El Increíble Robo - Novela Corta de Agatha Christie para Leer en el Móvil


El Increíble Robo

Agatha Christie
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Capítulo Primero
Mientras el mayordomo servía el suflé, lord Mayfield se inclinó confidencialmente hacia su vecina de la derecha, lady Julia Carrington. Conocido como perfecto anfitrión, lord Mayfield procuraba conservar su fama. Soltero, resultaba siempre encantador para las damas.
Lady Carrington era una mujer de cuarenta años, alta, morena y vivaracha. Era muy delgada, pero bonita. En particular, sus pies y sus manos eran exquisitos, y sus ademanes bruscos e inquietos, propios de una mujer muy nerviosa.
Frente a ella, al otro lado de la mesa redonda, se sentaba su esposo, el mariscal del Aire sir George Carrington. Su carrera había empezado en la Marina, y aún conservaba el aire fanfarrón de los ex ministros. Reía y bromeaba con la hermosa mistress Vanderlyn, sentada al otro lado de su anfitrión.
Mistress Vanderlyn era una rubia extraordinariamente atractiva. Su voz tenía un ligero acento estadounidense, tan ligero que resultaba agradable.
Al otro lado de sir George Carrington se hallaba mistress Macatta, esposa de un miembro del parlamento. Mistress Macatta era una gran autoridad en la Protección de Menores. Más que hablar parecía que ladraba y por lo general su aspecto era alarmante. Tal vez fuese natural que el mariscal del Aire encontrase más agradable a su vecina de la derecha.
Mistress Macatta, que siempre hablaba de sus temas favoritos, estuviera donde estuviera, se dirigía al joven Reggie Carrington, sentado a su izquierda.
Reggie Carrington contaba veintiún años, y no le interesaba lo más mínimo la Protección de Menores ni los temas políticos. De vez en cuando decía: «¡Qué horrible!» y «Estoy completamente de acuerdo con usted», aunque evidentemente su pensamiento estaba en otra parte. Mister Carlile, secretario particular de lord Mayfield, estaba sentado entre el joven Reggie y su madre; era un joven pálido, que usaba lentes. Tenía un aire de inteligente reserva, y aunque hablaba poco estaba siempre dispuesto a llenar las lagunas de la conversación general. Al observar que Reggie Carrington se contenía para no bostezar, se inclinó para preguntar a mistress Macatta por su plan «Ayuda a la Infancia».
Alrededor de la mesa, moviéndose en silencio entre la suave luz ambarina, un mayordomo y dos criados servían los manjares y llenaban las copas. Lord Mayfield pagaba un elevado sueldo a su chef y era considerado un buen connaisseur de vinos.
La mesa era redonda, pero no resultaba difícil saber quién era el anfitrión. Donde se sentaba lord Mayfield era decididamente la cabecera de la mesa. Era un hombre de elevada estatura, hombros cuadrados, cabellos espesos y grises, una gran nariz y barbilla un tanto prominente. Era un rostro fácil para un caricaturista. Como sir Charles McLaughhn, lord Mayfield había combinado su carrera política con la dirección de una importante firma de ingenieros. Él mismo era un ingeniero de primera fila. La dignidad de Par le había sido concedida un año atrás, y al mismo tiempo fue nombrado primer ministro de Armamentos, un ministerio que acababa de crearse hacía muy poco.
El postre había sido servido y comenzó a circular el oporto. Lady Julia se puso en pie fijando sus ojos en mistress Vanderlyn, y las tres mujeres abandonaron la estancia.
El oporto daba ya la segunda vuelta, y lord Mayfield comenzó a referirse a la caza de faisanes. La conversación versó por espacio de unos cinco minutos sobre temas deportivos. Al fin, sir George apuntó:
—Supongo que te gustaría reunirte con las señoras en el salón, Reggie. A lord Mayfield no le importará, hijo mío.
El muchacho comprendió en seguida la indirecta.
—Gracias, papá, así lo haré.
Míster Carlile murmuró:
—Si quiere perdonarme, lord Mayfield... tengo que revisar cierto memorándum y otros trabajos...
Lord Mayfield asintió, y los dos jóvenes salieron del comedor. Los criados se habían retirado un poco antes, y el ministro de Armamentos y el Jefe de las Fuerzas Aéreas quedaron solos. Al cabo de unos instantes de silencio, Carrington dijo:
—Bueno, ¿todo va bien?
—¡Absolutamente! No hay nada comparable a esta nueva bomba en ningún país de Europa.
—Eso es lo que había pensado.
—Nos dará la supremacía del aire —dijo lord Mayfield en tono seguro.
Sir George Carrington exhaló un profundo suspiro.
—¡Con el tiempo! Hemos atravesado una temporada difícil, Charles. Montañas de pólvora por toda Europa, y nosotros no estábamos preparados, ¡maldita sea! Hemos pasado un mal trago, y todavía no estamos a salvo del todo, por más que nos demos prisa en su reconstrucción.
Lord Mayfield murmuró:
—Sin embargo, George, hay algunas ventajas en comenzar tarde. Muchos de los materiales europeos están ya pasados de moda... y muchos fabricantes se aproximan peligrosamente a la bancarrota.
—No creo que eso signifique gran cosa —replicó sir George—. ¡Siempre se oye decir que esta o aquella fábrica están en bancarrota! Pero continúan igual. Ya sabes, los grandes negocios son un complemento para mí.
Lord Mayfield parpadeó. Sir George sería siempre el «honrado y fanfarrón viejo lobo de mar». Ciertas personas decían que era una pose que adoptaba deliberadamente.
Cambiando de tema, Carrington dijo en tono casual:
—Mistress Vanderlyn es una mujer muy atractiva, ¿verdad?
—¿Te estás preguntando qué es lo que hace aquí? —replicó lord Mayfield con ojos regocijados.
Carrington pareció un tanto confundido.
—¡Nada de eso... nada de eso!
—¡Oh, claro que sí! No seas embustero, George. Te estabas preguntando disimuladamente si yo era su última víctima.
Carrington repuso muy despacio:
—Confieso que me ha resultado algo extraño verla aquí... precisamente en fin de semana.
Lord Mayfield asintió.
—Donde hay un cadáver se reúnen los buitres. Nosotros tenemos ese cadáver y mistress Vanderlyn puede ser considerada como buitre número uno.
El mariscal del Aire dijo con brusquedad:
—¿Sabes algo de esa Vanderlyn?
Lord Mayfield cortó el extremo de su cigarro puro, lo encendió con cuidado y reclinando la cabeza hacia atrás fue desgranando estas palabras:
—¿Qué sé de mistress Vanderlyn? Que es ciudadana estadounidense. Que ha tenido tres maridos: uno italiano, otro alemán y otro ruso, y que en consecuencia tiene lo que yo llamo «contactos» útiles con tres países. Que compra trajes caros y vive con gran lujo, y que no se sabe a ciencia cierta de dónde salen las rentas que le permiten hacerlo.
Sir George Carrington murmuró sonriente:
—Veo que tus espías no han estado inactivos. Charles.
—Sé —continuó lord Mayfield— que, además de muy seductora, mistress Vanderlyn es también una buena oyente, que sabe escuchar con fascinante interés lo que nosotros llamamos conversación de «negocios». Es decir, un hombre puede hablarle de su trabajo y creer que a ella le resulta altamente interesante. Varios jóvenes oficiales han ido demasiado lejos por querer resultarle interesantes, y sus carreras han sufrido las consecuencias, por haber dicho a mistress Vanderlyn un poco más de lo debido. Casi todas las amistades de esa dama están en servicio activo... pero el invierno pasado estuvo cazando en cierto condado cercano a una de nuestras fábricas de armamento más importantes, e hizo varias amistades de carácter nada deportivo. Resumiendo... mistress Vanderlyn es una persona muy útil para... —trazó un círculo en el aire con su cigarro—. ¡Tal vez será mejor no decir para quién! Digamos para una potencia europea... o tal vez para más de una potencia europea.
Carrington aspiró el aire con fuerza.
—Me quitas un gran peso de encima, Charles.
—¿Pensabas que había caído en las redes de esa sirena? ¡Mi querido George! Los métodos de mistress Vanderlyn son demasiado evidentes para un zorro viejo como yo. Además, como bien dicen, no es ya tan joven. Tus jóvenes oficiales tal vez no lo notasen, pero yo tengo cincuenta y seis años, amigo. Dentro de cuatro años probablemente seré un viejo repugnante que perseguirá a las jovencillas.
—He sido un tonto —dijo Carrington disculpándose—, pero me parecía un poco raro...
—¿Te parecía extraño que estuviese aquí, en amena reunión familiar y precisamente en el momento en que tú y yo íbamos a sostener una conferencia extraoficial para tratar de un descubrimiento que habrá de revolucionar el sistema de la defensa aérea?
Sir George Carrington asintió. Lord Mayfield continuó sonriendo.
—Pues ése es el cebo.
—¿El cebo?
—¿Comprendes, George? Ahora no tenemos nada «contra» esa mujer. ¡Y queremos tenerlo! Hasta ahora siempre ha sabido escurrirse. Ha sido muy discreta... Sabemos lo que ha hecho, pero no tenemos pruebas definitivas. Hemos de tentarla con algo grande.
—¿Como la especificación de la nueva bomba?
—Exacto, tiene que ser algo lo bastante importante para inducirla a correr el riesgo... de descubrirse. ¡Y entonces... la habremos atrapado!
Sir George gruñó:
—¡Oh, bueno! No está mal. Pero supongamos que no corre ese riesgo.
—Sería una lástima —repuso lord Mayfield—. Pero creo que lo hará...
Se puso en pie.
—¿Quieres que vayamos al salón a reunimos con las señoras? No debemos privar a tu esposa de su bridge.
—Julia tiene demasiada afición al bridge —gruñó sir George—. No puede jugar tan alto como lo hace, se lo he dicho muchas veces...; lo malo es que Julia nació jugadora.
Y contorneando la mesa para reunirse con su anfitrión, le dijo:
—Bueno, espero que tu plan salga bien. Charles.
Capítulo Segundo
En el salón la conversación languideció más de una vez. Mistress Vanderlyn se encontraba por lo general en desventaja entre los miembros de su propio sexo. Su simpatía y encanto, tan apreciados entre el elemento masculino, por una razón u otra no surtían efecto entre las mujeres. Lady Julia era una mujer cuyos modales eran o muy buenos o muy malos. En esta ocasión le desagradaba mistress Vanderlyn, le molestaba mistress Macatta y no lo disimulaba. La conversación iba decayendo, y hubiese cesado del todo a no ser por esta última.
Mistress Macatta era una mujer de gran fuerza de voluntad, y en seguida calificó a mistress Vanderlyn como perteneciente al tipo de los parásitos y trataba de interesar a lady Julia en una función benéfica que estaba organizando. Lady Julia iba respondiendo en tono ausente, y tras disimular un par de bostezos se entregó a su disquisición interna. ¿Por qué no volvían Charles y George? ¡Qué pesados eran los hombres! Sus comentarios se fueron haciendo más despistados a medida que iba absorbiéndose en sus propios pensamientos.
Las tres mujeres guardaban silencio cuando al fin entraron los caballeros. Lord Mayfield pensó:
«Julia parece enferma esta noche. Es un manojo de nervios». Y en voz alta dijo:
—¿Y si Jugásemos una partida, eh?
Lady Julia se animó en seguida, pues el bridge era para ella como el aire que respiraba.
En aquel momento entraba Reggie Carrington en la estancia y quedó dispuesto el cuarteto. Lady Julia, mistress Vanderlyn, sir George y el joven Reggie tomaron asiento alrededor de la mesa de juego. Lord Mayfield se entregó a la tarea de entretener a mistress Macatta.
Cuando hubieron jugado un par de rubbers, sir George miró el reloj que había sobre la chimenea. —No vale la pena comenzar otro —observó.
Su esposa pareció contrariada.
—Sólo son las once menos cuarto. Será cortito.
—Nunca lo son, querida —repuso sir George de buen talante—. Y de todas formas. Charles y yo tenemos algo que hacer.
Mistress Vanderlyn murmuró:
—¡Qué importante parece eso! Supongo que ustedes los hombres inteligentes que están por encima de las cosas nunca pueden descansar del todo.
—Para nosotros la semana no tiene cuarenta y ocho horas —replicó sir George.
—¿Sabe usted?, me siento bastante avergonzada de mí misma como simple estadounidense, pero me emociona conocer a dos personas que gobiernan el destino de un país. Supongo que le parecerá un punto de vista muy vulgar, sir George.
—Mi querida mistress Vanderlyn, yo nunca podría considerarla «simple» ni «vulgar».
Sonrió mirándola a los ojos. Tal vez en su voz hubo un ligero matiz irónico que ella no pasó por alto. Acto seguido se volvió hacia Reggie y sonriéndole dulcemente le dijo:
—Siento que deje de ser mi compañero. Ha sido muy acertado cantar esos cuatro sin triunfo.
Complacido y halagado, Reggie musitó:
—Los saqué por casualidad.
—¡Oh, no!, fue una deducción muy inteligente por su parte. Por la subasta adivinó dónde estaban las cartas, y jugó de un modo brillante.
Lady Julia se puso en pie bruscamente. «Esa mujer le está tomando el pelo», pensó con disgusto. Luego sus ojos se dulcificaron al posarse en su hijo. Él la creía. ¡Qué joven parecía y qué satisfecho! Era tan ingenuo. No era de extrañar que se viera en apuros. Se confiaba demasiado. La verdad es que tenía una naturaleza demasiado dulce. George no le comprendía en absoluto. Los hombres son tan intransigentes con sus juicios. Olvidan que ellos también fueron jóvenes... George era demasiado duro con Reggie.
Mistress Macatta se había puesto en pie. Se dieron las buenas noches. Mayfield se sirvió de beber, y tras entregar otro vaso a sir George, alzó los ojos al ver aparecer a míster Carlile en la puerta.
—Saque usted las carpetas y todos los papeles, ¿quiere hacer el favor, Carlile? Incluyendo los planos y diseños. El mariscal del Aire y yo no tardaremos. Primero daremos un paseíto, ¿eh, George? Ha dejado de llover.
Míster Carlile, al volverse para marchar, musitó una disculpa al tropezar con mistress Vanderlyn, que dirigiéndose hacia ellos, dijo:
—Mi libro. Lo estaba leyendo antes de cenar.
Reggie se adelantó para entregarle uno.
—¿Es éste? ¿El que estaba en el sofá?
—¡Oh, si! Muchísimas gracias.
Sonrió dulcemente, volvió a darles las buenas noches y se marchó.
Sir George había abierto uno de los ventanales.
—Ahora hace una noche espléndida —anunció—. Es una buena idea la de dar un paseo.
Reggie dijo:
—Bueno, buenas noches, sir.
Iré a acostarme.
—Buenas noches, muchacho —replicó lord Mayfield. Reggie cogió una novela policíaca que había comenzado a leer a primera hora de la tarde y abandonó el salón. Lord Mayfield y sir George salieron a la terraza. Ahora hacía una noche espléndida, de cielo despejado y estrellas brillantes.
Sir George aspiró el aire con fuerza.
—¡Uf, esa mujer usa demasiado perfume!
—Por lo menos no es un perfume barato —rio lord Mayfield—. Yo diría que es uno de los más caros que se encuentran en el mercado.
Sir George hizo una mueca.
—Supongo que debería dar las más expresivas gracias por ello.
—Desde luego que sí. Yo creo que una mujer que emplee perfume barato es una de las plagas peores que conoce el hombre.
—Es extraordinario cómo se ha aclarado. Oía caer la lluvia mientras cenábamos.
Los dos hombres pasearon por la terraza. Ésta se extendía a todo lo largo de la casa. Debajo, el terreno descendía, permitiendo contemplar una vista magnífica sobre el bosque de Sussex.
Sir George encendió un cigarro.
—Acerca de esa aleación metálica... —comenzó a decir. La charla se hizo técnica.
Y cuando se aproximaban al extremo de la terraza por quinta vez, lord Mayfield exclamó con un suspiro:
—¡Oh, bueno! Supongo que será mejor poner manos a la obra.
—Sí, tenemos mucho que hacer.
Los dos hombres dieron media vuelta y lord Mayfield contuvo una exclamación de sorpresa.
—¡Hola! ¿Has visto eso?
—¿El qué? —preguntó sir George.
—Me ha parecido ver salir a alguien a la terraza por la puerta-ventana de mi despacho.
—¿Ves visiones? Yo no he visto nada.
—Bueno, pues yo sí... o he creído verlo.
—Tu vista te ha jugado una mala pasada. Yo estaba mirando en esa dirección, y lo hubiera visto. Hay muy pocas cosas que yo no vea... incluso leo un periódico a un metro de distancia. Lord Mayfield rio.
—En eso te gano, George. Todavía leo perfectamente sin lentes.
—Pero no eres capaz de distinguir a un individuo al otro lado de la Cámara. ¿O es que los cristales de los lentes que usas son de imitación?
Riendo, los dos hombres penetraron en el despacho de lord Mayfield por la puertaventana que estaba abierta.
Míster Carlile estaba atareado arreglando algunos papeles en el archivador, junto a la caja fuerte y alzó los ojos al verles entrar.
—¡Ah, Carlile!, ¿todo a punto?
—Sí, lord Mayfield, todos los papeles están encima de su mesa.
La mesa en cuestión era un formidable escritorio de caoba situado en un rincón junto a la puertaventana. Lord Mayfield se inclinó sobre ella y comenzó a revisar los documentos que había encima.
—Ha quedado una noche espléndida —decía sir George.
—Si, es cierto —convino Míster Carlile—. Es curioso lo rápidamente que aclara después de llover. —Y dejando el archivador preguntó—: ¿Me necesitará más esta noche, lord Mayfield?
—No, creo que no, Carlile. Yo guardaré todo esto. Probablemente terminaremos algo tarde. Será mejor que se acueste.
—Gracias. Buenas noches, lord Mayfield. Buenas noches, sir George.
—Buenas noches, Carlile.
Y cuando el secretario iba ya a salir del despacho, lord Mayfield le dijo en tono severo:
—Espere un momento, Carlile. Ha olvidado lo más importante.
—No sé a qué se refiere, lord Mayfield.
—A los planos de la bomba, hombre.
El secretario le miró extrañado.
—Están encima de todo, señor.
—Nada de eso.
—Pero si acabo de ponerlos.
—Mírelo usted mismo.
Y con expresión asombrada, el joven se reunió con lord Mayfield junto al escritorio.
Con cierta impaciencia, el ministro le mostró el montón de papeles. Carlile los estuvo revisando, con creciente extrañeza.
—¿Lo ve?, no están aquí.
—Pero..., ¡pero es increíble! —tartamudeó el secretario—. Los puse aquí encima no hará ni tres minutos.
Lord Mayfield dijo de buen talante:
—Se habrá confundido, y estarán aún en la caja fuerte.
—No lo comprendo... Yo sé que los puse ahí.
Lord Mayfield le apartó a un lado para dirigirse a la caja fuerte. Sir George se unió a él, y a los pocos minutos comprobaron que los planos de la bomba no estaban allí.
Atónitos y extrañados, los tres hombres regresaron junto a la mesa escritorio para revisar de nuevo los papeles.
—¡Cielo santo! —exclamó Mayfield—. ¡Han desaparecido!
Míster Carlile exclamó:
—¡Pero eso es imposible!
—¿Quién ha entrado en esta habitación? —preguntó el ministro.
—Nadie. Nadie en absoluto.
—Escuche, Carlile, esos planos no pueden haberse desvanecido en el aire. Alguien los ha cogido. ¿Ha estado aquí mistress Vanderlyn?
—¿Mistress Vanderlyn? ¡Oh, no señor!
—En seguida lo sabremos —dijo Carrington, olfateando el aire—. Se olerá a ese perfume suyo.
—Nadie ha entrado aquí —insistió Carlile—. No lo comprendo.
—Escuche, Carlile —dijo lord Mayfield—. Cálmese. Hemos de llegar al fondo de esta cuestión. ¿Está completamente seguro de que los planos estaban dentro de la caja fuerte?
—Completamente.
—¿Los ha visto usted? ¿No habrá supuesto que estaban entre los otros papeles?
—No, no, lord Mayfield. Los he visto. Los puse sobre el escritorio, encima de todos los demás.
—¿Y dice usted que desde entonces nadie ha entrado en esta habitación? ¿Ha salido usted acaso?
—No... es decir... sí.
—¡Ah! —exclamó sir George—. ¡Ya vamos dando con ello! Lord Mayfield dijo irritado:
—¿Qué diablos...? —cuando Carlile le interrumpió.
—En circunstancias normales, lord Mayfield, no me hubiera atrevido a abandonar el despacho dejando sobre la mesa documentos de importancia... pero al oír gritar a una mujer...
—¿Gritar a una mujer? —repitió lord Mayfield sorprendido.
—Sí, lord Mayfield. Me sobresaltó más de lo que puede usted imaginar. Estaba colocando los papeles sobre la mesa cuando lo oí, y, naturalmente, salí corriendo al vestíbulo.
—¿Quién gritó?
—La doncella francesa de mistress Vanderlyn. Estaba en mitad de la escalera, muy pálida y temblando de pies a cabeza. Dijo que había visto un fantasma
—¿Un fantasma?
—Si, una mujer alta, toda vestida de blanco que andaba sin hacer ruido y que flotaba en el aire.
—¡Qué historia más ridícula!
—Sí, lord Mayfield, es lo que le dije. Debo confesar que parecía bastante avergonzada. Volvió a subir y yo volví aquí.
—¿Cuánto rato hace de esto?
—Fue un minuto o dos antes de que usted y sir George entrasen.
—¿Y cuánto tiempo estuvo usted fuera de esta habitación? El secretario reflexionó unos instantes. —Dos minutos... tres a lo sumo.
—Lo suficiente —gruñó lord Mayfield tomando a su amigo del brazo.
—George, esa sombra que vi... salir por la puertaventana. ¡Fue así! En cuanto Carlile salió de la habitación, se deslizó dentro, cogió los planos y volvió a marcharse.
—¡Qué acción más vil! —dijo George. Ahora fue él quien tomó a su amigo del brazo—. Escucha, Charles; éste es un mal negocio. ¿Qué diablos vamos a hacer?
Capítulo Tercero
De todas formas vale la pena probarlo, Charles. Media hora más tarde, los dos hombres se hallaban en el despacho de lord Mayfield, y sir George había empleado todas sus dotes de persuasión para inducir a su amigo a adoptar cierta regla de conducta.
Lord Mayfield se había negado al principio, pero cada vez se mostraba menos reacio a la idea.
Sir George decía:
—No seas tan testarudo. Charles.
Lord Mayfield dijo despacio:
—¿Por qué mezclar en esto a un extranjero del que nada sabemos?
—Pero da la casualidad de que yo sí sé muchas cosas de él. Es una maravilla.
—¡Hum!
—Escúchame, Charles. ¡Es una oportunidad única! En este asunto lo esencial es la discreción. Si trasciende...
—¡Cuando trascienda, querrás decir!
—No es necesario. Este hombre. Hércules Poirot...
—Supongo que vendrá aquí y encontrará los planos como el prestidigitador saca los conejos de su sombrero.
—Descubrirá la verdad. Y la verdad es lo que nosotros queremos. Escucha, Charles, yo asumo toda la responsabilidad.
—¡Oh, bueno!, haz lo que quieras —dijo lord Mayfield— pero no veo lo que puede hacer ese individuo.
Sir George hizo ademán de coger el teléfono.
—Voy a llamarle... ahora mismo.
—Estará durmiendo.
—Puede levantarse. Déjate de tonterías, Charles; no puedes permitir que esa mujer se salga con la suya.
—¿Te refieres a mistress Vanderlyn?
—Sí. ¿No dudarás que ella es la culpable?
—No. Se ha vengado de mí. No me importa admitir que esa mujer ha sido más lista que nosotros, George. Es muy desagradable, pero es cierto. No podemos probar nada contra ella, y no obstante, los dos sabemos que ella es la pieza principal en este asunto.
—Las mujeres son el mismo diablo —dijo Carrington con calor.
—¡No podemos acusarla en absoluto, maldita sea! Podemos suponer que ella preparó la escena de la muchacha gritando en la escalera, y que el hombre que se escurrió furtivamente era su cómplice, pero lo malo es que no podemos probarlo.
—Tal vez pueda Hércules Poirot.
De pronto lord Mayfield se echó a reír.
—Por Dios, George, creí que eras demasiado patriota para confiar en un francés, por inteligente que sea.
—No es francés, sino belga —dijo sir George algo avergonzado.
—Bien, que venga tu amigo belga. Que ponga a prueba su inteligencia en este asunto. Apuesto a que no consigue averiguar nada.
Sin contestarle, sir George alargó el brazo para descolgar el teléfono.
Capítulo Cuarto
Parpadeando un tanto. Hércules Poirot volvió su cabeza de uno a otro lado de sus interlocutores, y con gran delicadeza disimuló un bostezo. Eran más de las dos y media de la madrugada. Le habían sacado de la cama precipitadamente e introducido en la penumbra de un enorme Rolls-Royce, y ahora acababa de oír lo que los dos hombres tenían que decirle.
—Éstos son los hechos, Monsieur Poirot —dijo lord Mayfield.
Y reclinándose en su butaca, se llevó lentamente el monóculo a uno de sus ojos, de un azul pálido, y estuvo contemplando a Poirot con suma atención. Su mirada era definitivamente escéptica. Poirot miró de soslayo a sir George Carrington.
Este caballero se hallaba inclinado hacia delante con expresión esperanzada... casi infantil. Poirot dijo despacio:
—Conozco los hechos, sí... La doncella grita, el secretario sale, el incógnito entra, los planos están encima del escritorio, se apodera de ellos y huye. Los hechos... son muy convenientes.
El tono con que pronunció esta frase atrajo la atención de lord Mayfield, que se enderezó un tanto, dejando caer el monóculo.
—¿Cómo dice usted, Monsieur Poirot?
—Dije, lord Mayfield, que los hechos fueron muy convenientes... para el ladrón. A propósito, ¿está usted seguro de haber visto a un hombre? Lord Mayfield meneó la cabeza.
—No podía asegurarlo. Fue sólo una sombra. La verdad es que casi dudaba de que lo hubiese visto. Poirot dirigió su mirada al mariscal del Aire.
—¿Y usted, sir George? ¿Podría decirme si se trataba de un hombre o de una mujer?
—Yo no vi a nadie.
Poirot asintió pensativo. De pronto, poniéndose en pie, se acercó a la mesa escritorio.
—Puedo asegurarle que los planos no están ahí —dijo lord Mayfield—. Los tres hemos revisado todos esos papeles media docena de veces.
—¿Los tres? ¿Se refiere también a su secretario?
—Sí, a Carlile.
—Dígame, lord Mayfield, ¿qué papel estaba encima de todo cuando usted se inclinó sobre la mesa? Lord Mayfield frunció el ceño en su esfuerzo por recordar.
—Déjeme pensar... sí, era un memorándum acerca de algunas de nuestras posiciones de defensa aérea. Poirot cogió una hoja de papel y se la tendió.
—¿Es éste, lord Mayfield?
Lord Mayfield repuso después de mirarla:
—Sí, sin duda alguna. Poirot mostró el papel a Carrington.
—¿Se fijó si estaba encima de todo?
Sir George lo sostuvo a cierta distancia, y luego se puso los lentes.
—Sí, es cierto. Yo también los miré con Carlile y Mayfield, y éste estaba encima de todo.
Poirot asintió pensativo, volviendo a dejar el papel sobre la mesa.
Mayfield le miraba ligeramente interesado.
—Si hay algún otro problema... —comenzó a decir.
—Pues claro que lo hay: Carlile. ¡Carlile es el problema!
Lord Mayfield enrojeció ligeramente.
—¡Monsieur Poirot, Carlile está por encima de toda sospecha! Ha sido mi secretario confidencial durante nueve años. Tiene acceso a todos mis papeles privados, y puedo asegurarle que podría haber sacado copia de los planos y especificaciones con gran facilidad y sin que nadie se enterara.
—Aprecio su punto de vista —dijo Poirot—. De ser culpable, no hubiese tenido necesidad de organizar tanto aparato.
—De todas formas —insistió lord Mayfield—, estoy seguro de Carlile, y respondo de él.
—Carlile —dijo Carrington con voz ronca— es una persona como es debido.
Poirot extendió las manos con gesto de desaliento.
—¿Y esa mistress Vanderlyn... es todo lo contrario?
—Desde luego —replicó sir George. Lord Mayfield habló en tono más mesurado.
—Creo, Monsieur Poirot, que no puede existir la menor duda acerca de... bueno... las actividades de mistress Vanderlyn. En el Ministerio de Asuntos Exteriores podrán darle datos más precisos.
—¿Y ustedes dan por hecho que la doncella estaba en combinación con su señora?
—No me cabe la menor duda —exclamó sir George.
—A mí me parece una suposición muy razonable —dijo lord Mayfield en tono más prudente.
Poirot suspiró y distraídamente ordenó algunos objetos que estaban sobre una mesita, a su derecha. Al fin dijo:
—Supongo que esos papeles representaban dinero. Es decir, que el robarlos significaría una buena suma en metálico.
—De ser entregados en cierto sitio, sí.
—¿Como por ejemplo...? Sir George mencionó dos potencias europeas.
—Y ese hecho era conocido de cualquiera..., ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Mistress Vanderlyn seguramente lo sabría.
—He dicho cualquiera.
—Sí, supongo que sí.
—¿Cualquiera con un mínimo de inteligencia podría apreciar el valor de esos planos?
—Si; pero, Monsieur Poirot... —lord Mayfield parecía algo violento. Poirot alzó una mano.
—Yo hago lo que se llama explorar todos los caminos.
Volvió a ponerse en pie para dirigirse a la puertaventana, y con una linterna examinó la hierba del extremo de la terraza. Los dos hombres le observaron.
—Dígame, lord Mayfield. A este malhechor, a ese fugitivo que se deslizó en la oscuridad, ¿no le persiguieron?
Lord Mayfield se encogió de hombros.
—Desde el fondo del jardín pudo salir a la carretera general.
Y si había algún coche esperándole, no habría tardado en ponerse fuera de nuestro alcance.
—Pero está la policía... los guardias forestales...
Sir George le interrumpió:
—Olvida usted, Monsieur Poirot, que no podemos dar publicidad a este caso. Si trascendiera que esos planos habían sido robados, el resultado sería extremadamente desfavorable para el partido.
—¡Ah, sí! —repuso Poirot—. No hay que olvidar la politique. Hay que observar la mayor discreción, y por ello me enviaron a buscar. ¡Ah, bien! Tal vez sea más sencillo.
—¿Espera tener éxito, Monsieur Poirot? —lord Mayfield parecía un tanto incrédulo.
El hombrecillo se alzó de hombros.
—¿Por qué no? Sólo hay que razonar... reflexionar. —Hizo una pausa y al cabo de un momento agregó—: Me gustaría hablar con míster Carlile.
—Desde luego. —Lord Mayfield se puso en pie—. Le pedí que no se acostase, y por lo tanto no andará lejos. Voy a avisarle.
Poirot se dirigió a sir George.
Eh bien. ¿Qué me dice de ese hombre que salió a la terraza?
—Yo no lo vi.
—Ya me lo ha dicho antes —Poirot se inclinó hacia delante—. Pero hay algo más, ¿no es cierto?
—¿A qué se refiere?
—¿Cómo diría yo? Su incredulidad es más profunda.
Sir George iba a decir algo pero se contuvo.
—Pues, sí —continuó Poirot para animarle—. Cuéntemelo. Los dos estaban en el extremo de la terraza. Lord Mayfield ve una sombra que sale por la puertaventana y atraviesa el césped. ¿Por qué no la ve usted?
Carrington le miró asombrado.
—Ha dado usted en el clavo, Monsieur Poirot. Desde entonces me he estado preguntando lo mismo. Comprenda, yo juraría que nadie salió por esta puertaventana. Pensé que lord Mayfield lo había imaginado... al ver moverse una rama... o algo por el estilo. Y luego, cuando entramos y descubrimos que se había cometido un robo, tuve la impresión de que Mayfield debió estar en lo cierto y que yo era el equivocado. Y sin embargo...
—Sin embargo, en el fondo usted sigue creyendo en la evidencia, en este caso negativa, de sus propios ojos... —Tiene usted razón, Monsieur Poirot, así es.
El detective sonrió.
—¿No había huellas sobre la hierba? —preguntó sir George.
—Exacto. Lord Mayfield imagina ver una sombra. Luego tiene efecto el robo, y está seguro... ¡segurísimo! No es una fantasía... él ha visto a un hombre. Pero no fue así. Yo no estoy tan familiarizado con huellas y cosas por el estilo, pero tenemos una evidencia. No había huellas en la hierba. Y esta noche ha estado lloviendo copiosamente. Si un hombre hubiese atravesado la terraza en dirección al césped, es indudable que habría dejado huellas.
Sir George dijo extrañado:
—Pero entonces... entonces...
—Volvamos a la casa. Hemos de ceñirnos a las personas que se encontraban en ella.
Se interrumpió al ver entrar a lord Mayfield acompañado de míster Carlile.
Aunque pálido y preocupado, el secretario había logrado rehacerse un tanto, y ajustándose los lentes tomó asiento sin dejar de mirar a Poirot.
—¿Cuánto tiempo llevaba en esta habitación cuando oyó el grito, Monsieur?
Carlile reflexionó.
—Entre unos cinco y diez minutos.
—¡Y antes de eso, no observó nada anormal!
—No.
—Tengo entendido que la reunión tuvo lugar en una sola habitación durante la mayor parte de la noche.
—Sí, en el salón. Poirot consultó su librito de notas.
—Sir George Carrington y su esposa. Mistress Macatta, mistress Vanderlyn, míster Reggie Carrington, lord Mayfield y usted. ¿Es así?
—Yo no estaba en el salón. Estuve trabajando aquí durante gran parte de la velada.
Poirot se volvió a lord Mayfield.
—¿Quién subió primero a acostarse?
—Creo que lady Julia Carrington. A decir verdad, las tres señoras salieron juntas.
—¿Y luego?
—Entró míster Carlile y le ordené que preparase los documentos, puesto que sir George y yo iríamos al poco rato.
—¿Fue entonces cuando decidió dar un paseo por la terraza?
—Sí.
—¿Se dijo en presencia de mistress Vanderlyn que iban a trabajar en el despacho?
—Sí, se mencionó.
—¿Estaba en el salón cuando usted dio instrucciones a míster Carlile para que sacara los papeles?
—No.
—Perdone, lord Mayfield —intervino Carlile—. Precisamente después de que usted me dijera eso, tropecé con ella en la puerta. Había vuelto para buscar un libro.
—¿De modo que pudo haberlo oído?
—Quizá.
—Volvió a buscar un libro —repitió Poirot—. ¿Lo encontró, lord Mayfield?
—Sí, Reggie se lo dio.
—¡Ah, sí! Es lo que ustedes llaman el viejo ardid... volver en busca de un libro. ¡Resulta tan útil a veces!
—¿Usted cree que fue un acto premeditado?
Poirot se encogió de hombros.
—Y después de esto, ustedes dos salieron a la terraza. ¿Y mistress Vanderlyn?
—Se marchó con su libro.
—¿Y el Joven Reggie también subió a acostarse?
—Sí.
—Y míster Carlile se vino aquí y a los cinco o diez minutos oyó el grito. Continúe, míster Carlile. Oyó un grito y salió al vestíbulo. Ah, quizá fuese mejor reproducir exactamente sus acciones.
Míster Carlile se puso en pie, algo confundido.
—Yo gritaré —dijo Poirot para ayudarles. Y abriendo la boca emitió un alarido espeluznante. Lord Mayfield se volvió para ocultar una sonrisa y Carlile pareció muy violento.
—Alles ¡Adelante! ¡Marchen! —exclamó Poirot—. Acabo de darles la salida.
Míster Carlile se dirigió muy tieso hacia la puerta y tras abrirla salió al recibidor, seguido de Poirot. Los otros dos fueron detrás.
—¿Cerró la puerta al salir o la dejó abierta?
—La verdad es que no me acuerdo. Creo que debí dejarla abierta.
—No importa. Continúe.
Muy envarado, Carlile anduvo hasta el pie de la escalera, donde se detuvo mirando hacia arriba. Poirot preguntó:
—Dijo usted que la doncella estaba en la escalera. ¿En qué sitio?
—Más o menos, por la mitad.
—¿Y parecía inquieta?
—Desde luego.
—Eh bien, yo soy la doncella.
Poirot corrió a situarse en la escalera.
—¿Estaba aquí?
—Un peldaño o dos más arriba.
—¿Así? Poirot ensayó una postura.
—Pues... no... no precisamente así.
—¿Cómo entonces?
—Pues... tenía las manos en la cabeza.
—Ah, las manos en la cabeza. Eso es muy interesante. ¿Así? —Poirot alzó los brazos y sus manos descansaron encima de sus orejas.
—Sí, eso es.
—¡Aja! Dígame, míster Carlile, ¿era joven y bonita...?
—La verdad es que no me fijé.
—¡Aja! ¿No se fijó? Pero es usted joven. ¿Es que los jóvenes ya no se fijan si una chica es guapa?
—La verdad, Monsieur Poirot, sólo puedo repetir que yo no me fijé.
Carlile dirigió una mirada agónica a su jefe. Sir George Carrington se echó a reír.
—Monsieur Poirot parece determinado a presentarle a usted como mujeriego, Carlile —observó. El secretario le dirigió una mirada aplastante.
—Yo siempre me he fijado en las chicas bonitas —anunció Poirot bajando la escalera.
El silencio con que Carillo acogió aquel comentario fue un tanto violento. Poirot continuó:
—¿Y fue entonces cuando le contó ese cuento del fantasma?
—Sí.
—¿Creyó esa historia?
—¡Pues claro que no, Monsieur Poirot!
—No me refiero a si usted cree en fantasmas, sino a si le pareció que la chica pensaba realmente haber visto algo.
—¡Oh!, en cuanto a eso, no sabría decirle. Lo cierto es que su respiración era agitada y parecía sobresaltada.
—¿No oyó usted ni vio a su señora?
—Sí, a decir verdad salió de su habitación, en el pasillo de arriba y llamó: «Leoni».
—¿Y luego?
—La muchacha subió corriendo y yo volví al despacho.
—Mientras estuvo usted al pie de la escalera, ¿pudo alguien entrar en el despacho por la puerta que dejó abierta?
Carlile meneó la cabeza.
—No sin que pasara ante mí. La puerta del despacho está al final del pasillo, como puede usted ver.
Poirot asintió pensativo, mientras Carlile continuaba con su voz cuidadosa y precisa:
—Debo confesar que me alegra que lord Mayfield viera al ladrón saliendo por la puertaventana. De otro modo yo me encontraría en una posición muy desagradable.
—¡Oh, no, no, mi querido Carlile! —intervino lord Mayfield impaciente—. Usted está libre de toda sospecha.
—Es usted muy amable al decir eso, lord Mayfield, pero los hechos son los hechos y me doy cuenta de que las apariencias me colocan en una posición difícil. De todas maneras, espero que me registren, así como mis pertenencias.
—¡Oh, no, no amigo mío! —insistió Mayfield.
Poirot murmuró:
—¿Lo desea seriamente?
—Lo prefiero.
Poirot le miró pensativo y musitó:
—¡Ya! —luego agregó—: ¿Dónde está situada la habitación de mistress Vanderlyn con respecto al despacho?
—Está precisamente encima.
—¿Con una ventana que da a la terraza?
—Sí.
De nuevo Poirot asintió. Luego dijo:
—Vayamos al salón.
Una vez allí estuvo deambulando por la habitación, examinó los cierres de las ventanas, los tanteos de la mesa de bridge y al fin se dirigió a lord Mayfield.
—Este asunto es más complicado de lo que parece —dijo—. Pero una cosa hay cierta. Los planos robados no han salido de esta casa.
Lord Mayfield le miró sorprendido.
—Pero, mi querido Monsieur Poirot, el hombre que yo vi saliendo del despacho...
—No hubo tal hombre.
—Pero yo lo vi...
—Con mis mayores respetos, lord Mayfield, usted imaginó verlo. Las sombras producidas por las ramas de los árboles le engañaron y el hecho de que se cometiera el robo es natural que le pareciera una prueba de que era cierto lo que había imaginado.
—La verdad, Monsieur Poirot, la evidencia de mis propios ojos...
—Mi vista contra la suya, amigo mío —intervino sir George.
—Tiene que permitirme, lord Mayfield, que me muestre firme en este punto. Nadie cruzó la terraza en dirección al césped.
Míster Carlile dijo muy pálido y envarado:
—En este caso, si Monsieur Poirot está en lo cierto, todas las sospechas recaen en mí automáticamente. Soy la única persona que pudo cometer el robo.
—¡Pamplinas! —exclamó lord Mayfield—. Aunque Monsieur Poirot piense lo que quiera, yo no estoy de acuerdo con él. Estoy convencido de su inocencia, Carlile.
El secretario repuso:
—No, pero ha puesto de relieve que nadie más tuvo oportunidad de cometer el robo.
—Du tout! Du tout!
—Pero yo le he dicho que nadie pasó ante mí por el vestíbulo para dirigirse a la puerta de entrada al despacho.
—Estoy de acuerdo. Pero alguien pudo haber entrado por la puertaventana del despacho.
—Pero eso es precisamente lo que usted dice que no ocurrió.
—Yo digo que nadie pudo entrar del exterior sin dejar huella en la hierba. Pero pudo hacerlo alguien que estaba ya en la casa. Alguien pudo salir de esta habitación por una puertaventana, deslizarse por la terraza, entrar en el despacho también por una de las puertaventanas y volver aquí. Carlile objetó:
—Pero lord Mayfield y sir George Carrington estaban en la terraza.
—Sí, estaban paseando en la terraza. Sir George tal vez posea una vista magnífica... —Poirot se inclinó ligeramente—. ¡Pero no puede ver por la espalda! La puertaventana está en el centro izquierdo de la terraza, luego vienen las cristaleras de esta habitación, y la terraza continúa hacia la derecha cubriendo el espacio de... ¿una, dos, tres o tal vez cuatro habitaciones más?
—El comedor, la sala de billar, el saloncito de estar y la biblioteca —especificó lord Mayfield.
—¿Y ustedes pasearon de un lado a otro de la terraza, cuántas veces?
—Cinco o seis, por lo menos.
—¿Comprenden? Es bastante sencillo; el ladrón sólo tuvo que esperar el momento oportuno.
—¿Quiere usted decir que mientras yo estaba en el recibidor hablando con la doncella francesa, el ladrón esperaba en el salón? —preguntó Carlile.
—Ésa es mi suposición. Claro que eso es sólo... una suposición.
—No me parece muy probable —dijo lord Mayfield—. Demasiado arriesgado.
—No estoy de acuerdo contigo. Charles —intervino el mariscal del Aire—. Me pregunto cómo no se me ha ocurrido pensarlo.
—¿De modo que comprenden ahora por qué creo que los planos están aún en la casa? —preguntó Poirot—. ¡El problema es encontrarlos! Sir George lanzó un gruñido.
—Eso es bien sencillo. Registre a todo el mundo.
Lord Mayfield hizo un movimiento de contrariedad, pero Poirot tomó la palabra antes de que él pudiera hacerlo.
—No, no, no es tan sencillo. La persona que haya cogido esos planos habrá previsto que se efectuará un registro y se habrá asegurado para que no los encuentren entre sus cosas. Deben estar escondidos, de seguro, en terreno neutral.
—¿Insinúa usted que tendremos que jugar al escondite por toda la casa?
Poirot sonrió.
—No, no es necesario tanto realismo. Podemos llegar a descubrir el escondite, o la identidad de la persona culpable, reflexionando. Eso simplificaría las cosas. Por la mañana quisiera entrevistarme con todos los moradores de la casa. Creo que sería imprudente verlos ahora.
Lord Mayfield asintió.
—Se harían demasiados comentarios —confirmó— si les sacáramos de la cama a las tres de la madrugada. De todas maneras tendrá que proceder con gran tacto, Monsieur Poirot. Este asunto debe permanecer oculto.
Poirot alzó la mano en un ademán.
—Déjelo al cuidado de Hércules Poirot. Las mentiras que yo invento siempre son de lo más delicado y convincente. Entonces, mañana continuaré mis investigaciones. Pero esta noche me gustaría comenzar a interrogar a sir George y a usted, lord Mayfield.
Se inclinó ante cada uno de los aludidos.
—¿Quiere decir... a solas?
—Eso es lo que he querido decir.
Lord Mayfield, alzando ligeramente las cejas, dijo:
—Como guste.
Le dejaré con sir George. Cuando termine me encontrará en mi despacho. Vamos, Carlile.
Salió acompañado de su secretario, que cerró la puerta tras de sí.
Sir George se sentó y automáticamente cogió un cigarrillo antes de volver su rostro perplejo hacia Poirot.
—No acabo de comprender esto —dijo.
—Pues es muy sencillo —replicó Poirot con una sonrisa—. Se explica en dos palabras: ¡Mistress Vanderlyn!
—¡Oh! —exclamó Carrington—. Empiezo a comprender. ¿Mistress Vanderlyn?
—Precisamente. Comprenda. No hubiera sido muy delicado formularle a lord Mayfield la pregunta que voy a hacerle a usted. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Esa señora es conocida como sospechosa. Entonces, ¿por qué estaba aquí? Yo me dije: hay tres explicaciones. La primera, que lord Mayfield sintiera cierta penchant por esa dama y por eso quería hablar con usted a solas. No quisiera violentarle. Segunda: que tal vez mistress Vanderlyn fuese amiga íntima de alguna otra persona de la casa.
—¡A mi puede ya descartarme! —protestó sir George con una mueca.
—Entonces, si no se trata de ninguno de estos casos, la pregunta adquiere redoblada fuerza. ¿Por qué mistress Vanderlyn? Y me parece vislumbrar la respuesta. Existía una razón. Su presencia en estos precisos momentos fue deseada por lord Mayfield por un motivo especial. ¿Estoy en lo cierto? Sir George asintió.
—Sí, ha acertado usted. Mayfield es zorro viejo para caer en sus redes. Él deseaba que estuviera aquí por otra razón muy distinta. Y es la siguiente:
Le refirió la conversación que había tenido efecto en el comedor. Poirot le escuchó atentamente.
—¡Ah! —dijo—. Ahora lo comprendo. ¡Sin embargo, parece que esa dama les ha devuelto la pelota con bastante limpieza!
Sir George lanzó un juramento.
El detective le miró divertido y dijo:
—Usted no duda que este robo es obra suya... quiero decir que es responsable aunque no hubiera tomado parte activa... Sir George se sobresaltó.
—¡Desde luego que lo creo así! No cabe la menor duda. ¿Quién sino podría tener interés en robar esos planos?
—¡Ah! —replicó Hércules Poirot mirando al techo—. Y, no obstante, sir George, hace un cuarto de hora convinimos en que esos papeles representaban una buena suma de dinero. No tal vez en forma tan evidente como los billetes de banco, oro o joyas, pero sin embargo, eran dinero en potencia. Si alguien se encontraba en un aprieto... El otro le interrumpió:
—¿Y quién no lo está hoy en día? Supongo que puedo decirlo sin perjudicarme.
Le dedicó una sonrisa a la que Poirot correspondió murmurando:
—Mais oui, puede decir lo que guste, porque usted, sir George, tiene la única coartada intachable en este asunto.
—¡Pues estoy en una situación muy apurada!
Poirot meneó la cabeza pesaroso.
—Sí, desde luego, los hombres de su posición tienen muchos gastos. Además tiene usted un hijo en una edad muy cara...
Sir George lanzó un gruñido.
—Como si la educación no fuera poco, encima las deudas. Pero el chico no es malo.
Poirot le escuchaba con simpatía y tuvo que oír gran parte de las cuitas del mariscal del Aire. La falta de entereza y valor de la joven generación; la forma en que las madres estropeaban a sus hijos poniéndose siempre de su parte; la maldición que representaba el afán de jugar que de vez en cuando se apodera de su mujer... y la locura de perder más de lo que se puede. Habló de todo ello en términos generales sin referirse directamente a su esposa o a su hijo pero su natural transparencia hizo que fuese fácil comprenderlo.
De pronto se interrumpió.
—Lo siento, no debiera entretenerle con cosas que nada tienen que ver con este asunto especialmente a estas horas de la noche... o mejor dicho, de la mañana.
Contuvo un bostezo.
—Sir George, le aconsejo que se acueste. Ha sido usted muy amable y una gran ayuda.
—Sí, creo que seguiré su consejo. ¿De verdad cree usted que es posible recuperar los planos? Poirot se alzó de hombros.
—Voy a intentarlo. No veo por qué no.
—Bueno, me voy. Buenas noches.
Poirot permaneció en su butaca contemplando el techo; luego sacó un librito de notas y abriéndolo por una página en blanco escribió:
¿Mistress Vanderlyn?
¿Lady Julia Carrington?
¿Mistress Macatta?
¿Reggie Carrington?
¿Míster Carlile?
Y debajo agregó:
¿Mistress Vanderlyn y Reggie Carrington?
¿Mistress Vanderlyn y lady Julia?
¿Mistress Vanderlyn y Carlile?
Meneando la cabeza contrariado, murmuró:
—C'est plus simple que ça.
Acto seguido añadió unas cuantas frases breves.
¿Vio lord Mayfield una «sombra»? De no ser así, ¿por qué dijo que la había visto? ¿Vio algo sir George? Aseguró no haber visto nada después de que yo examiné la hierba. Nota: Lord Mayfield es corto de vista, puede leer sin lentes, pero utiliza un monóculo para mirar al otro lado de la habitación. Sir George es présbita. Por lo tanto, desde el extremo de la terraza su vista es más de fiar que la de lord Mayfield. No obstante, lord Mayfield asegura haber visto algo y la negativa de su amigo le deja impertérrito.
¿Puede alguien estar libre de sospechas como aparentemente lo está míster Carlile? Lord Mayfield insiste en su inocencia con demasiada energía. ¿Por qué? ¿Acaso sospecha de él secretamente y se avergüenza de ello? ¿O porque sospecha de otra persona? ¿Es decir, de otra persona que no sea mistress Vanderlyn?
Volvió a guardar su librito. Y poniéndose en pie se dirigió al despacho.

Capítulo Quinto
Cuando Poirot penetró en el despacho, lord Mayfield se hallaba sentado tras la mesa, y al verle dejó su pluma, mirándole con aire interrogador.
—Bien, Monsieur Poirot, ¿ha terminado ya su entrevista con Carrington?
Poirot, sonriente, tomó asiento.
—Sí, lord Mayfield. Me ha aclarado un punto que me tenía sobre ascuas.
—¿Y cuál es?
—El motivo de la presencia de mistress Vanderlyn en esta casa. Comprenda usted, creía posible...
Mayfield comprendió en seguida la causa de la exagerada confusión del detective.
—¿Pensó que yo sentía debilidad por esa dama? ¡En absoluto! Por extraño que parezca, Carrington pensó lo mismo.
—Si, me ha contado la conversación que sostuvo con usted acerca de esto.
Lord Mayfield pareció algo contrariado.
—Mi plan no ha dado resultado. Siempre es doloroso tener que confesar que una mujer ha sido más lista que uno.
—Ah, pero aún no se ha salido con la suya, lord Mayfield.
—¿Cree usted que aún podemos vencer? Bien, celebro oírselo decir. Me gustaría que fuese cierto. Suspiró.
—Me doy cuenta de que he actuado como un completo estúpido... ¡Estaba tan satisfecho con mi estratagema para atrapar a esa dama!
Hércules Poirot repuso mientras encendía uno de sus minúsculos cigarrillos:
—¿Cuál era exactamente su estratagema, lord Mayfield?
—Pues... —lord Mayfield vacilaba—, no la había trazado aún con detalle.
—¿No la discutió con nadie?
—No.
—¿Ni siquiera con míster Carlile?
—No.
—Poirot sonrió.
—¿Prefiere actuar por su cuenta, lord Mayfield?
—Siempre he considerado que es lo mejor.
—Sí, hace usted bien. No confiar en nadie. Pero ¿habló del asunto a sir Carrington?
Lord Mayfield sonrió ante el recuerdo.
—¿Es un antiguo amigo suyo?
—Si. Le conozco desde hace veinte años.
—¿Y a su esposa?
—Desde luego, también la conocía.
—Pero, perdone mi impertinencia, ¿no tiene con ella el mismo grado de intimidad?
—La verdad, no veo que mis amistades personales tengan nada que ver con este extraño asunto, Monsieur Poirot.
—Pues yo creo que sí, y mucho. ¿No estuvo usted de acuerdo conmigo en que la teoría de que hubiera alguien oculto en el salón es posible?
—Sí. Estoy de acuerdo con usted en que así es como debió de ocurrir.
—Suprimamos el «debió de». Es una palabra muy arriesgada. Pero si mi teoría es cierta, ¿quién cree usted que pudo ser esa persona?
—Evidentemente mistress Vanderlyn. Había regresado una vez en busca de un libro. Pudo volver de nuevo para buscar otro, o un portamonedas, un pañuelo... cualquiera de esas mil excusas femeninas. Queda de acuerdo con su doncella para que grite y haga que Carlile salga del despacho y luego se desliza por la puertaventana, como usted dijo.
—Olvida que no pudo ser mistress Vanderlyn. Carlile la oyó llamar a su doncella desde arriba, mientras él hablaba con la muchacha.
Lord Mayfield se mordió el labio.
—Cierto. Lo había olvidado —pareció muy pesaroso.
—¿Comprende? —dijo Poirot en tono amable—. Vamos progresando. Primero teníamos la explicación sencilla del ladrón, que llega del exterior y se hace con el botín. Una teoría muy convincente, como ya le dije a su debido tiempo, demasiado... para aceptarla sin más ni más. Ya la descartamos. Luego pasamos a la teoría del agente extranjero, mistress Vanderlyn y de nuevo parece como si ésta también fuese demasiado sencilla... demasiado cómoda... para ser aceptada.
—¿Así que descarta del todo a mistress Vanderlyn?
—Mistress Vanderlyn no estaba en el salón. Pudo ser un cómplice suyo quien cometiera el robo, pero también cabe en lo posible que lo llevara a cabo otra persona. De ser así, hemos de considerar la cuestión del móvil.
—¿No es un poco absurdo, Monsieur Poirot?
—No lo creo. Ahora... ¿qué motivos podría haber? Existe la cuestión económica. Los papeles pudieron ser robados con objeto de convertirlos en dinero. Es el móvil más sencillo que hemos de considerar. Pero también pudo ser algo bien distinto.
—¿Como por ejemplo...?
—Pudo ser llevado a cabo con la sola idea de perjudicar a alguien —explicó Poirot despacio. —¿A quién?
—Posiblemente a míster Carlile. Será el más sospechoso. Y puede que aún haya más. Los hombres que fiscalizan el destino de un país, lord Mayfield, están expuestos a la opinión pública.
—¿Quiere decir que el ladrón tenía intención de perjudicarme?
Poirot asintió.
—Creo que no me equivoco al decir que hará cosa de cinco años usted pasó una temporada de prueba, lord Mayfield. Se sospechó que tenía amistad con una potencia europea y se hizo poco popular entre el electorado de este condado.
—Es bien cierto, Monsieur Poirot.
—Un hombre de Estado, en estos días, ha de realizar una tarea difícil. Tiene que seguir la política que él considera más beneficiosa para su país, y al mismo tiempo reconocer la fuerza del sentir popular, que suele ser sentimental, estúpido e insensato, pero que no puede ser pasado por alto.
—¡Qué bien se expresa usted! Ésa es exactamente la descripción de la vida de un político. Tiene que inclinarse ante la opinión del país, por peligrosa y estúpida que le parezca.
—Creo que ése fue su dilema. Hubo rumores de que había llegado a un acuerdo con el país en cuestión. Esta nación y los periódicos se opusieron categóricamente. Por fortuna, el primer ministro pudo desmentir la historia, y usted renunció al acuerdo, aunque sin disimular de qué lado estaban sus simpatías.
—Todo esto es cierto, Monsieur Poirot. Pero, ¿a qué viene sacar viejas historias?
—Porque creo posible que un enemigo, despechado por el modo con que usted superó aquella crisis, se esforzase por crear más conflictos. Usted no tardó en recobrar la confianza del público. Aquello pasó, y ahora es usted, merecidamente, una de las figuras más populares de la política. Y se habla de usted como próximo primer ministro cuando se retire míster Humberley.
—¿Cree usted que esto ha sido un atentado para desacreditarme? ¡Tonterías!
—Tout de méme. Lord Mayfield no será bien visto que los planos de la nueva bomba británica hayan sido robados durante un fin de semana... cuando una dama muy encantadora estaba entre los invitados. Ligeras insinuaciones de la prensa acerca de cuáles eran sus relaciones con esa dama crearán una atmósfera de desconfianza.
—Una cosa así no puede tomarse en serio.
—¡Mi querido lord Mayfield, usted sabe perfectamente que sí! Cuesta tan poco minar la confianza que el pueblo tiene puesta en un hombre...
—Sí, eso es cierto —replicó lord Mayfield—. ¡Cielos! Qué complicado va resultando este asunto. ¿De verdad cree usted...? Pero es imposible..., imposible.
—¿No sabe de nadie que esté... celoso de usted?
—¡Es absurdo!
—Por lo menos tendrá que admitir que mis preguntas acerca de sus relaciones personales con las personas que se hallan reunidas aquí, en este fin de semana, no son del todo injustificadas.
—Oh, quizá... quizá. Me preguntaba usted por Julia Carrington. La verdad es que no hay mucho que decir. Nunca la he tenido en gran aprecio, y no creo que yo le sea simpático. Es una de esas mujeres inquietas, nerviosas, extravagantes y locas por las cartas. Es también lo bastante anticuada para despreciarme por ser un hombre que me he formado a mí mismo. Poirot dijo:
—He mirado en el libro ¿Quién es quién?, antes de venir aquí. Usted fue director de una famosa firma de ingenieros, y además un ingeniero considerado de primera categoría.
—Desde luego, no hay nada que yo ignore del lado práctico. Me he abierto camino desde abajo.
Lord Mayfield habló con el ceño fruncido.
—¡Oh! —exclamó Poirot —. ¡He sido un tonto... pero qué tonto!
El otro le miró.
—No le entiendo, Monsieur Poirot.
—Es que acabo de encajar otra pieza del rompecabezas. Algo que no había visto hasta ahora... Pero encaja. Sí, encaja con una precisión maravillosa.
Lord Mayfield le miró asombrado. Pero Poirot movió la cabeza con una ligera sonrisa.
—No, no, ahora no. Tengo que ordenar mis ideas con más claridad.
Se puso en pie.
—Buenas noches, lord Mayfield. Creo que sé dónde están esos planos. Lord Mayfield exclamó en el acto:
—¿Que lo sabe? ¡Entonces, recuperémoslos en seguida!
—No. —Poirot negó con la cabeza—. No se lo aconsejo. La precipitación podría resultar fatal. Pero déjelo en manos de Hércules Poirot.
Y dicho esto salió de la habitación. Lord Mayfield se encogió de hombros.
—Este hombre es un charlatán —murmuró. Y recogiendo sus papeles, apagó la luz y se marchó a acostarse.

Capítulo Sexto
Si ha habido un robo, ¿por qué diablos lord Mayfield no avisa a la policía? —preguntó Reggie Carrington, apartando ligeramente su silla de la mesa donde se desayunaba.
Fue el último en bajar. Sus anfitriones, mistress Macatta y sir George habían terminado de desayunar hacia bastante rato, y su madre y mistress Vanderlyn lo iban a hacer en la cama. Sir George, repitiendo su declaración sobre lo convenido entre lord Mayfield y Hércules Poirot, tuvo la sensación de que no lo hacía tan bien como debiera.
—Me parece muy extraño que haya enviado a buscar a un extranjero desconocido —decía Reggie—. ¿Qué es lo que han robado, papá?
—No lo sé exactamente, hijo mío.
Reggie se puso en pie. Aquella mañana estaba bastante nervioso y excitado.
—¿Algo importante? ¿Algún... documento, o algo por el estilo?
—Reggie, la verdad es que no puedo decírtelo exactamente.
—¿Se lleva muy en secreto? Ya comprendo. Reggie subió corriendo la escalera... se detuvo a la mitad con el ceño fruncido, luego continuó subiendo, y fue a llamar a la puerta de la habitación de su madre, la cual le dio permiso para entrar.
Lady Julia se hallaba sentada en la cama, trazando garabatos en el reverso de un sobre.
—Buenos días, querido. —Alzó los ojos, y al ver su expresión agregó—: Reggie, ¿ocurre algo?
—No mucho, pero parece ser que anoche se cometió un robo.
—¿Un robo? ¿Y qué se llevaron?
—Oh, no lo sé. Lo llevan muy en secreto. Abajo hay una especie de detective privado interrogando a todo el mundo.
—¡Es raro!
—Y bastante desagradable encontrarse en la casa cuando ocurre una cosa así —replicó Reggie. —¿Qué ha ocurrido exactamente?
—Lo ignoro. Fue algo después de que todos nos acostásemos. ¡Cuidado, mamá, vas a tirar la bandeja!
Y levantando la bandeja del desayuno la llevó a una mesita junto a la ventana.
—¿Robaron dinero?
—Ya te he dicho que no lo sé.
—Supongo que ese detective estará interrogando a todo el mundo —dijo lady Julia.
—Supongo.
—¿Dónde estuvimos? Y toda esa clase de preguntas.
—Probablemente. Bueno, yo no puedo decirle gran cosa. Me fui derecho a la cama y me dormí en seguida. Lady Julia no contestó.
—Oye, mamá; supongo que no podrás prestarme algo de dinero. Estoy sin un céntimo.
—No, no puedo —replicó la madre en tono resuelto—. Yo también estoy mal de fondos y además en deuda. No sé lo que dirá tu padre cuando se entere.
Golpearon con los nudillos en la puerta y entró sir George.
—Ah, estás aquí, Reggie. ¿Quieres ir a la biblioteca? Monsieur Hércules Poirot quiere verte. Poirot acababa de interrogar a mistress Macatta. Sus breves y concisas respuestas le informaron de que mistress Macatta había ido a acostarse antes de las once y que no oyó nada que pudiera servirle de ayuda.
El detective, desviándose del tema del robo, tocó cuestiones más personales. Dijo que sentía una gran admiración por lord Mayfield y que como personaje de la política en general le consideraba un gran hombre. Claro que mistress Macatta, conociéndole como le conocía, debía apreciarle mucho más que él.
—Lord Mayfield tiene inteligencia —concedió mistress Macatta—. Y su carrera se la debe únicamente a él mismo. No debe nada a la influencia hereditaria. Tal vez carezca de imaginación.
En eso todos los hombres se parecen. Les falta la liberalidad de la imaginación femenina. Las mujeres, Monsieur Poirot, serán la gran fuerza del gobierno dentro de diez años. Poirot repuso que estaba seguro de ello. Inició el tema de mistress Vanderlyn. ¿Era cierto, como le habían insinuado, que ella y lord Mayfield eran íntimos amigos?
—De ninguna manera. Si he de decirle la verdad, me sorprendió muchísimo encontrarla aquí.
Poirot la invitó a que le diera su opinión acerca de mistress Vanderlyn.
—Es una de esas mujeres completamente inútiles, Monsieur Poirot. ¡Esas mujeres desacreditan nuestro sexo! ¡Es un parásito del principio al fin!
—¿La admiran los caballeros?
—¡Hombres! —mistress Macatta pronunció la palabra con desprecio—. Los hombres siempre se dejan conquistar por un físico atractivo. Por ejemplo, ese joven Reggie, enrojeciendo cada vez que ella le dirigía la palabra. Y el modo tan estúpido con que ella le halagaba... elogiando su juego... que, la verdad, distaba mucho de ser brillante.
—¿No es un buen jugador de bridge?
—Anoche cometió toda clase de equivocaciones.
—Lady Julia juega muy bien, ¿verdad?
—Demasiado bien, en mi opinión —replicó mistress Macatta—. En ella es casi una profesión. Juega mañana, tarde y noche.
—¿A mucho cada apuesta?
—Sí, muchísimo más de lo que a mí me gusta. La verdad, no lo considero bien.
—¿Gana mucho dinero en el juego?
—Ella confía en pagar sus deudas de este modo —dijo mistress Macatta—. Pero he oído decir que últimamente ha tenido una mala racha.
Poirot, cortando la charla, envió a buscar a Reggie Carrington.
Observó al joven con sumo cuidado cuando entró en la habitación... la boca feble disimulada bajo una sonrisa encantadora, la barbilla huidiza, los ojos separados y la frente estrecha. Conocía muy bien el tipo de Reggie Carrington.
—¿Míster Reggie Carrington?
—Sí. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Dígame solamente lo que pueda acerca de la velada de anoche.
—Bien, veamos... estuvimos jugando al bridge... en el salón. Luego subí a acostarme.
—¿Qué hora sería?
—Poco antes de las once. Supongo que el robo tendría lugar poco después de esa hora.
—Sí, después. ¿No vio usted ni oyó nada?
Reggie movió la cabeza pesaroso.
—Me temo que no. Fui directamente a mi habitación. Y tengo un sueño muy profundo.
—¿Fue directamente del salón a su dormitorio y permaneció allí hasta la mañana?
—Eso es.
—Es curioso... —dijo Poirot.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Reggie, excitado.
—Por ejemplo, ¿no oyó... un grito?
—No.
—Ah, muy curioso.
—Escuche, no sé a qué se refiere.
—¿Quizás es usted un poco sordo?
—En absoluto.
Los labios de Poirot se movieron. Es posible que repitiera la palabra «curioso» por tercera vez. Luego dijo:
—Bien, gracias, míster Carrington. Eso es todo.
Reggie se puso en pie con ademán poco resuelto. —¿Sabe? —dijo—. Ahora que usted lo dice, creo que oí algo de eso.
—Ah, ¿oyó usted algo?
—Sí, pero comprenda, estaba leyendo un libro... una novela policíaca... y yo... bueno... no le di importancia.
—¡Ah! —replicó Poirot con el rostro impasible —, una explicación muy satisfactoria.
Reggie seguía vacilando y al fin se dirigió lentamente hacia la puerta, donde se detuvo para preguntar:
—Oiga, ¿qué es lo que robaron?
—Algo de mucho valor, míster Carrington. Es todo lo que puedo decirle.
—¡Oh! —exclamó Reggie antes de salir.
Poirot asintió con la cabeza.
—Esto encaja —murmuró—. Encaja perfectamente.
Y haciendo sonar el timbre preguntó con toda cortesía si mistress Vanderlyn se había levantado ya.

Capítulo Séptimo
Mistress Vanderlyn estaba radiante cuando entró en la biblioteca. Vestía un traje deportivo muy bien cortado, de tejido grueso, que hacía resaltar los cálidos reflejos de sus cabellos, y acomodándose en una butaca sonrió al hombrecillo que tenía enfrente.
Por un instante aquella sonrisa demostró... triunfo, o tal vez fuese sólo burla. Desapareció casi inmediatamente, pero Poirot lo encontró muy interesante.
—¿Ladrones? ¿Anoche? ¡Pero qué horror! Pues no, no oí absolutamente nada. ¿Y la policía? ¿No puede hacer algo?
—Comprenda, madame; es un asunto que debe llevarse con la mayor discreción.
—Naturalmente, Monsieur Poirot... Yo no diré ni una palabra. Soy una gran admiradora de lord Mayfield e incapaz de hacer nada que le cause la más ligera molestia.
Cruzó las piernas y balanceó su zapato de piel color castaño en la punta de uno de sus pies.
—Dígame si hay algo en que pueda servirle.
—Se lo agradezco, madame. ¿Jugó al bridge anoche en el salón?
—Sí.
—Tengo entendido que después las señoras subieron a acostarse.
—Así es.
—Pero alguien regresó en busca de un libro. ¿Fue usted, verdad, mistress Vanderlyn?
—Sí... fui la primera en regresar.
—¿Qué quiere decir? ¿La primera? —preguntó Poirot, extrañado.
—Yo regresé en seguida —explicó mistress Vanderlyn—. Luego subí y llamé a mi doncella, pero tardaba en acudir. Volví a llamar, y luego salí al pasillo. Oí su voz y la llamé. Después me estuvo cepillando el pelo y la despedí. Estaba nerviosa, sobresaltada y enredó el cepillo en mis cabellos un par de veces. Fue entonces, cuando acababa de despedirla, que vi a lady Julia que subía la escalera. Me dijo que también ella había ido a buscar un libro. Es curioso, ¿verdad?
—Dígame, madame. ¿Y no oyó gritar a su doncella?
—Pues sí; oí algo por el estilo.
—¿Le preguntó de qué se trataba?
—Sí. Me dijo que creyó ver una figura blanca flotando en el aire... ¡qué tontería!
—¿Qué vestido llevaba anoche lady Julia?
—Oh, creo que... sí, ya recuerdo. Llevaba un traje de noche blanco. Claro, eso lo explica todo. Debió verla en la oscuridad y le pareció una sombra blanca. Estas chicas son tan supersticiosas...
—¿Su doncella lleva mucho tiempo con usted, madame?
—Oh, no. —Mistress Vanderlyn abrió mucho los ojos—. Sólo cinco meses.
—Quisiera verla, si no le importa, madame...
—Desde luego que no —dijo con bastante frialdad.
—Comprenda, me gustaría interrogarla.
—Oh, sí.
Y de nuevo sus ojos volvieron a brillar divertidos.
Poirot, puesto en pie, se inclinó.
—Madame —dijo—, tiene usted en mí a un ferviente admirador.
—¡Oh, Monsieur Poirot, qué amable es usted! Pero ¿por qué?
—Madame, está usted tan segura de sí misma...
Mistress Vanderlyn sonrió indecisa.
—Quisiera saber si debo considerarlo un cumplido.
—Tal vez sea una advertencia... para no hacer frente a la vida con demasiada arrogancia —dijo Poirot.
Mistress Vanderlyn rio ya más segura, y poniéndose en pie alzó una mano.
—Querido Monsieur Poirot, le deseo toda clase de éxitos. Gracias por todas las cosas amables que me ha dicho.
Y mientras salía, Poirot murmuró para sí:
—¿Me desea éxito? ¡Ah, pero está muy segura de que no voy a alcanzarlo! Sí, muy segura está. Y eso me preocupa.
Con cierta petulancia tiró de la campanilla y preguntó si podían enviarle a madeimoselle Leonie.
Sus ojos la miraron apreciativamente cuando hizo acto de presencia y se detuvo vacilante en la puerta... con su vestido negro, sus cabellos negros peinados hacia atrás en suaves ondas y los ojos bajos, en actitud modesta.
—Pase, madeimoselle Leonie —la invitó—. No tenga miedo. Ella entró al fin, deteniéndose ante él. —¿Sabe que la encuentro muy bonita? —dijo Poirot en un cambio de tono repentino.
Leonie respondió en el acto, dirigiendo una rápida mirada de soslayo al tiempo que murmuraba suavemente:
—Monsieur es muy amable.
—Figúrese usted —continuó Poirot—. Le pregunté a míster Carlile si era usted bonita y me contestó que no lo sabía. Leonie alzó la barbilla con gesto desdeñoso.
—¡Esa estatua!
—Lo ha descrito muy bien.
—Yo creo que ése no ha mirado a una chica en su vida.
—Probablemente no. Es una lástima. No sabe lo que se ha perdido. Pero hay otras personas en la casa que son más amables, ¿no es cierto?
—La verdad, no sé a qué se refiere, Monsieur.

—Oh, sí, mademoiselle Leonie, lo sabe muy bien. Bonita historia la que contó anoche de que había visto un fantasma. Tan pronto como supe que estaba usted de pie con las manos en la cabeza, comprendí que no se trataba de ningún fantasma. Cuando una chica se asusta, se lleva las manos al corazón o a la boca para ahogar un grito, pero si las tiene en la cabeza, significa algo muy distinto. Significa que sus cabellos se han alborotado y que trata apresuradamente de acomodarlos. Ahora, mademoiselle, sepamos la verdad. ¿Por qué gritó en la escalera?

—Pero, Monsieur, es cierto que vi a una figura alta toda vestida de blanco...

—Mademoiselle, no insulte a mi inteligencia. Esa historia pudo ser lo bastante buena para míster Carlile, pero no lo es para Hércules Poirot. La verdad es que acababan de besarla, ¿no? Y me parece adivinar que fue el joven Reggie quien la besó.

—Eh bien? —preguntó—. ¿Qué es un beso, después de todo?

—Desde luego —dijo Poirot, galante. —Comprenda, el señorito subió detrás de mí y me cogió por la cintura... y por eso, naturalmente, me asusté y grité. Si lo hubiera sabido... bueno, claro que no hubiese gritado.

—Claro —convino Poirot.

—Pero llegó hasta mi como un gato. Luego se abrió la puerta del despacho, el señorito se escapó escaleras arriba y yo me quedé como una tonta ante Monsieur le secrétaire. Tenía que decir algo... especialmente a... —concluyó la frase en francés— un jeune homme comme ça, tellement comme il faut!

—¿De modo que inventó lo del fantasma?

—Cierto, Monsieur; fue lo único que se me ocurrió. Una figura alta toda vestida de blanco y que flotaba en el aire. ¡Es ridículo! Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Nada. Ahora todo está explicado. Desde el principio tenía mis sospechas.

Leonie le dirigió una mirada provocativa.

—Monsieur es muy listo y muy simpático.

—Y puesto que yo no voy a causarle ninguna violencia por este asunto, ¿querrá hacer algo por mí a cambio?

—Con mucho gusto, Monsieur.

—¿Qué sabe usted de los asuntos de su señora?

La muchacha se encogió de hombros.

—No mucho, Monsieur. Claro que tengo mis ideas.

—¿Y cuáles son?

—Bueno, no me ha pasado por alto que todos los amigos de madame son siempre militares, marinos o aviadores. Y luego tiene otra clase de amigos... caballeros extranjeros que algunas veces vienen a verla con mucho sigilo. Madame es muy bonita, aunque no creo que lo sea por mucho tiempo. Los jóvenes la encuentran muy atractiva. Creo que algunas veces hablan demasiado. Pero son sólo ideas mías. Madame no confía en mí.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho, que madame obra por su cuenta?

—Eso es, Monsieur.

—En otras palabras, no puede ayudarme.

—Me temo que no, Monsieur. Lo haría si pudiera.

—Dígame, ¿su señora está hoy de buen humor?

—Desde luego que si, Monsieur.

—¿Ha ocurrido algo que la ha halagado?

—Desde que vinimos aquí ha estado muy contenta.

—Bien, Leonie, usted debe saberlo.

—Sí, Monsieur —replicó la joven confidencialmente—. No puedo equivocarme. Conozco todos los estados de ánimo de madame, y está contenta.

—¿Y triunfante?

—Ésa es precisamente la palabra, Monsieur.

—Lo encuentro... algo difícil de soportar—asintió Poirot con pesar—. No obstante, me doy cuenta de que es inevitable. Gracias, mademoiselle; eso es todo. Leonie le dirigió una mirada atrevida.

—Gracias, Monsieur. Si encuentro a Monsieur en la escalera le aseguro que no gritaré.

—Hija mía —replicó Poirot muy digno—, mi edad es bastante avanzada. ¿Qué tengo yo que ver con esas frivolidades? Mas, con una risita coqueta, Leonie se marchó al fin. Poirot anduvo de un lado a otro de la estancia con rostro grave y preocupado.

—Y ahora —dijo— le toca el turno a lady Julia. ¿Qué me dirá?, me pregunto yo.

Lady Julia penetró en la estancia con aire tranquilo y seguro, e inclinándose graciosamente aceptó la silla que Poirot adelantó.

—Lord Mayfield dice que usted desea hacerme algunas preguntas...

—Sí, madame. Es con respecto a lo de anoche.

—¿Sí?

—¿Qué ocurrió después de que hubieron terminado la partida de bridge?

—Mi esposo creyó que era demasiado tarde para comenzar otra y fui a la cama.

—¿Y luego?

—Me dormí.

—¿Eso es todo?

—Sí. Me temo que no podré decirle nada de interés. ¿Cuándo tuvo lugar el... —vacilaba— el robo?

—Poco después de que usted subiera a quedarse en su habitación.

—Ya; ¿y qué fue lo que se llevaron?

—Algunos papeles privados, madame.

—¿Importantes?

—Muy importantes.

Frunció ligeramente el ceño y luego dijo:

—¿Eran... de algún valor?

—Si, madame, valían mucho dinero.

Ya.

Hubo una pausa y al cabo Poirot preguntó:

—¿Y qué me dice de su libro, madame?

—¿Mi libro? —levantó hasta él sus ojos asombrados.

—Si. Tengo entendido, según mistress Vanderlyn, que algún tiempo después de que las tres señoras se retirasen, usted volvió a bajar en busca de un libro.

—Sí, claro, eso hice.

—De manera que en realidad usted no fue directamente a su habitación para acostarse, sino que regresó al salón.

—Sí, es cierto. Lo había olvidado.

—Mientras estuvo en el salón, ¿oyó gritar a alguien?

—No..., sí..., no creo.

—Asegúrese, madame. Realmente tuvo que oír el grito, desde el salón.

Lady Julia, echando la cabeza hacia atrás, replicó con firmeza:

—No oí nada.

Poirot enarcó las cejas, aunque no replicó. El silencio se fue haciendo insoportable, y lady Julia preguntó de pronto:

—¿Qué es lo que se ha hecho?

—¿Hecho? No lo comprendo, madame.

—Me refiero al robo. Sin duda la policía debe estar haciendo algo.

Poirot movió la cabeza.

—La policía no ha sido avisada. Yo soy el encargado de esclarecer el caso.

Ella le miró con el rostro tenso y demacrado. Sus ojos oscuros y penetrantes parecían taladrarle. Al fin los bajó..., vencida.

—¿No puede decirme lo que está haciendo?

—Sólo puedo asegurarle, madame, que no voy a dejar piedra por remover...

—¿Para coger al ladrón... o... para recuperar los papeles?

—Lo principal es que aparezcan, madame.

—Sí —dijo en tono indiferente—. Supongo que lo es.

Hubo otra pausa.

—¿Alguna cosa más, Monsieur Poirot?

—No, madame. No quiero entretenerla más.

—Gracias.

Se adelantó para abrirle la puerta, que ella atravesó sin dirigirle siquiera una mirada.

Poirot regresó junto a la chimenea y distraídamente arregló la disposición de los objetos que había sobre la repisa. Estaba todavía allí cuando lord Mayfield entró por la puertaventana.

—¿Qué tal? —saludó el recién llegado.

—Creo que todo marcha bien. Los acontecimientos van tomando forma como era de esperar. Lord Mayfield preguntó, mirándole de hito en hito:

—¿Está usted satisfecho?

—No, no lo estoy pero sí contento.

—La verdad, Monsieur Poirot, no puedo entenderle.

—No soy tan charlatán como usted cree.

—Yo nunca he dicho...

—¡No, pero lo ha pensado! No importa. No estoy ofendido. A veces tengo que adoptar cierta «pose».

Lord Mayfield le miraba con cierta desconfianza. Hércules Poirot era un hombre incomprensible. Deseaba despreciarle, pero algo le advertía de que aquel hombrecillo ridículo no era tan inútil como parecía. Charles McLaughlin siempre fue capaz de reconocer a un hombre resuelto en cuanto lo veía.

—Bien —le dijo—, estamos en sus manos. ¿Qué me aconseja que haga ahora?

—¿Puede librarse de sus invitados?

—Creo que será posible arreglarlo... Podría decir que tengo que regresar a Londres para resolver este asunto, y tal vez se decidan a marcharse.

—Muy bien. Trate de arreglarlo así.

—¿No cree usted...?

—Estoy completamente seguro de que éste es el mejor camino.

Lord Mayfield se encogió de hombros.

—Bien, si usted lo dice...


Capítulo Octavo

Los invitados se marcharon después de comer. Mistress Vanderlyn y mistress Macatta se fueron en tren y los Carrington en su automóvil. Poirot se encontraba en el recibidor en el momento en que mistress Vanderlyn dedicaba a su anfitrión una encantadora despedida.

—Estoy apenadísima por verle tan angustiado. Espero que todo se aclare satisfactoriamente. Le aseguro que no diré una palabra.

Y tras estrecharle la mano se dirigió hacia donde esperaba el Rolls que había de llevarla a la estación. Mistress Macatta ya estaba en su interior y su adiós fue breve y poco expresivo.

De pronto, Leonie, que estaba sentada junto al chofer, saltó del coche y regresó corriendo al recibidor.

—Hemos olvidado el neceser de madame —explicó. Hubo una búsqueda apresurada. Al fin lord Mayfield lo descubrió junto a la sombra que proyectaba un antiguo arcón de roble. Leonie lanzó un gritito de alegría al ver el elegante maletín de tafilete verde. Lord Mayfield se acercó al automóvil. —Lord Mayfield —mistress Vanderlyn le alargó una carta—. ¿Le importaría echarla al correo? Tenía intención de hacerlo en la ciudad, pero estoy segura de que me olvidaré. Las cartas suelen quedarse días y días en mi bolso.

Sir George jugueteaba con su reloj, lo abría y lo cerraba. Su manía era la puntualidad.

—Tienen el tiempo Justo —murmuró—, muy justo. Como no se den prisa perderán el tren... Su esposa exclamó, irritada:

—Oh, no empieces, George. ¡Al fin y al cabo, es su tren, no el nuestro! Él le dirigió una mirada de reproche.

El Rolls se puso en marcha.

Reggie detuvo el Morris de los Carrington delante de la puerta principal.

—Todo listo, papá —dijo.

Los criados empezaron a cargar en el coche el equipaje de los Carrington, y Reggie estuvo supervisando la operación. Poirot observaba desde la entrada.

De pronto sintió que le cogían de un brazo y la voz de lady Julia le dijo en un susurro nervioso:

—Monsieur Poirot... Tengo que hablar con usted... en seguida.

Y arrastrándole hasta una pequeña salita, cerró la puerta y se aproximó a él.

—¿Es cierto lo que usted dijo... que el descubrimiento de los papeles es lo que importaba a lord Mayfield? Poirot la miró extrañado.

—Es cierto, madame.

—Si esos papeles fueran devueltos a usted, ¿se los entregaría a lord Mayfield sin hacer preguntas? —No estoy seguro de haberla entendido bien.

—¡Debe hacerlo! ¡Estoy segura de que me entiende! Le pregunto si el ladrón permanecerá en el anonimato si le devuelven los papeles.

—¿Y cuándo sería eso, madame?

—Antes de doce horas.

—¿Puede prometerlo?

—Sí.

Y como él no respondiera, repitió con prisa:

—¿Me garantiza que no habrá escándalo?

Poirot repuso entonces con gravedad:

—Sí, madame. Se lo garantizo.

—Entonces todo puede arreglarse.

Y salió bruscamente de la habitación. Momentos después, el detective oyó arrancar el coche.

Cruzó el recibidor y fue al despacho. Allí estaba lord Mayfield, que alzó los ojos al entrar Poirot.

—¿Y bien? —dijo.

Poirot extendió las manos.

—El caso está terminado, lord Mayfield.

—¿Qué?

Poirot le repitió palabra por palabra la escena que acababa de haber entre él y lady Julia. Lord Mayfield le contempló estupefacto.

—Pero ¿qué significa esto? No lo comprendo.

—Está bien claro, ¿verdad? Lady Julia sabe quién robó los planos.

—¿No querrá decir que los cogió ella misma?

—Desde luego que no. Lady Julia puede que sea jugadora, pero no es una ladrona. Pero si se ofrece a devolverlo será porque debieron cogerlos su esposo o su hijo. Ahora bien, George Carrington estaba en la terraza con usted. De modo que sólo queda el hijo. Creo poder reconstruir con bastante exactitud lo ocurrido la noche pasada. Lady Julia fue anoche a la habitación de su hijo y la halló vacía. Bajó a buscarle, pero no pudo encontrarle. Esta mañana se entera del robo y también de que su hijo ha declarado que fue directamente a su habitación y ya no volvió a salir. Ella sabe que eso no es cierto, y otras muchas cosas de su hijo: que es débil y está necesitado de dinero. Ha observado la admiración que siente por mistress Vanderlyn y cree verlo todo claro. Mistress Vanderlyn ha convencido a Reggie para que robe los planos, y ella resuelve representar también su papel. Hablará con Reggie, para arrebatarle los papeles y devolverlos.

—Pero todo eso es imposible —exclamó lord Mayfield.

—Sí, lo es, pero lady Julia lo ignora. Ella no sabe que yo, Hércules Poirot, sé que el joven Reggie Carrington no robó los planos anoche, sino que estaba galanteando a la doncella francesa de mistress Vanderlyn.

—¡Todo esto es agua de borrajas!

—Exacto.

—¡Y el asunto no está terminado ni mucho menos!

—Sí, lo está. Yo, Hércules Poirot, sé la verdad. ¿No me cree? Ayer tampoco me creyó cuando le dije que sabía dónde estaban los planos. Pero lo sé. Estaban muy cerca de nosotros.

—¿Dónde?

—Estaban en su bolsillo, milord.

Hizo una pausa y al final dijo lord Mayfield:

—¿Sabe lo que está diciendo, Monsieur Poirot?

—Sí. Sé que estoy hablando con un hombre inteligente. En primer lugar me extrañó que usted, que confesaba ser corto de vista, insistiera tanto en decir que había visto a una persona salir por la puertaventana. Usted deseaba que aquella solución tan conveniente... fuese aceptada. ¿Por qué? Más tarde fui eliminando a todos los demás, uno por uno. Mistress Vanderlyn estaba arriba, sir George en la terraza con usted, Reggie Carrington con la doncella en la escalera, y mistress Macatta en su dormitorio. (Está junto a la habitación del ama de llaves, ¡y mistress Macatta roncaba!) Es cierto que lady Julia estaba en el salón; pero creía firmemente en la culpabilidad de su hijo. De modo que sólo quedaban dos posibilidades: o bien Carlile no puso los papeles en el escritorio, sino en su propio bolsillo (lo cual no es razonable, puesto que, como usted indicó, pudo haber sacado copia de ellos), o bien... los planos estaban encima de su mesa cuando usted se acercó a ella, y el único lugar en donde podían estar era en su bolsillo. En ese caso todo quedaba aclarado: su insistencia en asegurar haber visto a alguien, en defender la inocencia de Carlile y su aversión a que me llamaran.

»Una cosa me interesaba... el móvil. Estaba convencido de que usted era un hombre honrado... íntegro. Lo cual se demostraba en su esfuerzo para que no recayeran las sospechas sobre ninguna persona inocente. También es evidente que el robo de los planos podía afectar su carrera desfavorablemente. Entonces, ¿por qué este robo absurdo? La crisis de su carrera, años atrás, las seguridades dadas al mundo por el primer ministro de que usted no estaba en negociaciones con la potencia en cuestión... Supongamos que no fuese estrictamente cierto, que hubiera quedado algo... tal vez una carta... que demostrase que sí había hecho lo que negara públicamente. Semejante negativa fue necesaria en interés de la política. Pero es dudoso que el hombre de la calle lo comprendiera así. Podría significar que en el momento en que pusieran en sus manos el poder supremo, algún estúpido eco del pasado lo destruyera todo.

»Sospecho que esa carta ha sido puesta en manos de cierto gobierno, y que este gobierno se ha ofrecido para negociar con usted... La carta a cambio de los planos de la nueva bomba. Algunos hombres se hubieran negado. ¡Usted... no! Se avino a ello. Mistress Vanderlyn era el agente encargado del asunto. Vino aquí, de acuerdo con usted, para efectuar el cambio. Se descubrió usted al decir que no tenía ningún plan definido para atraparla. Esa confesión convirtió en una débil excusa sus motivos para haberla invitado.

»Usted preparó el robo. Simuló ver un ladrón en la terraza... para dejar a Carlile fuera de sospecha. Aún sin que hubiera salido de la habitación, el escritorio está tan cerca de la puertaventana que el ladrón pudo coger los planos mientras Carlile estaba trasteando en la caja fuerte, de espaldas a la puertaventana. Usted fue hasta el escritorio, cogió los planos y los escondió en su bolsillo hasta el momento en que, según el plan dispuesto de antemano, los deslizó en el neceser de mistress Vanderlyn. A cambio, ella le entregó la carta falsa disfrazada de misiva que había de echar al correo. Poirot hizo una mueca. Lord Mayfield confesó:

—Su conocimiento es muy completo, Monsieur Poirot; debe considerarme un verdadero truhan. Poirot hizo un gesto rápido.

—No, no, lord Mayfield. Como ya le dije, creo que es usted un hombre muy inteligente. Lo comprendí anoche de pronto mientras hablábamos. Es usted un ingeniero de primera fila. Creo que en las especificaciones de esa bomba pudieron hacerse algunas alteraciones tan hábiles que será muy difícil descubrir por qué no tiene el éxito que debiera. Cierta potencia extranjera descubrirá que el modelo es un fracaso... cosa que estoy seguro de que habrá de decepcionarles. De nuevo se hizo un silencio... roto al fin por lord Mayfield.

—Es usted demasiado listo, Monsieur Poirot. Sólo le pido que crea una cosa. Tengo fe en mí mismo. Creo ser el hombre que Inglaterra necesita para guiarle a través de la crisis que preveo. De no creer honradamente que mi país me necesita para dirigir la nave del gobierno, no hubiera hecho lo que hice... quedar bien con las dos partes... y salvarme del desastre por medio de un juego hábil.

—¡Cielos! —repuso Poirot—. ¡Si no supiera cómo quedar bien con las dos partes, no podría usted ser político!

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FIN






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