miércoles, 27 de noviembre de 2024

Leer en el móvil el relato Medra de Tanith Lee

Medra 
Tanith Lee



CAPÍTULO 1
En el corazón de una ciudad abandonada y medio en ruinas, un viejo hotel se alzaba ochenta y nueve pisos hacia el despejado cielo vespertino. Esto no lo convertía forzosamente en la estructura más alta que quedaba en la urbe, que había sido una metrópolis muy moderna; muchas de sus construcciones alcanzaban grandes alturas. Pero como resultaba que, por diversos motivos, varios de los bloques que rodeaban la plaza del hotel se habían desplomado, ahora, el escalonado edificio blanco —semejante a una tarta de bodas colosal— se divisaba desde casi cualquier mirador de la ciudad; y a kilómetros de distancia, desde más allá de las llanuras secas y polvorientas del planeta que se extendían a lo lejos, se atisbaba el hotel.
En este planeta, el atardecer se prolongaba varias horas y era hermosísimo. El perfil del hotel parecía suavizarse bajo la luz rosada y vaporosa. Las guirnaldas y ramilletes de su ornamentación, desgastados por el viento largo tiempo atrás, se habían convertido con los años en nidos de grandes lagartos trepadores, que emergían durante las horas de la puesta del sol y trepaban arriba y abajo por el cuerpo principal del edificio, por entre las ventanas vacías que daban a habitaciones desocupadas. Sus corazas doradas centellaban, sus rostros gargoleños oteaban más allá de las vistas de la ciudad, cuyos altos bloques abandonados les respondían con sus propios destellos áureos. Los enormes saurios no eran tan tontos como para confundir esos rascacielos con seres vivos. La única criatura viva, aparte de ellos mismos y de los pájaros blancos y esqueléticos que muy de tarde en tarde sobrevolaban el lugar, habitaba en la planta ochenta y nueve. A veces, los lagartos la veían moverse entre dos capas de cristal y, a veces, las vibraciones de maquinaria o música bajaban desde los pisos altos y las piedras se estremecían, y los reptiles, aferrados a los muros, temblaban, mientras escuchaban con sus orejas de abanico giratorias.
Medra vivía en el piso ochenta y nueve. Se la podía ver a menudo al otro lado de ese vano acristalado: una joven terrestre, a tenor de su apariencia, el cabello azabache por la cintura. Tenía un porte clásico, un porte tranquilo y circunspecto. Durante gran parte del día y, con frecuencia, durante largos períodos nocturnos, permanecía sentada o tendida en quietud total. No parecía moverse, ni un temblor en un dedo ni una palpitación en un párpado. Tan solo se conseguía advertir, tras un examen concienzudo, que respiraba.
En tales ocasiones, que llegaban a ocupar una media de tal vez veintisiete de cada treinta y seis horas del período día-noche del planeta, Medra, mientras yacía inmóvil, experimentaba curiosos estados mentales. Viajaba, con la mente, a una multiplicidad de geografías, físicas y no físicas, por encima de las montañas, por las profundidades de los océanos, incluso a través de galaxias o por entre ellas. Había cruzado la periferia llameante de estrellas y los confines gélidos del espacio donde flotaban los mundos más remotos, diminutos cual gotitas de humedad en las ventanas de sus aposentos. Medra encontraba una variedad infinita de criaturas por los caminos de sus viajes mentales. Criaturas de tierra, mar y aire, y del vacío entre soles. Ciudades y otros túmulos evolucionaban y desaparecían con la misma facilidad de los bosques y cultivos que parecían venírsele encima antes de quedar atrás. Medra tenía la sensación de que todas estas visiones la incumbían y abarcaban. De que entretejía algo en ellas, una parte de sí misma, si es que en realidad no las creaba y, por ende, ella misma era parte de su propio tapiz y de ellas. Las tejía con amor, sin ningún miedo, y cuando quedaban atrás, sentía una ligera y momentánea punzada de pérdida. Pero tan solo un instante. Hasta que no se despertaba no la afligía un verdadero desconsuelo.
Sus ojos se abrían. Ella miraba en derredor y al cabo se levantaba y caminaba por su apartamento, que los mecanismos del hotel mantenían impecable para ella.
Todas las estancias eran cómodas, y dos o tres, elegantes. En uno de los laterales del edificio había un invernadero en saledizo, con paredes de cristal de colores. Inmensas plantas florecían y daban fruto. El hotel también disponía de una sala de baños con una pila de mármol encastrada en el suelo, en la que se podía nadar. La literatura y la música, el arte y el teatro de numerosos mundos estaban copiosamente representados. A Medra le bastaba pulsar un botón para que le sirvieran comida exquisita —en su día, el establecimiento había gozado de renombre en veinte sistemas solares— llegada de los abismos que se abrían por debajo de esa planta.
Ella jamás descendía a los pisos inferiores. Años atrás, sí que acostumbraba a bajar de tanto en tanto. Caminaba por los polvorientos lechos de las calles o tomaba alguno de los pequeños aerodeslizadores para serpentear entre las fachadas, dejando atrás ventanas ciegas, por encima de puentes… antes de regresar de nuevo. Algunas noches se acomodaba ochenta y nueve pisos más abajo, en el ornamentado porche del hotel, disfrutando de cafés o sorbetes. Las estrellas desperdigadas abundantemente por el cielo del planeta fulguraban. Esclavas de los generadores, un puñado de luces aún animaba la ciudad tras desvanecerse el crepúsculo. Ella no se molestaba en fingir que la vida seguía adelante en esos lejanos edificios iluminados. A veces, uno de los lagartos se le acercaba con sigilo. Los animales eran prudentes, a pesar de su tamaño. Ella acariciaba a los que se aproximaban lo bastante y se lo permitían. Sin embargo, ellos no la necesitaban y, despierta, ella no los entendía.
Durante los últimos años, Medra se había quedado en lo alto de su torre. Abandonar su apartamento era una tontería. Ella lo había aceptado.
Pero de vez en cuando, al despertar, al abrir los ojos y sentir la pérdida, Medra lloraba. Estaba y se sentía sola. Notaba el dolor de esa soledad siempre, aunque cada vez de manera distinta: afilado como una cuchilla, pertinaz como una aguja, apagado como una magulladura a medio curar… «Estoy sola», decía. Al mirar desde las alturas abalconadas, veía los lagartos corriendo arriba y abajo sin cesar. Veía la ciudad y la nube de polvo lejana que marcaba las llanuras de más allá. Tejer en sus sueños era su solaz. Pero le resultaba insuficiente.
«Sola», dijo Medra con voz queda y trágica, y le volvió la espalda a la ventana.
De ahí que no viera una nueva chispa dorada que refulgía vivamente en el cielo vespertino, y la blanca pluma de vapor que trazaba en su trayectoria descendente.
*******
Jaxon posó su lanzadera a más o menos medio kilómetro de las afueras de la ciudad. Salió al prolongado atardecer armado hasta los dientes y, por la fuerza de la costumbre, activó el modo defensivo de los monitores de la nave. Casi con total seguridad que ahí fuera no había nada contra lo que defenderse. La nave nodriza había escaneado a fondo el planeta durante la aproximación.
Jaxon comenzó a caminar lentamente hacia la ciudad. Era un aventurero que arrendaba sus servicios cuando la paga era buena. Lo que lo había tentado a viajar a este lugar dado de lado, muy lejos de los mundos pioneros y de las rutas comerciales donde solía ganarse el sustento, había sido la connivencia con un capitán que trabajaba por libre, cuya nave estaba ahora estacionada en el cielo sobre él. Se habían conocido en un antro de la periferia de Lyra. Jaxon, su figura áurea, como siempre, aunque su dorado un tanto deslucido por la nariz ensangrentada y el ojo amoratado que se había ganado en la reciente pelea.
—Gracias por salvarme el pellejo. ¿Qué quieres?
El capitán le mostró un antiguo mapa estelar y señaló un planeta.
—¿Por qué? —quiso saber Jaxon.
El capitán se lo explicó. Por el momento no era más que una leyenda, pero las leyendas a veces conducen a hechos. Al parecer, un siglo atrás, una máquina de energía colosal había sido escondida en este pequeño mundo. La colonia planetaria fue evacuada sin demora bajo pretexto de actividad sísmica errática. Se abandonó toda una ciudad. Ya nadie iba allí. Fuera de las zonas transitadas y de los mapas modernos, el planeta había sido dejado de lado, había sido olvidado. Solo quedaba la leyenda de la máquina, que finalmente había salido a la luz.
Muy bien, Jaxon dio por hecho que el capitán deseaba que alguien (Jaxon) investigara. ¿De qué era capaz esa máquina? Seguro que contaba con medidas de protección, ¿cuáles eran?
—Se cree que se trata de un artefacto bélico. Por eso se deshicieron de él. Quien se lo apropie tendrá la sartén por el mango.
—Genial —replicó Jaxon con sarcasmo, mientras su sangre goteaba en la bebida cortesía del capitán.
—Ahora bien, todo podría quedar en agua de borrajas. Pero nos gustaría investigar el rumor, sin asomar demasiado la oreja.
—Conque, en lugar de la vuestra, queréis que yo asome la mía. —El capitán le informó pormenorizadamente de los honorarios. Jaxon se lo pensó. Y hasta que estuvo a bordo de la nave no volvió a preguntar—: Aún no me has proporcionado respuestas concretas a mis dos preguntas concretas. ¿De qué es capaz esta máquina? ¿Cómo está protegida?
—Bien. Es posible que esto sea una leyenda urbana. Se cuenta que es un destramador. —Que era como se llamaba corrientemente a algo que llevaba décadas siendo una pesadilla, que todos los gobiernos del Sistema Solar y de la galaxia condenaban, que, de todas maneras, no podía existir.
—¿Nombre por el cual nos estamos refiriendo a un DTR, a un destructor de materia reemplazada? —inquirió Jaxon.
—Sí. Y aquí viene lo más gracioso. Prepárate para partirte de risa. La única protección del puto cacharro es una mujer solitaria en un hotel blanco.
En el espacio abundaban las leyendas, que nacían en bares y regiones remotas, eran transportadas como semillas por las tripulaciones más desquiciadas, echaban raíces en mentes fértiles y, por lo general, brotaban y quedaban en nada. A Jaxon, empero, que había olfateado una cierta ansiedad subyacente al trato, le permitieron conocer a la larga toda la verdad. La historia de que el capitán trabajaba por libre era una estratagema. Los hilos de todo el asunto los manejaba el gobierno; la misión: localizar y destruir la máquina, de existir. Todo lo demás era una tapadera. Un pseudopirata que había salido a dar una vuelta, un aventurero de mala fama a la caza de un tesoro electrónico: a eso se reduciría todo. Si las potencias que habían escondido el artefacto se enteraban de su destino y organizaban un escándalo, el suceso no debía desembocar en una confrontación galáctica. Nadie monta una guerra porque un caco le haya desvalijado la casa.
—Otra posibilidad es que alguien se cargue al caco.
—O todo puede quedar en nada. Cuentos chinos. Mentiras. Una tormenta en un vaso de agua.
—¿Alguna vez has visto una tormenta en un vaso de agua? —preguntó Jaxon—. Yo sí. Una vez. Un truco que un tipo realizó una noche en un bar. Dejó el lugar hecho un cisco.
Cuando entró en la ciudad, Jaxon vio el hotel, enmarcado por las torres del puente que rozaban el cielo.
Jaxon se detuvo y lo observó, y pensó en la posibilidad de que allí hubiera una mujer que custodiase un dispositivo de caos DTR capaz, literalmente, de desgarrar la estructura de cualquier cosa: planetas, soles, el propio espacio… De haber algo de cierto, tendría que tratarse de un robot o un androide. Él contaba con su propio escáner, oculto en el sencillo anillo de oro que siempre llevaba. El artilugio le diría con exactitud, y a una distancia de cien metros del edificio, qué era ella, si existía.
Uno de los aerodeslizadores pasó flotando junto a él. Jaxon lo llamó con un gesto y montó. El vehículo lo llevó a toda velocidad hacia el extravagante y viejo hotel. Cuando se encontraba a sesenta metros de su regia fachada glaseada, Jaxon consultó el anillo, que le confirmó de inmediato que la mujer en efecto existía y, tal como Jaxon esperaba de él, qué era exactamente. Su nombre había sido inscrito en el registro planetario tiempo atrás; se llamaba Medra. No era un robot ni un androide, ni siquiera (de acuerdo con el análisis que tenía frente a él) había sido alterada biológicamente. Era una mujer joven. Tenía el cabello negro y voluminoso, piel ámbar pálido y ojos ámbar oscuro. Pesaba… «Un momento —dijo Jaxon—. Más importante, ¿algún implante?». Pero ni rastro de implantes. El vehículo ahora se hallaba a tan solo diez metros del edificio, y ascendía con suavidad por las plantas como un ascensor: sesenta, sesenta y nueve, setenta… «Repite la verificación», pidió Jaxon. Los lagartos clavaban en él sus ojos saltones cuando pasaba por su lado, pero él ya los había sometido a las comprobaciones pertinentes: había más de dos mil viviendo en el interior y en la fachada. Eran saurios, no agresivos, ligeramente inteligentes, inofensivos y de origen biológico. Un pájaro lo sobrevoló a unos cincuenta metros. «¡Y comprueba también eso!», ordenó con brusquedad mientras miraba con cara de malas pulgas a los lagartos. Pero no era más que un ave. Setenta y nueve, ochenta, ochenta y nueve… Y el coche se detuvo.
Jaxon contempló a la mujer llamada Medra. Estaba de pie tras una ventana, observándolo a través de una doble capa de cristal. Sus ojos, que eran soberbios, estaban abiertos de par en par.
Jaxon se inclinó hacia delante, sonrió y articuló en silencio: «¿Puedo entrar?».
*******
El hombre estaba hecho de oro. Piel dorada, ojos dorado amarillento, el vellocino de oro por cabello. Iba embutido en una especie de uniforme que también era de un brillante material leonado. Daba la impresión de que cegaría a quien lo mirara.
Medra se apartó de la ventana y pulsó el interruptor de apertura de la burbuja presurizada que cubría el balcón. El hombre pasó ágilmente del vehículo a la balaustrada, y de ahí a la terraza. La burbuja se cerró de nuevo. Medra dio en pensar que tal vez fuera mejor dejarlo ahí, atrapado e inofensivo, un espécimen interesante. Pero su presencia era demasiado poderosa, aparte de que el cristal interior era bastante frágil y fácil de romper. Permitió que el panel se levantara y el áureo Jaxon entró en la habitación.
*******
El surtido de tácticas para empezar la conversación era variado. Él ya había decidido cuál sería la más efectiva.
—Buenas tardes —saludó Jaxon.—. Tengo entendido que el nombre que te das a ti misma es Medra, Eme, e, de, erre, a. El mío suele ser Jaxon, jota, a, equis, o, ene. Aunque me han llamado otras cosas. ¡Qué suite tan preciosa! ¿El servicio del hotel sigue siendo bueno? Seguro que sí. Y el clima debe de ser agradable. ¿Qué tal te apañas con los lagartos? —Avanzó mientras hablaba. La mujer no retrocedió. Lo miró a los ojos y esperó. Él se detuvo a un par de pasos de ella—. ¿Y la máquina?, ¿dónde está?
—¿Qué maquina? Hay varias.
—Vamos, ya sabes a qué máquina me refiero. No a la que hace la cama, prepara la ensalada y enciende la música. No al ordenador de la ciudad que mantiene los coches en circulación, ni a los generadores que controlan las luces de las tiendas.
—No hay ninguna otra.
—Sí la hay. ¿Por qué si no estás aquí?
—¿Por qué estoy…? —Lo miró desconcertada.
Durante toda esta conversación, el anillo le había estado transmitiendo sus pequeñísimos impulsos a través de la piel, de la articulación del dedo, mensajes que hacía tiempo que él había aprendido a leer sobre la marcha y sin que se le notase. Ella no está mintiendo. Está conmocionada por su llegada, de ahí la frialdad de su reacción; las emociones terminarán por manifestarse. Su pulso reacciona ante esto y esto, ahora aumenta, se acelera. Pero no está mintiendo (¿entonces es que le han manipulado el cerebro para que no lo sepa?). Puede ser. El pulso se dispara, cada vez más y más rápido.
—… estoy aquí —prosiguió ella, y soltó una risita temblorosa— porque me quedé cuando los demás se fueron. Nada más. El núcleo del planeta es inestable. Nos dijeron que nos marchásemos. Pero yo opté por… permanecer aquí. Yo nací en este planeta. Y toda mi familia había muerto aquí. Mi padre fue el arquitecto que diseñó el hotel. Yo crecí en él. Cuando las naves partieron no me fui con ellos. No tenía dónde ir. No hay ningún otro mundo que tiemble. El hotel está estabilizado, aunque, a veces, algún otro edificio… Hace solo seis meses, uno de los bloques al otro lado de la plaza se desplomó… una columna de polvo subió y subió durante media hora. Estoy hablando demasiado. No he visto a otro ser humano en… no me acuerdo… supongo que… ¿diez años? —Esto último fue una pregunta, como si él lo supiese mejor que ella y pudiera responder.
La mujer se cubrió los ojos con las manos y empezó a caer muy lentamente hacia delante. Jaxon la sujetó y abrazó mientras ella lloraba en sus brazos (no miente, legítimo, impulso emocional verificado: la información del anillo recorría su cuerpo, un picor, un cosquilleo). También hacía mucho tiempo desde que él había abrazado así a una mujer. Se recreó en ello un tanto abstraído, sus pensamientos ya habían tomado otros derroteros, en pos de otras deducciones. Como desde lejos, disfrutó del cálido aroma de ella, de la suavidad de su oscuro cabello brujesco; disfrutó consolándola.

CAPÍTULO 2
Había tiempo, todo el tiempo que un mundo podía proporcionar. Por una vez, ni nadie ni nada le instaba a apresurarse. La única necesidad era estar seguro. Y desde el principio él había estado bastante seguro, solo se trataba de probar esa convicción, de tener certidumbre de su certeza. Aparte de los artilugios miniaturizados que siempre llevaba encima, contaba con sus bien afinados sentidos. Jaxon no tardó ni diez minutos en saber que allí no había nada ni remotamente parecido a la poderosa tecnología de una legendaria DTR. En otras palabras, ninguna llave a la hecatombe. La nave gubernamental continuaba patrullando y escaneando en lo alto, rastreando las cavidades en las colinas, las profundidades bajo tierra, los áticos y sótanos naturales del planeta. Y él, ni cuando recorrió a trancos la ciudad, ni cuando la recorrió en los cochecillos permanentemente disponibles, captó ninguna resonancia.
No obstante, había algo. Algo extraño que no encajaba.
¿O solo era su excusa a fin de permanecer en el planeta un poco más?
El primer día, cuando el atardecer por fin había comenzado a disolverse en la noche, ella había dicho:
—Estás aquí, no sé por qué. No te comprendo en absoluto. Pero beberemos champán. Abriremos el salón de baile. —Y cuando él esbozó una mueca divertida, añadió—: Venga, haznos ese favor. Hazle ese favor al hotel. Está suspirando por un huésped.
*******
Era cierto, el toque de unos interruptores revivió el hotel, que se acicaló, preparó y enjoyó con luces. En el salón de baile comieron en una vajilla exquisita, cada plato, taza, servilleta y cuchillo estampados o grabados con el blasón del establecimiento. Bebieron en copas y bailaron en el suelo de cristal, las danzas pausadas y sinuosas de moda diez años atrás, mientras la música se derramaba sobre ellos como el agua de una fuente. Sofisticado más allá de la condición social que él mismo se había adjudicado, Jaxon no se sintió incómodo ni perdido ante nada de esto. Medra se convirtió de nuevo en una niña o en una muchacha. Así había transcurrido su juventud física, que había sido feliz hasta… hasta la llegada de los forasteros con sus advertencias, la muerte de la ciudad, la partida de las naves y de todo.
Pero ella ya no era una niña. Y, aunque a su manera conservaba la inocencia de una chiquilla, no por eso dejaba de ser una mujer, que bailaba pegada a él, salpicada por lentejuelas de luz. Jaxon estaba más hecho a otro tipo de mujer —dura, experimentada, a veces incluso intelectual—, y a los despreocupados cortejos, retozos y separaciones cantadas en los palacios de licores que frecuentaba en tierra firme y en las colosales naves de pasajeros del espacio profundo. Lo que no significa que solo hubiese conocido mujeres así. En una o dos ocasiones había tenido aventuras amorosas —es decir, aventuras con amor—. Y Medra, cuya inteligencia y dulzura estaban despertando gracias al estímulo de esta proximidad… él no era inmune a todo esto. Ni tampoco al hecho manifiesto de que, empujada por una especie de sagacidad atávica, ella había confiado en él, al no poder hacer otra cosa.
En cuanto a Medra… Ella se enamoró de él a primera vista. Era inevitable, y ella, que no tenía un pelo de tonta y reconoció el lugar común y la verdad subyacente al mismo, lo aceptó.
Tras la primera noche, su primera cita, atendidos y reverenciados por la gloria renacida del hotel, se separaron y cada uno marchó a su correspondiente suite. Mientras Jaxon se deleitaba como un tiburón dorado en el inmenso cuarto de baño, sacaba de vitrinas elixires y coñacs añejos, montaba por fin el transmisor en miniatura, establecía contacto con la nave y no informaba de nada, mientras todo esto se desarrollaba, Medra yacía tumbada en su cama, aún vestida con el traje de gala y soñaba despierta. Este sueño vigilia parecía superar a cualquier otro de estrellas, océanos y altitudes. El hombre que había irrumpido en su mundo —en su planeta, en el planeta del que ella era consciente— era ahora estrella, sol, océano y cumbre sostenida por el cielo en lo alto. Cuando se quedó traspuesta, apenas durmió, y en su sueño sonó con él.
Entonces comenzó el transcurrir de los días, días cálidos y largos. Picnics en las ruinas, donde el polvo hacía las veces tanto de alfombra como de sombrilla. O almuerzos en los contados restaurantes que, como el hotel, respondían a las peticiones humanas. Juntos pasearon por la ciudad, exploraron las bibliotecas vacías y encontraron de vez en cuando alguna obra maestra envuelta o embalada, pasada por alto en el caos de la evacuación.
En los comercios, maniquíes y Cadillac solares se habían combinado para componer curiosas esculturas de mutación.
Jaxon la acompañaba a todas partes, haciendo comprobaciones, ojo avizor, alerta ante cualquier indicio que apuntara a la presencia del artilugio que buscaba, o que había venido a buscar. Pero otra parte de él solo era consciente de la presencia de Medra. Ella ya no era alguien en la lejanía, cada día estaba más cerca. La busca había quedado relegada a un telón de fondo, a un preludio.
Medra vagaba por la ciudad abandonada, reencontrándose con ella, embargada por la pena y la nostalgia. Había terminado por comprender que se marcharía. Aunque no lo habían mencionado, sabía que cuando Jaxon partiera se la llevaría con él.
Las noches eran cálidas, pero con una calidez más fragante y con un toque de frescor. Los lagartos salían a la plaza iluminada de delante del hotel y observaban, con las orejas tiesas y abiertas como flores extrañas. Comían de la mano de Medra, no porque lo necesitaran, sino porque la conocían y ella les ofrecía comida. Era casi una tradición entre ellos. Los animales disfrutaban, pero no requerían, la aventura. A Jaxon lo evitaban.
Medra y Jaxon patrullaban la ciudad nocturna —el hotel, un faro, con numerosas luces destellando en los pisos altos—. En otros miradores, con el viento suave soplando entre ellos y frente a la oscuridad tachonada de estrellas, Jaxon la rodeaba con el brazo y ella se apoyaba en él. Jaxon le habló un poco de su vida. Le contó cosas que no solía confiar a nadie. Cosas oscuras. Cosas de sí mismo que había aceptado, pero de las que no se enorgullecía. Estaba poniéndola a prueba de nuevo, comprobando su reacción ante estos hechos; ella no cerró los oídos ante ellos, no se horrorizó ni se negó a escucharlos. Estaba empezando a comprenderlo finalmente, mediante el amor. Él sabía que ella lo amaba. Cosa que no lo dejaba indiferente. Se le pasó por la cabeza que cuando marchase del planeta no la abandonaría allí. En otro lugar, menos peculiar que este, estarían en mejores condiciones, ambos, de juzgar lo que había entre ellos.
Por fin, una noche, mientras subían juntos en el ascensor camino de los últimos pisos del hotel, Jaxon le dijo:
—El asunto que me trajo aquí ya está solucionado. Me voy mañana.
Aunque Medra sabía que él no partiría sin ella, incluso así, durante un instante pensó que por supuesto se marcharía sin ella.
—Apagaré todas las luces —se limitó a responder—. Cuando te alejes en tu nave, verás extenderse una sombra por la ciudad.
—Tú también puedes verla. En la lanzadera hay espacio de sobra para ambos. Siempre que no quieras llevarte alguno de esos puñeteros lagartos.
Una vez completado el ritual, se movieron al unísono, ya no para proporcionar consuelo ni para bailar. No a modo de prueba. Él la besó y ella le devolvió el beso.
Cuando llegaron al piso ochenta y nueve entraron en la suite de Medra. En la cama donde ella había dormido y vagado por las galaxias, dormido y soñado con él, hicieron el amor. Alrededor del fulgurante torbellino desatado por este acto, la ciudad se mantuvo inmóvil como un reloj detenido. El hotel no era más que un pilar de fuego, con ardientes gárgolas yertas en la fachada y una resplandeciente nova solitaria en la planta ochenta y nueve.

CAPÍTULO 3
Un par de horas antes del amanecer, Jaxon abandonó a su amante, Medra, dormida. Regresó a sus habitaciones en el piso setenta y cuatro y encendió el transmisor. Informó a la nave nodriza de la hora de su llegada. Informó al oficial gubernamental encargado del intercomunicador de que en la lanzadera viajaría una pasajera. El hombre pareció responder de buena fe aunque evasivamente, pero no trató de disuadirlo. «Es la última habitante de la colonia», explicó Jaxon, con tono razonable e insidiosamente amenazador. No habría problemas. La historia del DTR se había aclarado y ahora podía ser desmentida. Reinaría el optimismo, y a Jaxon lo mirarían con buenos ojos. A lo mejor durante una corta temporada era rico. A ella eso le gustaría, por la armonía que proporciona el dinero, no por el propio dinero en sí.
Tras desconectar y desmontar el transmisor para devolverlo a su forma compacta y portátil, Jaxon volvió a tumbarse en la cama. Pensó en la mujer que se hallaba quince pisos por encima de él, a cinco minutos. Pensó en ella con la misma circunspección y flema demostradas por el joven del puente de la nave. Pero a pesar de ello, o tal vez a consecuencia de ello, una ola de deseo lo embargó. Se disponía a levantarse para regresar al lado de ella cuando oyó abrirse la puerta y el frufrú de la seda. Medra había acudido a él.
Medra caminó hacia Jaxon despacio. Su rostro lucía muy serio y tranquilo. A la luz tenue de la lámpara de la mesilla que él había mantenido encendida, su cabello negro recogió las sombras y la envolvió en ellas. Medra se asemejaba, no menos que él, a una figura salida de un mito. No menos que él. Mucho más. Y entonces Jaxon vio, y la explosión de adrenalina lo hizo incorporarse de un salto, que la lámpara brillaba… ¡a través de ella!
—¿Qué es esto? —preguntó, llevando, en vano, la mano a la pequeña pistola que guardaba junto a la cama—, ¿un fantasma genuino o solo un holograma estropeado? ¿Quién eres en realidad, Medra? Si es que de verdad eres Medra.
—Sí —respondió ella. La voz era exactamente la suya, la misma voz que, unas horas atrás, había respondido a la de él con pasión e insistencia—. Soy Medra. La verdadera Medra. No un holograma. Debo acercarme. ¿Aceptarás a una proyección astral, al subconsciente libre del cuerpo?
—Estupendo. ¿Y el cuerpo? No nos olvidemos de él. Tu cuerpo me gusta bastante. ¿Dónde está?
—Arriba. Dormido. Dormido muy profundamente. Una especie de ultra sueño al que está muy acostumbrado.
—Si se trata de un juego, ¿por qué no me explicas las reglas?
—Sí, sé cuán peligroso eres. Yo lo sé, mejor que Medra, es decir, mejor que mi yo físico. Lo siento —se disculpó toda educada la imagen traslúcida de ella—. Solo se puede hacer así. Escucha, por favor. Verás cómo comprendes todo lo que te digo. En tu fuero interno, lo sabes desde siempre. La parte más profunda de nuestra mente siempre es más fuerte y flexible que el proceso mental al que, a la desesperada, hemos denominado cerebro.
Jaxon se sentó de nuevo en la cama. La permitió proseguir. En algún momento, la pistola resbaló de su mano.
Luego, durante el breve período en el que lo recordó, se le antojó haberlo oído todo en su voz, en la de Medra, una conversación o diálogo. No era descartable que lo hubiese hipnotizado de algún modo, para que él lo aceptara con más facilidad.
Ella comprendía (ella, esta esencia de Medra) su motivo para venir a este planeta y la naturaleza de la máquina que había estado buscando. La leyenda de un DTR no era más que eso. Tal dispositivo no existía, en ningún lugar. No obstante, esa historia hundía sus raíces en un hecho mucho más ambivalente e interesante. En la inmensa estructura del universo —como en la de cualquier tapiz descomunal—, por el roce, el desgaste y los frecuentes saqueos, habían aparecido, con los siglos, determinadas zonas frágiles. En tales puntos, trama y urdimbre empezaban a deshilacharse, a clarear… en su mismísima esencia. Más que tratarse de una destrucción física que pudiera ser el origen de calamidades, lo que ocurría era que, al irse desgastando, el propio macrocosmos provocaba cataclismos de manera espontánea. Ni que decir tiene que esta pérdida de átomos era una amenaza local y, a la larga, global. Un desgarrón en este tejido… solo existía una solución. Todo roto tenía que ser zurcido y, a partir de ese momento, vigilado, el remiendo preservado con esmero, durante toda la eternidad, de ser necesario. O al menos hasta las postrimerías de la última vida sentiente del universo físico.
—Imagínatelo: centinelas —dijo ella—. Que permanecerán en sus puestos hasta el final de los tiempos, de los tiempos tal como los conocemos. Centinelas que, con su grandioso tejer esotérico y matemático, continuamente arreglan y refuerzan la trama de la vida cósmica. No, no son ordenadores. Los restauradores de algo vivo deben estar a su vez vivos. Pertenecemos a multitud de razas galácticas. Custodiamos infinidad de puertas. Este planeta es una de ellas y yo soy una de esos centinelas.
—Tú eres una mujer, una mujer terrestre —recordaba haber dicho.
—Sí, nací aquí, en la colonia terrestre, la hija de un arquitecto que diseñó uno de los hoteles más glamorosos en veinte sistemas solares. Cuando llegaron (los encargados de buscar centinelas también son seres sentientes, desde luego), descubrieron que mi cerebro, mis procesos mentales, eran adecuados para esta tarea. Así que me adiestraron. Escucha otra verdad: llevada al límite de sus facultades, la mente humana supera en tamaño, complejidad y en su capacidad de realizar increíbles proezas a cualquier mecanismo que la humanidad haya diseñado o diseñará jamás. Yo, yo soy el ordenador que buscabas, Jaxon. No una fuerza del caos, sino un proyecto cuyo objetivo es renovar y proporcionar seguridad. Por esta razón permanecí aquí, por esta razón debo permanecer para siempre. A quienes fueron evacuados se les proporcionaron recuerdos, toda una lista de excelentes motivos para partir. A ti, también, se te proporcionará un motivo. Yo misma me encargaré. No habrá lamentaciones. A pesar de toda la alegría que me has proporcionado.
—No llegué solo. Ahí arriba, en el cielo, hay un montón de individuos suspicaces que podrían no creer…
—No. Ellos creerán lo que les cuentes. Ya me he encargado de que así sea.
—Dios bendito, ¿pero tú que eres? Una máquina humana, la esclava de…
—No soy una esclava. Al principio se me ofreció la posibilidad de elegir. Yo elegí… esto. Pero también elegí olvidar, igual que tú olvidarás.
—Tú sigues siendo una mujer, no…
—Soy ambas cosas. Y sí, sumida en ese olvido, a veces la mujer se desespera y se siente amargamente triste. Cuando está despierta, ella no sabe qué es. Solo cuando duerme lo sabe. Si lo supiera en todo momento, si lo supiera mientras estoy despierta, el poder podría afectarme; no me fío de mí misma. Las rachas esporádicas de tristeza son preferibles.
—¿Y si me niego a creer todo esto?
—Lo creerás. Hasta la última palabra. Como siempre. Mi amor, tú no eres el primero que ha aliviado mi soledad física. Cuando llega el momento, llamo y mi llamada es atendida. ¿Quién crees que te trajo aquí? —Él maldijo. Ella rio—. No te ofendas. Este episodio ha sido encantador y divertido. Gracias de nuevo, de corazón. Adiós.
Y desapareció. Se esfumó en el aire. La puerta abriéndose, el susurro del tejido… nada más que ficciones tranquilizadoras y una estratagema. Jaxon se dijo que lo habían engañado. Sus nervios se amotinaron con imágenes de trampas y subterfugios, pero luego estas reacciones instintivas se calmaron y las resentidas protestas cesaron. Debía de ser tal como ella había dicho: en su fuero interno lo sabía y lo había aceptado. Otrora se contaba un chiste: Dios es mujer…
Se quedó dormido, sentado en la cama.
*******
Jaxon se adentró con la lanzadera en el aire puro del amanecer y luego más allá, en la noche oscura del espacio. Dejó atrás todo: el planeta, la ciudad, el hotel y la mujer. Se sintió mal por abandonarla, pero había vislumbrado el abismo que se abría a sus pies. Tras vivir de esta manera, estaría un tanto desequilibrada y sin duda tendría que depender bastante de él. En la vida de Jaxon no había lugar para una persona así; no sería capaz de asumir esa carga. Su aire enigmático lo había fascinado, pero eso no era base suficiente para algo perdurable. Con el tiempo, ella se le habría aferrado y él se la habría quitado de encima de mal humor. Y además tal vez habría dado rienda suelta a su enfado más allá de una palabra cruel, de un golpe cruel, y los hospitales eran bastante precarios en las zonas que él solía frecuentar. Ella no le convenía, y mejor era terminar con un toque de patetismo que con un desastre de ese otro calibre. Por el planeta pasaban naves, le había asegurado ella. Algún otro la rescataría, o no.
—¿Qué mujer? —le dijo al capitán de la nave nodriza—. Sí. Al final no quiso marcharse. Venga, tenéis lo que queríais, os he hecho el trabajo. Ahora hablemos de mis honorarios.
Jaxon la había dejado durmiendo. El pelo desparramado por las almohadas, riachuelos y grandes olas de cabello. Los ojos como oscuro ámbar rojizo cerrados por dos párpados cual pétalos. Le vinieron a la memoria las fachadas de los edificios vacíos, el brillo de las luces inútiles, los lagartos mudos ante ella. Le vino a la memoria el invernadero de cristal de colores. Recordaba algo sobre unos sueños extraños y disparatados que ella le había mencionado, que ocupaban el lugar de la vida. Era una mujer difícil, no una mujer con la que vivir, y, de amarla, solo durante un breve lapso. «Cansada estoy de las sombras», le dijo ella ahora, en su imaginación. ¿No era un verso de un antiguo poema de la Tierra? Por algún motivo, Jaxon no creyó las palabras espectrales. Esas sombras eran muy reales para Medra.
*******
En la ciudad abandonada y medio en ruinas, en la planta ochenta y nueve del hotel blanco, Medra lloraba.
Medra lloraba desgarrada por un terrible dolor, con desesperación, angustiada por la pérdida. Y avergonzada. Porque había confiado y había dado un paso al frente abiertamente, a cuerpo descubierto, y el golpe la había alcanzado de pleno, la había destrozado, lisiado —según le parecía a ella— para siempre. Había sido embaucada. Todo había contribuido a ello. La sonrisa de él, sus palabras, sus gestos educados y lujuriosos no significaban nada. Incluso su propio planeta le había puesto una venda en los ojos. La manera en que la luz del sol incidía sobre determinados objetos, en que la música sonaba. Las hojas que crecían hacia lo alto en el invernadero la habían embaucado con su aroma. Y ella, ella era asimismo culpable. La esperanza es un delito. La sentencia siempre es la muerte; una nueva muerte del corazón.
Medra lloraba.
Más tarde, Medra vagó por sus aposentos. Y consideró, con pragmatismo, distintos medios de alcanzar la muerte definitiva. Contaba con medicamentos que garantizarían un mutis por el foro refinado. Y con instrumentos más rudimentarios. Incluso podía morir entre dolores atroces, si así lo deseaba, como en un intento por maldecir con la ferocidad de su dolor a quien la había traicionado.
Sin embargo, cualquier medida violenta requiere energía, y ella sentía que no le quedaba ni gota. Su cuerpo, una campana, repicaba acongojado. Tras un prolongado período de insomnio, el único refugio era el sueño.
Medra durmió.
Medra durmió, de suerte que… durmió. Más y más abajo, más y más profundamente, más y más lejos. Las cadenas de sus necesidades físicas, su pulso, suspiros y hormonas quedaron atrás, igual que habían quedado atrás los cascotes áureos de la ciudad, e igual que ella, dejada atrás por aquel al que había decidido amar.
Entonces, su cerebro, plenamente consciente, entrenado, motivado y capaz de lidiar con conceptos grandiosos y paralelismos extraordinarios, entonces, su cerebro despertó.
Medra ahora se movió hacia el exterior, como un pájaro que vuela por el cielo, firmemente sostenida por sus alas. Se adentró en panoramas, en brillos y sombras, en murmullos y orquestaciones.
Viajó por una multiplicidad de geografías, por encima de montañas, por las profundidades de océanos, de galaxias…
Atravesó la periferia de soles y los gélidos confines del espacio. Tejió el tapiz y fue el tapiz. Los dibujos la llenaron de felicidad. El universo era su amante.
Entonces, ahí, en el misterio, la tejedora oyó un eco distante, cada vez más débil. Pensó: «Debe quedarse entre los dos cristales». Se vio a sí misma, parte de una trama y, en otro lugar, azarosa, su vida, a la que habló con amabilidad: «Tú eres mi solaz, pero no me colmas».
Las estrellas pasaron por su lado, y su cerebro moldeó sus llamas y fue a su vez moldeado por ellas. Y pensó: «Pero esto… esto sí que me colma».


FIN




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Autor:

Jubilado, ex-informático muy aficionado a la lectura, sobretodo de ciencia ficción.

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