Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera, porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas; durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que, cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de éste.
Una tarde de 1874 el narrador llega al barranco de Macarger mientras caza codornices. Debido a la buena caza, se interna en el barranco hasta a una choza construida hace tiempo por una explotación minera que no llegó a tener éxito. La choza perdió hace tiempo la puerta, el marco de la ventana; y el mobiliario seguramente ha sido usado como combustible para campamentos de cazadores. Pero siguen habiendo las paredes, y al llegar la noche el narrador no duda en dormir usando las paredes como cobijo. Tras comer una codorniz asada, y tomar un poco de vino, con sensación de bienestar se prepara a pasar la noche aunque con una sensación de peligro.
Al apagarse la última llama de su fuego, coge la escopeta apuntando a la entrada. Las sensaciones de peligro y de vergüenza se solapan, ¿a que temer en un lugar tan apartado? En esa situación se queda dormido soñando con encontrarse en una gran ciudad extranjera. La ciudad está dominada por un castillo enorme. Buscando a alguien comienza a recorrer calles, adentrándose en el laberinto de callejones sin dudar ni temor a perderse. Finalmente entra en la tienda de un artesano, donde hay dos personas -un matrimonio- sentados.
Al despertarse, enciende la pila y comienza analizar su sueño. Identifica la ciudad como Edimburgo, ciudad a la que nunca ha visitado. Y al matrimonio lo identifica como los MacGregor. Cuando la última llama del fuego se apaga, escucha el pesado golpe de algo al caer, posiblemente un cuerpo. El sonido es achacado a una bestia que haya entrado por la ventana. Al avivar el fuego no hay señales de ninguna bestia. El narrador describe su temor, afirmando que aunque le ofreciesen años de vida permitiría que se apagara de nuevo el fuego.
Años más tarde el narrador conoce a un hombre con trofeos de caza. La conversación se traslada sobre el barranco de Macarger. Según este hombre el nombre es una corrupción de "MacGregor". Un matrimonio proveniente de Edimburgo, en el que la mujer murió a causa de golpes inflingidos por una persona desconocida. Aunque las pruebas apuntaban a su marido, no pudieron acusarle por falta de pruebas.
Incluido en las Antologías :
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