viernes, 6 de diciembre de 2024

Especies Protegidas - H.B. Fyfe - Leer en el Móvil

Especies Protegidas 
H. B. Fyfe
Leer en el Móvil


Cuando los hombres llegaron al planeta, encontraron ruinas, y unos cuantos seres extraños, difíciles de ver. Y decidieron proteger las especies..., lo que fue una idea errónea, basada en una comprensión inadecuada de los hechos.
La estrella amarilla, de la que Torang era el segundo planeta, brillaba cálidamente sobre el grupo de hombres que observaban la presa medio construida, desde las alturas. A una distancia de ciento veintiocho millones de kilómetros, el efecto era bastante terrestre, siendo la estrella algo más pequeña que el Sol.
Para Jeff Otis, recién salido del salto a través del espacio desde la estrella de brillo extra que era el otro componente del sistema binario, el color resultaba enervante. Los pantalones cortos y la ligera camisa que le había suministrado el coordinador del planeta estaban empapados de sudor. Se pasó la mano por la frente y se volvió hacia su anfitrión.
—Muy buen trabajo, Finchley —dijo, con un cumplido—. Es fácil comprobar que tiene aquí las riendas bien sujetas.
Finchley sonrió con una leve mueca. Tenía un rostro amplio, duro y plano, con labios apretados y unos ojos azules que eran dos simples hendiduras. Desde la mañana anterior, Otis había estado intentando captar una expresión en ellos.
Se sentía incómodo, al darse cuenta de que sus propios gestos eran demasiado francos y abiertos para un inspector de instalaciones coloniales. Por un lado, tenía demasiadas líneas y huecos en su rostro, como consecuencia de estar crónicamente por debajo de su peso normal, de tanto viajar por el espacio, entre los dieciséis planetas del sistema binario.
Otis se dio cuenta de que los ayudantes de Finchley le observaban furtivamente.
—Sí, Finchley —repitió, para romper el pequeño silencio—, está usted trabajando muy bien en la terminal hidroeléctrica. ¿Cuándo me va a mostrar la capital que está construyendo?
—Podemos volar allí ahora mismo —contestó Finchley—. Hemos trazado límites aproximados por debajo de esas ruinas precoloniales que hemos visto desde el helicóptero.
—¡Oh, sí! ¿Sabe una cosa? Cuando volamos sobre ellas quise hacerle la observación de que se parecían bastante a restos similares existentes en algún otro de los planetas.
Se contuvo al observar cómo los delgados labios de Finchley se apretaban un poco más. Evidentemente, el coordinador estaba tratando de ser paciente y amable con un oficial del que esperaba conseguir un buen informe, pero Otis comprendía que el otro preferiría seguir con su tarea de construir la colonia.
Llegó a la conclusión de que no podía culpar a Finchley por eso. Se trataba del quinto sistema planetario que los terrestres habían encontrado en su expansión por el espacio, y para un hombre de éxito en su trabajo, habría tareas más grandes a realizar en el futuro. La civilización estaba llegando por fin a las estrellas. Otis supuso que también él era una especie de pionero, aunque normalmente se encontraba demasiado ocupado como para sentirse así.
—Bueno, le mostraré más tarde algunas fotografías —dijo—. Ahora mismo, nosotros... Dígame, ¿a qué se debe todo ese jaleo allá abajo?
En la garganta del fondo, los hombres habían dejado sus herramientas y parecían acudir presurosamente hacia un mismo punto. Hasta la parte alta de los riscos llegaban débilmente los excitados gritos de los hombres.
—Probablemente, se trata de una caza de monos —supuso uno de los ingenieros de Finchley.
—¿Monos? —preguntó Otis, sorprendido.
—No son exactamente eso —le corrigió Finchley, con paciencia—. Es la denominación que solemos utilizar para lo que en nuestros informes mencionamos como torangs. Tienen el aspecto de monos un poco grandes, escuálidos y grises; pero son los únicos seres vivos lo bastante grandes como para ser nombrados a partir del nombre del planeta.
Otis se quedó mirando fijamente hacia el barranco. La mayor parte de los hombres habían abandonado sus esfuerzos y regresaban lentamente a su trabajo. Dos o tres de ellos, blandiendo pistolas, siguieron corriendo y desaparecieron tras una curva del terreno.
—Ahora nunca lo cogerán —comentó el piloto de Finchley.
—¿Les deja echar a correr cada vez que tienen ganas de hacerlo? —preguntó Otis.
Finchley se enfrentó estólidamente a su curiosa mirada.
—Estoy a favor de cualquier cosa que rompa la monotonía, señor Otis. Ya sabe que tenemos un problema de moral. Este planeta es una colonia clave y me gusta hacer las cosas de modo que el trabajo se desarrolle con suavidad.
—Sí, supongo que todavía no hay muchas cosas con las que poder divertirse.
—Exactamente. Yo mismo no comprendo qué puede haber de deporte en eso, pero les dejo hacer. Lo que importa es que estamos al corriente de nuestro trabajo.
—En todo caso, adelantados —le aplacó Otis— Bien, ¿volvemos ahora a la ciudad?
Finchley indicó el camino de regreso al helicóptero. El piloto y Otis esperaron, mientras el otro sostenía una breve conversación final con sus ingenieros. Después, subieron al aparato y levantaron el vuelo.
Más tarde, mientras volaban sobre la red de caminos que estaban siendo aplanados por los bulldozer de Finchley, Otis admitió en voz alta que el emplazamiento había sido bien elegido. Se encontraba junto a una larga y estrecha bahía que se retiraba desde el distante océano para recoger las aguas del mismo río en el que se estaba construyendo la presa, aguas arriba.
—Esos acantilados de allí —dijo Finchley, señalando— surgieron al final de la civilización que pudo haber por aquí... Eso es, al menos, lo que dicen mis geólogos. Podemos volar de regreso por ese camino, y verá que la ciudad antigua se encontraba situada al fondo de la bahía.
El piloto saltó y se dirigió hacia los acantilados. Otis vio que éstos formaban el borde de una meseta. En uno de sus puntos, su continuidad quedaba cortada por un profundo barranco.
—Por ahí es por donde corría el río hace miles de años —le explicó Finchley.
Llegaron a un punto desde el que se podían distinguir bien los contornos de la ciudad en ruinas. Otis sabía, por haberlas visto desde el aire, que eran evidentemente más planas de lo que parecían estando entre ellas.
—Tuvo que haber sido un lugar grande y hermoso —señaló—. ¿Alguna idea sobre la clase de seres que la construyeron, o de qué les sucedió?
—Todavía no hemos tenido tiempo para eso —contestó Finchley—. Algunos muchachos del equipo de exploración se pasan por allí de vez en cuando. La teoría más usual parece ser la de que pertenecieron a los torangs.
—¿Los «animales» que estaban cazando antes? —preguntó Otis.
—Puede ser. No se puede asegurar, pero los excavadores han encontrado señales de que la ciudad sufrió más de un golpe que no era precisamente un terremoto. Aseguran haber encontrado demasiadas pruebas de incendios, misiles explotados y guerra, en general... y también en otros lugares. Así es que hemos supuesto que los torangs son descendientes degenerados de los supervivientes de alguna guerra interplanetaria.
Otis consideró la sugerencia.
—Parece plausible —admitió—, pero tendría que hacer algo para asegurarse de que está en lo cierto.
—¿Por qué?
—Porque si es así, tendrá que ordenar que sus hombres dejen de cazarlos; degenerados o no, la Comisión Colonial tiene en vigor regulaciones sobre contactos con cualquier clase de habitantes locales.
Finchley giró la cabeza para escudriñar a Otis, y se controló con un esfuerzo evidente.
—¿Con esos monos? —preguntó.
—Bueno, ¿cómo se puede saber con seguridad? ¿Ha tratado alguna vez de entrar en contacto con ellos?
—¡Sí! Al principio, antes de que les tomáramos por animales.
—¿Y...?
—¡No pudimos acercarnos a ninguno de ellos! —exclamó Finchley, con vehemencia—. Si tuvieran alguna clase de cultura semi inteligente, ¿no nos permitirían establecer alguna especie de contacto?
—Sin duda alguna —admitió Otis—. Creo que sí. ¿Qué le parece si nos detenemos unos minutos? Me gustaría echar un vistazo a esas ruinas.
Finchley miró su reloj de pulsera, pero dirigió al piloto, ordenándole que aterrizara en un claro.
El joven hizo descender el aparato con suavidad y los dos oficiales desembarcaron. Otis, mirando a su alrededor, vio dónde habían estado excavando los arqueólogos. Habían dejado sus herramientas abandonadas en el lugar..., el aire estaba seco aquí, ¿y quién se iba a atrever a robar una pala?
Dejó a Finchley y rodeó un montón de escombros que habían sido apartados de la entrada de uno de los edificios. El edificio en cuestión había sido construido en piedra, o al menos revocado con ella. Una rápida mirada en la pequeña excavación le hizo llegar a la conclusión de que había habido un marco de acero, pero que todo se había venido abajo, como a causa de una explosión.
Se alejó andando un poco más y llegó a una sección de edificios presumiblemente más altos donde las ruinas de piedra se elevaban sobre la superficie arenosa. Después de haber deambulado por una o dos aberturas en forma de arco que parecían haber sido ventanas, comprendió por qué los exploradores habían preferido excavar para obtener información. Si las paredes estuvieron alguna vez cubiertas o decoradas por alguna clase de objetos, el tiempo ya hacía mucho que las había destrozado. En cuanto a techo o azotea, no quedaba nada.
—De todos modos, tuvo que haber sido una civilización altamente desarrollada —musitó.
Su mirada captó entonces un movimiento en una de las aberturas oscurecidas por las sombras, situada a su derecha. No recordaba haber visto a Finchley dejar el helicóptero para seguirle, pero se sintió contento de contar con un guía.
—¿No lo cree así? —preguntó, en voz alta.
Volvió la cabeza, pero Finchley no estaba allí. De hecho, ahora que Otis se daba cuenta de lo que le rodeaba, pudo escuchar las voces de los otros dos hombres, charlando junto al aparato.
—¡He visto visiones! —gruñó, y empezó a salir por la antigua ventana.
Pero un cierto instinto le detuvo, cuando ya estaba medio fuera.
«Vamos, Jeff —se dijo a sí mismo—. ¡No seas tonto! ¿Qué puede haber aquí? ¿Fantasmas?» Por otra parte, se daba cuenta de que a veces era conveniente fiarse del instinto, al menos hasta llegar a descubrir el origen de la sensación extraña. Cualquier hombre del espacio estaría de acuerdo con ello. El hombre que desarrollaba un sexto sentido animal era precisamente quien más vivía en planetas extraños.
Pensó que tuvo que haberse detenido un minuto completo o más durante el que no pudo escuchar ni el más ligero sonido, excepto el murmullo de las voces, junto al aparato. Echó un vistazo al interior de la cámara, que tenía unos veinte metros cuadrados y que estaba suficiente, aunque no brillantemente, iluminada por la luz reflejada.
Allí no se podía ver nada, pero cuando volvió la cabeza a hurtadillas para echar un vistazo por encima de su hombro, llegó a la conclusión de que aquella extraña sensación que le recorrió la nuca tenía que significar algo.
«Espera un momento —pensó rápidamente—. No he visto toda la habitación.» El suelo estaba lleno de escombros barridos por el viento que no dejarían huellas de pisadas. Se sintió mucho más aliviado al darse cuenta de que estaba pensando en esa línea.
«Al menos, no me estoy imaginando fantasmas», pensó.
Dando un paso hacia adelante, extendió la cabeza por la abertura y lanzó una rápida mirada hacia la izquierda, y después a la derecha, a lo largo de la pared. Al volverse hacia la derecha, su mirada se encontró directamente con un par de ojos negros muy abiertos que se cerraron ligeramente al encontrarse con los suyos.
El torang tenía aproximadamente su propia estatura de más de un metro ochenta, debido principalmente a sus prolongadas extremidades, como las de un gibón, y estaba en una postura igualmente encogida. Los brazos y las piernas, cubiertos por un pelaje corto, rizado y gris, tenían las mismas proporciones generales que las extremidades humanas, pero parecían ser muy largas para un tronco que parecía disponer de costillas hasta abajo. Las juntas de los hombros y de las caderas estaban inclinadas de forma compacta, como si el torang se hubiera desarrollado en un mundo con menor gravedad que el del ser humano.
Pero fue el rostro lo que más sorprendió a Otis. La boca no tenía dientes y probablemente estaba construida más para chupar que para masticar. ¡Pero los ojos! Se proyectaban como los extremos de una pesa a cada lado del estrecho cráneo donde tendrían que haber estado las orejas, y enfocaban los objetos con una evidente movilidad. Fijándose más atentamente, Otis vio diminutas orejas debajo de los ojos, casi ocultas por el pelaje rizado del cuello.
Se dio cuenta abruptamente de que sentía sus propios ojos como si estuvieran abultándose, aunque no podía recordar el haber cambiado su expresión de curiosidad casual. Su espalda también se estaba poniendo rígida. Se irguió cuidadosamente.
—¡Eh, hola! —murmuró, sintiéndose enormemente tonto, pero consciente de un cierto impulso para encontrar una fórmula de compromiso entre un tono de saludo a otro ser humano y otro de pacificación a un animal.
Entonces, el torang se movió con rapidez, pero sin prisas. De hecho, Otis llegó más tarde a la conclusión de que lo hizo deliberadamente. Uno de los largos brazos se movió hacia abajo hasta rozar el suelo.
Al instante siguiente, Otis apartó de un salto la cabeza de la abertura, cuando una piedra pasó zumbando frente a su nariz.
—¡Eh! —protestó involuntariamente. Desde el interior le llegó el sonido de alguien escarbando algo, como si las garras de un animal estuvieran agarrándose por entre los cascajos para correr con mayor rapidez. Una vez recuperado su equilibrio, Otis se lanzó temerariamente a través de la ventana.
—No sé por qué lo hice —admitió ante Finchley pocos minutos después—. Si me detengo ahora a pensar cómo me podría haber destrozado el cráneo al pasar a través de la ventana, supongo que en ese momento tendría que haber retrocedido y haber gritado, llamándoles.
Finchley asintió con un gesto, pero su estrecha mirada parecía ser débilmente aprobadora por primera vez desde que se habían encontrado.
—Se marchó, desde luego —siguió diciendo Otis—. Apenas si pude ver su espalda desvaneciéndose a través de otra ventana.
—Sí, son bastante rápidos —intervino el piloto de Finchley—. Desde que estamos aquí, los chicos no han podido agarrar a más de media docena. Sin embargo, en el cuartel general tenemos a uno.
—Hum... —murmuró Otis, pensativamente.
Por sus otras observaciones, notó que no se había dado cuenta de todo, a pesar de haber visto al torang frente a frente. Sintió una buena sorpresa cuando Finchley mencionó los tres dígitos de las manos y los pies, por ejemplo.
Otis permaneció en silencio durante la mayor parte del vuelo de regreso al cuartel general. Una vez allí, desapareció hacia las habitaciones que le habían sido asignadas, dando una excusa superficial.
Aquella noche, durante una cena que Finchley trató de que fuera lo más atractiva posible en una colonia relativamente nueva y tosca como aquélla, Otis se mostró especialmente sociable. El coordinador se sintió agradecido.
—Parece como si por fin nos hubieran enviado a un tipo adecuado —comentó Finchley a uno de sus ayudantes—. Habrá que buscar a un par de las mejores secretarias para mantenerle feliz.
—Tengo entendido que casi le echa el guante a uno de los torang en las excavaciones —dijo el otro.
—Echó a correr tras él sin ninguna arma. Supongo que se le acercó todo lo que pudo.
—Eso es como si no hubiera hecho nada —comentó el ayudante—. Son lo bastante grandes como para destrozar a un hombre desarmado.
Mientras tanto y durante el resto de la noche, Otis estuvo continuamente ocupado conociendo a gente nueva. Estaba tan ocupado en cambiar el giro de toda nueva conversación, dirigiéndola hacia el tema de los torangs, y en hacer preguntas aparentemente casuales sobre lo poco que se sabía de sus costumbres y su posible pasado, que apenas se dio cuenta de estar recibiendo atenciones especiales. Estaba acostumbrado, como inspector de visita que era, a que los demás intentaran entretenerle y distraerle.
A la mañana siguiente, encontró a Finchley en su despacho, en la poco elegante estructura de un solo piso de hormigón y vidrio que era el cuartel general colonial.
Después de tomar asiento en una silla situada frente a la mesa del coordinador, Otis le comunicó sus conclusiones. Los estrechos ojos de Finchley se abrieron un poco cuando escuchó los detalles. Su rostro amplio y endurecido se sonrosó ligeramente.
—¡Oh, por...! Quiero decir, ¿por qué tiene que convertir esto en algo importante? De todos modos, los hombres apenas si se encuentran con alguno de vez en cuando.
—Quizá porque son tan raros —contestó Otis, con calma—_. ¿Cómo sabemos que no son seres inteligentes? Quizá si usted se encontrara en las ruinas de la civilización de sus antepasados, reducido a un estado primitivo, tendría una actitud igualmente esquiva ante un puñado de terrestres que aparecieran por allí haciendo tanto ruido.
Finchley se encogió de hombros. Parecía sentirse vagamente incómodo, como si estuviera reflexionando sobre quién era más fácil de manejar, si Otis o cualquiera de los malhumorados deportistas de sus equipos de construcción.
—Piense por un momento en la imagen general —le pidió Otis—. Después de siglos de sueños y esfuerzos, estamos consiguiendo por fin penetrar en el espacio. Con toda la miseria que hemos visto en varios de los sistemas coloniales en nuestra propia casa, hemos tratado de planificar estas aventuras de modo que podamos evitar los errores.
Finchley asintió con un gruñido. Otis comprendió que su mente se encontraba en los diagramas de progreso de sus numerosos proyectos.
—Es razonable pensar —siguió diciendo el inspector— que algún día encontraremos un planeta con vida inteligente. Todavía somos nuevos en el espacio, pero esto tendrá que ocurrir alguna vez, a medida que nos vayamos extendiendo. Esa es la razón por la que la Comisión estableció reglas sobre las formas de vida natural. ¿O es que no ha leído últimamente esa parte del código?
Finchley se removía de un lado a otro en su silla.
—¡Escuche! —protestó—. No crea que soy un vándalo endurecido que no tiene en la cabeza otro pensamiento que el de exterminar cualquier cosa que se mueva en Torang. ¡Yo no voy por ahí abrazando a los monos!
—Lo sé, lo sé —le calmó Otis—. Pero antes de que la Comisión Colonial sancione cualquier destrucción de vida indígena, tendremos que demostrar además de que no es inteligente, que la especie existe en número suficiente como para evitar la extinción.
—¿Y qué espera que haga al respecto?
Otis le observó con una expresión de cierta simpatía. Finchley era el tipo duro que la Comisión necesitaba para hacerse cargo de las primeras tareas de una colonia en un planeta extraño, pero no era un tipo irrazonable. Lo único que deseaba era que le dejaran solo para enfrentarse con el duro trabajo que le esperaba.
—Anuncie una orden prohibiendo la caza de los torangs —dijo Otis—. Tiene que haber alguna otra cosa que los hombres puedan perseguir.
—¡Oh, sí! —admitió Finchley—. Hay verdaderos enjambres de cosas parecidas a conejos y otro tipo de sabandijas corriendo por la maleza. Pero no sé.
—Es una práctica usual —le recordó Otis—. Nosotros mismos tenemos muchas especies protegidas en la Tierra. Especies que ahora estarían extinguidas de no haber sido por las leyes sobre la caza.
Al final, acordaron que Finchley haría todo lo que pudiera por hacer entrar en vigor una prohibición, siempre y cuando Otis obtuviera una orden formal del cuartel general del sistema. El inspector abandonó el despacho y se dirigió directamente hacia el centro de comunicaciones, donde llenó un largo informe dirigido al despacho del coordinador jefe, situado en la otra parte del sistema binario.
La respuesta tardó varias horas en llegar a Torang. Cuando finalmente llegó, aquella misma tarde se marchó a buscar a Finchley.
Encontró al coordinador inspeccionando una recién terminada factoría conservera, junto a la costa, contento ante el término de uno de los elementos que permitirían el autoabastecimiento de la colonia.
—Aquí está —le dijo Otis, haciendo oscilar la copia del mensaje—. Firmado por el propio jefe. «Con fecha de hoy, los seres similares a monos denominados torangs, indígenas del planeta, etcétera, etcétera, han de ser considerados como una especie rara y protegida, bajo las regulaciones que..., etcétera, etcétera.»
—Eso es suficiente —dijo Finchley, con un amistoso encogimiento de hombros—. Démelo y lo haré transmitir por el sistema de dirección pública y por los boletines.
Otis regresó satisfecho hacia el helicóptero que le había traído desde el cuartel general.
—¿Regresamos, señor? —le preguntó el piloto.
—Sí..., ¡no! Lléveme a esa vieja ciudad, aunque sólo sea por diversión. El otro día no pude darle más que un vistazo, y me gustaría verlo mejor antes de marcharme.
Volaron sobre las planicies, entre el mar y los acantilados que se elevaban, escarpados. En la distancia, Otis vio fugazmente una imagen de la presa que se le había mostrado el día anterior. Esta colonia se desarrollaría bien, reflexionó, mientras él comprobaba detalles como la preservación de las formas de vida nativas.
Finalmente, el piloto aterrizó en el mismo lugar en que lo hiciera durante su anterior visita a las antiguas ruinas. En aquel momento, alguien más estaba en el escenario. Otis vio a un par de hombres a los que tomó por arqueólogos.
—Sólo daré una pequeña vuelta por ahí —le dijo al piloto.
Se dio cuenta de que los dos hombres le miraban desde donde se encontraban, junto a las palas y otras herramientas, así es que se detuvo para saludarles. Tal y como había pensado, estaban excavando en las ruinas.
—En realidad, estamos tomando algunas medidas —dijo el rubio, quemado por el sol y que se presentó como Hoffman—. Tratamos de sacar alguna idea sobre qué clase de seres construyeron este lugar.
—¡Oh! —exclamó Otis, sintiéndose interesado—. ¿Cuál es la última teoría?
—No debieron de ser seres muy diferentes a nosotros —le dijo Hoffman al inspector, mientras su compañero les dejaba para recoger otra carga de artefactos—. A juzgar por el tamaño de las habitaciones, por la altura de las puertas y por cosas como las escaleras —siguió diciendo—, tenían una estatura bastante similar a la nuestra, aunque, desde luego, sólo se trata de una estimación aproximada.
—Pudieron ser antepasados de los torangs, ¿eh? —preguntó Otis.
—Es muy posible, señor —contestó Hoffman, con una rapidez en la que se adivinaba que era ése su propio punto de vista—. Pero todavía no hemos excavado lo suficiente como para suponer siquiera el tipo de cultura que tenían, ni tampoco hemos podido llegar a ninguna conclusión en relación con su psicología o costumbres sociales.
Otis hizo un gesto de asentimiento, pensando que debía mencionar el nombre del joven a Finchley, antes de abandonar Torang. Dio una excusa cuando regresó el otro hombre con una caja con algunos restos que la pareja había desenterrado, y echó a andar por entre los edificios intocados.
Al cabo de pocos minutos, se encontraba en la sección de estructuras más elevadas en las que se había encontrado al torang el día anterior.
—Me pregunto si no debería volver a mirar en el mismo sitio —murmuró, en voz alta—. No..., ése sería el último lugar al que regresaría ese ser..., a menos que tenga allí su cubil.
Se detuvo un instante para orientarse; después, se encogió de hombros y rodeó un montón de ruinas, dirigiéndose hacia lo que le pareció que era el edificio en cuestión.
«Estoy bastante seguro de que era éste —musitó—. Sí, las sombras que hay alrededor de esa ventana parecen las mismas... También es el mismo momento del día.
Se detuvo, casi con un sentido de culpabilidad, y miró hacia atrás, para asegurarse de que nadie estaba observando su regreso a la escena de su pequeña aventura. Después de todo, un inspector de instalaciones coloniales no debería estar rondando por ahí, a la caza de fantasmas, como un niño pequeño.
Sintiéndose solo, se introdujo bruscamente por el arco medio destrozado... y se detuvo de pronto, helado.
—Encantado de conocerle —dijo el torang, con una voz suave, bastante zumbeante— . Pensamos que posiblemente volvería usted a este mismo sitio.
Otis abrió la boca, en busca de respiración. Los ojos negros que se proyectaban desde las partes laterales de la estrecha cabeza le recorrieron de arriba abajo, dándole la desagradable sensación de que le estuvieran midiendo para lanzar sobre él una salva de artillería.
—Se me conoce como Jal—Ganyr —dijo el torang—. A menos que se me haya informado incorrectamente, usted es conocido como Jeff—Otis.
—Así es.
Esta última afirmación fue hecha casi sin ninguna inflexión, pero alguna esquina de la mente de Otis, que aún seguía funcionando, la interpretó como una pregunta. Dio un profundo suspiro, repentinamente consciente de que se había olvidado de respirar durante un instante.
—No sabía..., sí, así es..., no sabía que ustedes los torangs pudieran hablar terrestre. O cualquier otro idioma. ¿Cómo...?
Dudó, mientras un millón de preguntas bullían en su mente, esperando ser planteadas. Con una actitud ausente, Jal—Ganyr se rascó el pelaje gris de su pecho con su mano izquierda de tres dedos, pacientemente sentado en cuclillas sobre una roca plana. De algún modo, Otis tuvo la impresión de que se le había permitido derrochar el tiempo sólo gracias a una amabilidad disciplinada.
—Yo no soy de los torangs —dijo Jal—Ganyr, con su voz sibilante—. Yo soy de los myrbs. Probablemente, ustedes dirían myrbii. No he sido informado.
—¿Quiere decir que es el nombre que se aplican a sí mismos? —preguntó Otis.
Jal—Ganyr pareció considerar la pregunta, mientras sus ojos móviles se encogían hacia adentro para escudriñar el rostro del terrestre.
—Más que eso —dijo al fin, cuando lo hubo pensado—. Quiero decir que pertenezco a la raza originada en Myrb, no en este planeta.
—Antes de continuar —insistió Otis—, dígame al menos cómo aprendió nuestra lengua.
Jal—Ganyr hizo un gesto fugaz. Su rostro era ilegible para el terrestre, pero Otis tuvo la impresión de que había querido expresar el equivalente de una sonrisa y de un encogimiento de hombros.
—En cuanto a eso —dijo el myrb—, posiblemente la aprendí yo antes que usted. Les hemos estado observando desde hace mucho tiempo. No creería usted desde hace cuánto tiempo.
—Pero ¿entonces...? —Otis se detuvo; seguramente, con aquello quería decir que les estaban observando antes de que los colonizadores hubieran aterrizado en este planeta. Sentía cierto temor de que pudiera significar incluso que mucho antes de que llegaran a este sistema solar. Apartó el pensamiento de su mente y preguntó—: Pero entonces, ¿cómo es que viven así, entre las ruinas? ¿Por qué esperar hasta ahora? Si se hubieran comunicado con nosotros, podrían haber contado con nuestra ayuda para reconstruir...
Dejó desvanecer su voz, preguntándose qué había sonado mal. Jal—Ganyr hizo rodar sus ojos divertidamente, como en un gesto de desdén hacia las ruinas que les rodeaban. Una vez más, parecía estar considerando todas las implicaciones de las preguntas de Otis.
—Captamos el mensaje que dirigió a su jefe —contestó finalmente—. Decidimos entonces que ya había llegado el momento de comunicarnos con uno de ustedes. No tenemos ningún interés en reconstruir nada. Hemos ocultado los alojamientos para nosotros mismos.
Otis se dio cuenta de que sus labios estaban secos debido a que, inconscientemente, había dejado la boca abierta. Se los humedeció con la punta de la lengua, y se relajó lo suficiente como para apoyarse contra la pared.
—¿Se está refiriendo a la obtención de la orden en la que se les proclama como una especie protegida? —preguntó—. ¿Tienen instrumentos para interceptar esas señales?
—Tengo. Tenemos —dijo Jal—Ganyr simplemente—. Se ha decidido que ya se han extendido lo suficiente en el espacio como para hacer necesario un contacto con algunos de los más reflexivos de entre ustedes. Posiblemente, eso facilitará las cosas en el futuro a nuestros observadores.
Otis se preguntó cuánto había de ironía en aquello. Recordó entonces el «espécimen disecado» existente en el cuartel general y se sintió peculiarmente aliviado por no haber ido a verlo.
«He tenido la suerte —se dijo a sí mismo—. He sido el primero en descubrir a los primeros seres inteligentes más allá del Sol.”
—Esperábamos encontrarnos finalmente con seres como ustedes. —dijo en voz alta—. Pero ¿por qué me ha elegido a mí?
Se dio cuenta de que la pregunta parecía inútil, pero produjo resultados inesperados.
—Por su mensaje. Tomó usted de una forma pequeña la misma decisión que nosotros tomamos de una forma grande. Deducimos que sería usted capaz de comprender nuestro sentimiento y nuestra vergüenza por lo que sucedió entre nuestras razas... hace mucho tiempo.
—¿Entre...?
—Sí. Durante mucho tiempo, pensamos que todos ustedes habían desaparecido. Nos agrada mucho verles de vuelta en algunos de sus viejos planetas. Otis se le quedó mirando fijamente. Algún instinto debió de permitir al myrb interpretar su expresión de enorme extrañeza. Pidió rápidamente disculpas.
—Es posible que me haya olvidado de explicar lo de las ruinas —dijo Jal—Ganyr, volviendo a mirar lentamente a su alrededor—. No son ruinas nuestras —añadió con suavidad—. Son de ustedes.


FIN




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Autor:

Jubilado, ex-informático muy aficionado a la lectura, sobretodo de ciencia ficción.

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