era la puerta de acceso estaba Eric, con su sistema nervioso central, con el cerebro colgando de la parte superior y la médula espinal enroscada en una suelta espiral para ajustarse en forma más compacta a su alojamiento transparente de vidrio y plástico esponjoso. Centenares de cables procedentes de todos los puntos de la nave conducían a las paredes de cristal, donde se unían con nervios seleccionados que se extendían como un aparato de transmisión eléctrico desde el núcleo central de tejido nervioso y adiposas membranas protectoras.
En el espacio no se producen inválidos, y no llamen inválido a Eric, porque no le gusta. En cierta forma es el hombre del espacio ideal. Su sistema de soporte vital pesa sólo la mitad que el mío y ocupa un duodécimo del espacio que ocupa el mío. Pero sus restantes adminículos protésicos ocupan la mayor parte de la nave. Los cohetes estaban conectados con el último par de troncos nerviosos, los nervios que en un tiempo habían movido sus piernas, y docenas de nervios más finos en el interior de aquellos troncos sentían y regulaban la toma de carburante, la temperatura, la aceleración diferencial, la tardanza en la apertura de los conductos y el ritmo de la ignición.
—Estas conexiones estaban intactas. Las revisé en cuatro formas distintas, sin encontrar ni la más ligera razón por la que no debieran estar en funcionamiento.
—Prueba las demás —dijo Eric.
Me llevó unas dos horas comprobar las conexiones del tronco nervioso. Todas eran sólidas. La bomba sanguínea funcionaba y el fluido era lo suficientemente rico, lo que mató la idea de que los nervios de los cohetes se hubiesen «dormido» por falta de sustancias nutritivas o de oxígeno. Puesto que el laboratorio es uno de sus adminículos protésicos, dejé que Eric analizase el azúcar de su propia sangre, con la esperanza de que el «hígado» se hubiese equivocado y estuviese fabricando algún otro compuesto azucarado. Las conclusiones fueron asombrosas. Nada estaba mal con Eric..., en el interior de la cabina.
—Eric, estás más sano que yo.
—Puedo notarlo. Pareces preocupado y no te culpo de ello. Ahora tendrás que salir al exterior.
—Lo sé. Saquemos el traje.
El traje venusiano que nunca creyeron llegaría a usarse estaba en el departamento de herramientas de emergencia. La NASA lo había diseñado para ser empleado sobre la superficie de Venus. Después se negaron a dejar descender la nave por debajo de las veinte millas hasta que supiesen algo más sobre el planeta. El traje era un artefacto como una armadura segmentada. Yo había observado las pruebas en la cápsula sometida a altas temperaturas y presiones del Tecnológico de California, y sabía que pasadas cinco horas las articulaciones no se movían ya y no lo harían de nuevo hasta después de haberse enfriado. Abrí el compartimiento, sujeté el traje por los hombros y lo sostuve frente a mí. Parecía mirarme a su vez.
—¿Todavía no sientes nada en los cohetes?
—Ni cosquillas.
Comencé a ponerme el traje, pieza a pieza, como las armaduras medievales. Después pensé en algo más.
—Estamos a veinte millas de altura. ¿Vas a pedirme que haga encima del casco un número de equilibrista?
—¡No! Eso no se me ocurriría. Tendremos que descender.
La presión del tanque se suponía constante hasta el instante del despegue. Cuando llegase el momento, Eric podría obtener un empuje extra calentando el hidrógeno para conseguir una presión mayor, abriendo después una válvula para dejar salir el sobrante. Por supuesto, tendría que tener mucho cuidado que la presión fuese más alta en el tanque, o el aire de Venus entraría y la nave caería en lugar de elevarse. Naturalmente, eso sería desastroso.
Por lo tanto, Eric bajó la temperatura del tanque, abrió la válvula y bajamos.
—Por supuesto, hay un truco —dijo Eric.
—Lo sé.
—La nave resistió la presión a veinte millas. Al nivel del suelo es de unas seis veces más.
—Lo sé.
Descendimos con rapidez, con la cabina inclinada hacia delante por el peso de la parte trasera de la nave. La temperatura subía gradualmente. La presión con rapidez. Me senté junto a la ventana y no vi nada, nada excepto oscuridad, pero me senté allí de todas formas y esperé a que la ventana se rajase. La NASA se había negado a dejar descender la nave por debajo de las veinte millas...
—El tanque está bien y creo que la nave también. Pero, ¿lo soportará la cabina? —dijo Eric.
—No puedo saberlo.
Diez millas.
Inalcanzable, a quinientas millas por encima de nosotros estaba el motor atómico de iones que nos llevaría a casa. No podíamos alcanzarlo solamente con el cohete químico. El cohete debía usarse después que el aire se hiciese demasiado fino para los propulsores.
—Cuatro millas. Tengo que abrir la válvula otra vez.
La nave cayó.
—Puedo ver el suelo—dijo Eric.
Yo no podía. Eric me sorprendió forzando la vista, y dijo:
—Olvídate de eso. Estoy utilizando infrarrojos y no veo ningún detalle.
—¿No hay vastos y neblinosos pantanos con monstruos extraños y horrorosos y plantas devoradoras de hombres?
—Todo lo que veo es polvo caliente y nada más.
Pero ya estábamos casi abajo y no había grietas en la pared de la cabina. Mi cuello y los músculos de mis hombros se relajaron. Me aparté de la ventana. Habían pasado horas mientras descendíamos por aquel aire espeso y envenenado. Casi me había puesto el traje completo. Me atornillé el casco y los guanteletes de tres dedos.
—Abróchate—dijo Eric.
Así lo hice.
Rebotamos suavemente. La nave se ladeó un poco, se inclinó hacia atrás y volvió a rebotar; y otra vez, mientras mis dientes rechinaban y mi cuerpo recubierto por la armadura rodaba contra la protección antichoques.
—Maldita sea —musitó Eric.
Oí un silbido procedente de la parte superior.
—No sé cómo volveremos a subir —dijo Eric.
Yo tampoco lo sabía. La nave golpeó con fuerza y quedó inmóvil; yo me levanté y fui hacia la compuerta.
—Buena suerte —dijo Eric .—No te quedes fuera demasiado tiempo.
Saludé hacia la cámara de su cabina. La temperatura exterior era de setecientos treinta grados.
La puerta exterior se abrió. La unidad de refrigeración de mi traje elevó un quejido lastimero. Con un cubo vacío en cada mano y con la lámpara brillando para marcar un camino entre la negra viscosidad, salí sobre el ala derecha.
Mi traje crujió y se acomodó a la presión mientras yo me detenía y esperaba a que aquello cesase. Era casi como estar debajo del agua. El rayo de la lámpara del casco salía lo bastante grueso como para ser casi sólido y no alcanzaba más que unos cien pies. Por muy denso que fuese el aire no podía ser tan opaco. Debía estar lleno de polvo o de diminutas gotas de algún fluido.
El ala se extendía hacia atrás como un tablero de bordes afilados como un cuchillo, ensanchándose hacia la cola, desde donde se expandía para formar una aleta. Las dos aletas se encontraban por detrás del fuselaje. En la punta de cada aleta estaba el cohete propulsor, un cilindro grande y perfecto con un motor atómico en su interior. No estaría caliente porque no había sido utilizado todavía, pero de todas formas yo tenía mi contador.
Até un cable al ala y me deslicé hasta el suelo. Mientras estuviésemos aquí... El terreno resultó ser un polvo seco, rojizo, crujiente y tan poroso que casi parecía esponjoso. ¿Lava tratada por productos químicos? Con aquella presión y temperatura casi cualquier cosa podía ser corrosiva. Recogí una paletada de la superficie y otra justo debajo de la primera; después trepé por el cable y dejé los cubos sobre el ala, que estaba terriblemente resbaladiza. Tenía que llevar sandalias magnéticas para poder sostenerme sobre ella. Recorrí los doscientos pies de longitud de la nave, haciendo una inspección superficial. Ni las alas ni el fuselaje mostraban daños. ¿Por qué no? Si un meteoro o algo hubiese cortado la conexión de Eric con sus sensores en los cohetes tendría que existir en la superficie evidencia de una rotura.
Entonces, casi repentinamente, comprendí que había una alternativa.
Era una sospecha demasiado vaga para ponerla en palabras y yo aún tenía que terminar la inspección. Si estaba en lo cierto, sería muy difícil decírselo a Eric.
En el ala había cuatro paneles de inspección, bien protegidos de la entrada del calor. Uno se encontraba sobre el centro del fuselaje, bajo el borde inferior del tanque dirigible, que estaba adosado al fuselaje en tal manera que, vista de frente, la nave tenía el aspecto de un delfín. Dos más sobre el borde de las aletas, y el cuarto sobre el propio cohete. Todos se abrían, por medio del destornillador eléctrico y tornillos rehundidos, sobre empalmes del sistema eléctrico de la nave.
Todo estaba en orden en todos los paneles. Produciendo e interrumpiendo contactos y observando las reacciones de Eric, vi que su sensación terminaba en algún punto entre el segundo y tercer panel de inspección. En el ala izquierda ocurría lo mismo. Ningún daño externo, nada averiado en los empalmes. Bajé al suelo y caminé lentamente a lo largo de cada ala, con el foco de mi casco enfocado hacia arriba. No había ninguna avería.
Tomé mis cubos y regresé al interior.
—¿Algún hueso para roer?
Eric estaba confuso.
—¿No es un momento extraño para comenzar una discusión? Déjala para cuando nos encontremos en el espacio. Dispondremos de cuatro meses para poder discutir.
—Esto no puede esperar. En primer lugar, ¿has advertido si me he saltado algo? —Él había estado mirando todo lo que yo hacía y veía por el visor de mi casco.
—No. Hubiera gritado.
—Muy bien. Ahora fíjate en esto.
—La rotura de tus circuitos no está en el interior porque hasta el segundo panel de inspección de las alas tienes sensaciones. No está en el exterior porque no hay evidencias de daño alguno ni siquiera puntos corroídos. Eso deja sólo un lugar para el fallo.
—Adelante.
—Nos encontramos también con el enigma de por qué estás paralizado en los dos cohetes. ¿Por qué tendrían que estropearse al mismo tiempo? Sólo hay un punto en la nave donde los circuitos se unen.
—¿Dónde? Oh, sí, ya lo veo. Se unen a través de mí.
—Ahora asumamos por el momento que tú eres el fragmento del equipo que está averiado. Tú no eres una pieza de una máquina, Eric. Si algo en ti está mal no es un asunto médico. Eso fue lo primero que revisamos. Pero podría ser psicológico.
—Es agradable enterarme que me tomas por un ser humano. Así que he perdido un tornillo, ¿eh?
—Algo así. Creo que eres un ejemplo de lo que antes se llamaba comúnmente anestesia del gatillo. A veces, un soldado que mata demasiado a menudo se encuentra con que su índice derecho o incluso toda su mano se ha insensibilizado, como si ya no formase parte de él. Tu comentario acerca de no ser una máquina es importante, Eric. Creo que ése es el problema. Nunca creíste realmente que una parte cualquiera de la nave sea una parte de ti. Eso es inteligente porque es verdad. Cada vez que la nave es modificada en su diseño te hacen un nuevo equipo y está bien que evites pensar en un cambio de modelo como una serie de amputaciones.
Había estado ensayando este discurso, para intentar decirlo en forma que Eric no tuviese más remedio que creerme. Ahora sé que tiene que haber sonado a falso.
—Pero ahora llegaste demasiado lejos. Subconscientemente has dejado de creer que los cohetes se pueden sentir como parte tuya, que es para lo que fueron diseñados. Por tanto, te has persuadido a ti mismo que ya no sientes nada.
Habiendo terminado mi preparado discurso, y sin nada más que decir, me callé y esperé la explosión.
—No suena disparatado —dijo Eric.
Me sentí asombrado.
—¿Estás de acuerdo?
—No he dicho eso. Has desarrollado una elegante teoría, pero necesito tiempo para pensar sobre ella. ¿Qué hacemos si resulta cierta?
—¡Oh!... No lo sé. Tendrás que curarte a ti mismo.
—Muy bien. Ahora, ahí va mi idea. Propongo que te has inventado esa teoría para aliviarte de la responsabilidad de llevarnos a casa con vida. Colocas todo el problema en mi regazo, hablando metafóricamente.
—¡Oh!, por...
—Cierra la boca. No he dicho que estés equivocado. Eso sería una discusión «ad nominem». Necesitamos tiempo para pensar en ello.

Las luces estaban apagadas y habían pasado cuatro horas antes que Eric volviera al tema.
—Howie, hazme un favor. Supón por un momento que es algo mecánico lo que está provocando nuestras dificultades. Yo daré por supuesto que es algo psicosomático.
—Suena razonable.
—Es razonable. ¿Qué puedes hacer tú si yo me he vuelto psicosomático? ¿Qué puedo hacer yo si es mecánico? No puedo ir a inspeccionar en persona. Nos ocuparemos cada uno de lo que conocemos.
—Trato hecho.
Le preparé para la noche y me fui a la cama pero no dormí.

Con las luces apagadas era como encontrarse en el exterior. Las volví a encender. No despertaría a Eric. Él jamás duerme normalmente puesto que su sangre nunca acumula los venenos causados por la fatiga y se volvería loco por estar todo el tiempo despierto si no tuviera una placa rusa inductora del sueño cerca de su corteza cerebral. La nave podía explotar sin despertar a Eric cuando tenía conectado su inductor de sueño. Pero yo me sentí un tonto por tener miedo de la oscuridad.
Mientras la oscuridad permaneciera en el exterior no había problema.
Pero no se quedaría allí. Había invadido la mente de mi compañero. A causa de que sus revisiones químicas le protegían de las locuras químicas como la esquizofrenia, habíamos supuesto que se mantendría permanentemente cuerdo. Pero, ¿cómo podía un artificio protésico protegerle de su propia imaginación, de su propio y desplazado sentido común?
No podía cumplir lo pactado. Sabía que estaba en lo cierto. Pero, ¿qué podía yo hacer?
La percepción retrospectiva es algo maravilloso. Podía ver exactamente cuál había sido nuestro error. El de Eric, el mío y el de los centenares de hombres que habían construido su soporte vital después del choque. Entonces no había quedado nada de Eric, excepto el sistema nervioso central intacto, y ninguna glándula excepto la pituitaria. «Regularemos la composición de su sangre; habían dicho, y siempre será frío, calmoso y controlado. ¡Nada de reacciones de pánico en Eric!»
Conozco una muchacha cuyo padre tuvo un accidente cuando tenía cuarenta y cinco años o algo así. Había salido con su hermano, el tío de la chica, en un viaje de pesca. Cuando regresaban a casa estaban completamente borrachos y el individuo cabalgaba sobre la capota mientras el hermano conducía. De repente, el hermano se detuvo bruscamente. Nuestro héroe se dejó dos importantes glándulas sobre el adorno de la capota.
El único cambio en su vida sexual fue que su mujer dejó de preocuparse por un embarazo tardío. Sus hábitos estaban desarrollados.
Eric no necesita glándulas de adrenalina para tener miedo a la muerte. Sus esquemas emocionales fueron fijados mucho antes del día en que intentó aterrizar una nave espacial en la Luna, sin radar. Se agarraría a cualquier excusa para creer que yo arreglaría lo que estuviese mal en la conexión de los cohetes.
Pero esperaría que yo lo hiciera.
La atmósfera se apoyaba sobre las ventanas. Sin querer, me extendí hasta tocar el cuarzo con las yemas de mis dedos. No pude sentir la presión; pero allí estaba, inexorable como la marea aplastando una roca y convirtiéndola en granos de arena. ¿Por cuánto tiempo podría la cabina contenerla?
Si alguna pieza rota era lo que nos estaba reteniendo aquí, ¿cómo no la había visto yo? Quizá no hubiera dejado huellas en la superficie de las alas. Pero, ¿cómo?
Había una posibilidad.

Tras fumar dos cigarrillos me levanté para tomar los cubos de las muestras. Estaban vacíos y el polvo alienígena había sido guardado en lugar seguro. Los llené de agua y los puse en el refrigerador; lo coloqué a cuarenta grados absolutos y me fui a la cama.
La mañana era más negra que el interior de los pulmones de un fumador. Lo que Venus necesita en realidad, decidí filosofando de espaldas, es perder el noventa y nueve por ciento de su aire. Eso lo dejaría en algo así como la mitad del aire que hay en la Tierra, lo que rebajaría el efecto de invernadero lo suficiente para hacer que la temperatura fuese soportable. Bajar la gravedad de Venus cerca de cero durante unas cuantas semanas y el trabajo se haría solo.
Todo el maldito universo está esperando a que descubramos la antigravedad.

—Buenos días dijo Eric . ¿Has pensado en algo?
Sí —rodé fuera de la cama . —No me fastidies ahora con preguntas. Te lo explicaré todo mientras salgo.
—¿Sin desayunar?
—Todavía no.
Me puse el traje pieza a pieza como uno de los caballeros del Rey Arturo y fui a buscar los cubos sólo después de haberme puesto los guanteletes. El hielo en la sección fría estaba en la helada vecindad del cero absoluto.
—Estos son dos cubos de hielo vulgar —dije levantándolos . —Ahora déjame salir.
—Debería tenerte dentro hasta que hablases —gruñó Eric.
Pero las puertas se abrieron y salí sobre el ala. Mientras destornillaba el panel derecho número dos, comencé a hablar.
—Eric, piensa un momento en las pruebas que hacen con una nave tripulada antes de permitir a un hombre introducirse en el sistema vital. Prueban todas las partes por separado y en unión de las demás. Entonces, si algo no funciona, o bien está averiado, o bien no fue comprobado debidamente, ¿de acuerdo?
—Razonable —no traicionaba nada.
—Bien; nada ha causado daño alguno. No sólo no hay rotura de la superficie de la nave, sino que ninguna coincidencia podría haber hecho que los dos cohetes se averiasen al mismo tiempo. Por tanto, algo no ha sido comprobado debidamente.
Había sacado el panel. El hielo hervía suavemente en los cubos donde tocaba las superficies de los cubos de vidrio. Los cubos de hielo azulados habían estallado bajo su propia presión interna. Vacié un cubo sobre el laberinto de cables, contactos y conexiones. Y el hielo se resquebrajó dejando espacio para que yo cerrara el panel.
Por tanto, ayer por la noche pensé en algo, algo que no había sido probado. Todas las partes de la nave deben haber estado en la cápsula de calor y presión, expuestas a las condiciones artificiales de Venus, pero la nave en total, como una unidad, no puede haber estado. Es demasiado grande.
Me había acercado al ala izquierda y estaba abriendo el panel número tres en el borde de la aleta. El hielo que me quedaba era en parte agua y en parte pequeños fragmentos; los derramé dentro y cerré el panel.
—Lo que ha cortado tus circuitos debe haber sido el calor o la presión o ambas cosas. No puedo evitar la presión, pero estoy enfriando estos empalmes con hielo. Hazme saber qué cohete recobra primero sus sensaciones y sabremos qué panel de inspección es el señalado.
—Howie, ¿se te ha ocurrido lo que podría hacer el agua fría a esos metales ardientes?
—Podría resquebrajarlos. Entonces perderías todo control sobre los cohetes, que es lo que ahora no funciona.
—¡Oh! Tu punto de vista, socio. Pero continúo sin sentir nada.
Volví hacia la compuerta columpiando mis cubos vacíos y preguntándome si se calentarían lo bastante para derretirse. Quizá pudieran, pero no estuve fuera lo suficiente.
Me había sacado el traje y estaba volviendo a llenar los cubos, cuando Eric dijo:
—Puedo sentir el cohete derecho.
—¿Con cuánta intensidad? ¿Control completo?
—No, puedo percibir la temperatura. Oh, aquí llega, ya está todo arreglado, Howie.
Mi suspiro de alivio fue sincero.
Puse otra vez los cubos en el congelador. Ciertamente, necesitaríamos despegar con los empalmes fríos. El agua había estado enfriándose durante unos veinte minutos cuando Eric informó:
—La sensación está desapareciendo.
—¿Queeé?
—La sensación está desapareciendo. No hay temperatura y estoy perdiendo el control del carburante. No permaneceré frío el tiempo suficiente.
—¡Oh! ¿Y ahora qué?
—No me gusta decírtelo. Casi preferiría que te lo imaginaras tú mismo.
Lo hice.
—Subiremos tan altos como podamos con el tanque dirigible y después salgo a las alas con un cubo de hielo en cada mano...
Tuvimos que elevar la temperatura del tanque dirigible hasta casi ochocientos grados para conseguir presión, pero de ahí en adelante subimos bastante. Hasta dieciséis millas. Nos llevó tres horas.
—Eso es lo más alto que llegaremos —dijo Eric . —¿Estás listo?
Fui a buscar el hielo. Eric podía verme, así que no fue necesaria una respuesta. Me abrió la compuerta.
Podía haber sentido miedo, o determinación, o espíritu de sacrificio..., pero no hubo nada de eso. Salí, sintiéndome un zombi utilizado.
Los imanes de mi calzado estaban al máximo. Era como caminar sobre un profundo alquitrán. El aire era espeso, aunque no tan espeso como había parecido allá abajo. Seguí el rayo de mi foco hasta el panel número dos, lo abrí, derramé hielo en su interior y tiré el cubo hacia arriba. El hielo estaba en un solo bloque y no pude cerrar el panel. Lo dejé abierto y corrí hacia la otra ala. El segundo cubo estaba lleno de fragmentos explotados; los derramé, cerré el panel izquierdo número dos y regresé con las manos libres. En todas direcciones se extendía algo como el limbo, excepto donde el rayo luminoso de mi foco cortaba un túnel en la oscuridad, y..., mis pies se estaban calentando. Cerré el panel derecho sobre el agua hirviendo y me deslicé a lo largo del casco hacia la compuerta.
—Entra y abróchate —dijo Eric . —¡Date prisa! Tengo que quitarme el traje.
Mis manos habían comenzado a temblar a causa de la reacción. No podía hacer funcionar las grapas.
—No, no lo hagas. Si empiezas ahora mismo..., quizá lleguemos a casa. Déjate el traje puesto y entra.
Lo hice. Mientras cerraba mis correas, los cohetes rugieron. La nave se estremeció ligeramente, después se lanzó hacia delante mientras nos desprendíamos del tanque de combustible. La presión subió mientras los cohetes alcanzaban velocidad operativa. Eric estaba dando todo lo que tenía. Hubiese sido incómodo incluso sin aquel traje de metal a mi alrededor. Con él puesto era una tortura. Mi lecho ardía a causa del traje, pero no tenía aliento para decirlo. Estábamos ascendiendo casi en línea recta.
Habíamos subido veinte minutos cuando la nave saltó casi como una rana galvanizada.
—Un cohete se ha terminado —dijo Eric calmosamente .—Usaré el otro.
Otra sacudida cuando dejamos caer el cohete muerto. La nave continuaba volando como un pingüino herido, aunque todavía aceleraba.
Un minuto..., dos...
El otro cohete se terminó. Fue como si hubiésemos tropezado con melaza. Eric dejó caer el cohete y la presión descendió. Pude hablar.
—¿Eric?
—¿Qué?
—¿Tienes un poco de algodón?
—¿Qué? Oh, ya entiendo. ¿Tu traje está apretado?
—Claro.
—Aguántalo. Después nos ocuparemos de ello. Voy a navegar con un poco de este empuje, pero cuando use el propulsor será salvaje. Sin piedad.
—¿Lo conseguiremos?
—Creo que sí. Estamos cerca.
El alivio llegó primero; un frío helado. Después la ira.
—¿No más inexplicable insensibilidad? pregunté.
—No. ¿Por qué?
—Si algo apareciera seguro que me lo dirás, ¿verdad?
—¿Estás intentando decirme algo? Olvídalo, yo no estaba enfadado.
—Maldita sea; sí lo haré. Sabes perfectamente que era un problema mecánico. Tú mismo lo arreglaste.
—No. Te convencí que debía haberlo arreglado. Necesitabas creer que los cohetes tenían que funcionar de nuevo. Te di una cura milagrosa, Eric. Sólo espero que no tenga que continuar soñando con nuevos milagros para ti durante el regreso a casa.
—Pensabas eso, ¿y saliste a las alas a dieciséis millas de altura? —se burló la maquinaria de Eric .—Tienes agallas cuando lo que necesitas es cerebro.
No contesté.
—Cinco mil pavos a que el problema era mecánico. Dejemos que decidan los técnicos después que aterricemos.
—Los has perdido.
—Ahí va el cohete. Dos, uno...
Llegó, aplastándome en mi traje de metal. Unas suaves llamas me lamieron los oídos, escribiendo en negro sobre el verde techo de metal, pero la rosada niebla ante mis ojos no era fuego.

El hombre de las gruesas gafas extendió un diagrama de la nave Venusiana y aplastó un dedo regordete contra el borde del ala.
—Justamente aquí —dijo .—La presión del exterior comprimió un poco el canal del cable, un poquito, justo lo bastante para que el cable no tuviese espacio para doblarse. Tuvo que actuar como si fuera rígido, ¿ve? Entonces, cuando el calor expandió el metal estos contactos no se realizaron.
—¿Supongo que será el mismo diseño en las dos alas?
Me miró de una forma extraña.
—Claro, naturalmente.
Dejé mi cheque por cinco mil dólares en el buzón de correos de Eric y salté a un avión para Brasilia. Nunca sabré cómo me encontró, pero el telegrama llegó esta mañana:

HOWIE. VUELVE A CASA. TODO ESTÁ PERDONADO.
EL CEREBRO DE DONOVAN.

Supongo que tendré que hacerlo.


FIN




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