Cronoclasma - John Wyndhman - Leer en el móvil


 Cronoclasma
(The Chronoclasm)
John Wyndham




Oí hablar de Tavia por primera vez de una manera indirecta. Una mañana, en la calle Mayor de Plyton, me abordó un caballero desconocido de edad madura. Se quitó el sombrero y saludando con cierto aire extranjero se presentó a sí mismo con mucha educación:
—Me llamo Donal Gobie, el doctor Gobie. Sir Gerald, le agradecería muchísimo que me prestase atención durante algunos minutos. Siento mucho molestarle, pero es un asunto muy importante y bastante urgente.
Yo le observé con atención.
—Creo que debe estar usted equivocado — le respondí —. Se sobresaltó.
—Qué tonto soy, lo siento. Sin embargo es un parecido tan grande que estaba seguro de que usted era Sir Gerald Lattery.
Me tocó el turno de quedar confundido.
—La verdad es que me llamo Gerald Lattery — admití —, pero Míster, no Sir. Su embarazo aumentó.
—Oh, claro, qué estupidez la mía. ¿Hay por aquí... — preguntó mirando en derredor nuestro —, algún sitio donde podamos hablar un momento en privado?
Dudé un poco, pero sólo un instante. Sin duda era un caballero educado y de cierta cultura. Desde luego no tenía el aspecto de querer inspirar compasión o algo por el estilo. Estábamos cerca de El Toro, de manera que le conduje a la sala que, en aquellos momentos estaba vacía. No quiso beber nada y nos sentamos.
—Bien, doctor Gobie — le dije —. ¿De qué se trata?
Evidentemente todavía dudaba, pero luego habló con decisión.
—Es referente a Tavia, Sir Gerald, quiero decir Mr. Lattery. Es posible que usted no comprenda hasta qué punto la situación está llena de consecuencias imprevisibles. No se trata solamente de mi propia responsabilidad, compréndalo, aunque me preocupa mucho; es por los resultados que no se pueden prever. La verdad es que Tavia tiene que volver antes de que se originen graves perjuicios. Tiene que hacerlo, míster Lattery.
Le observé. Su seriedad estaba fuera de toda duda y su congoja era verdadera.
—Pero, doctor Gobie... — empecé a decir.
—Me hago cargo de lo que puede significar para usted, Sir; sin embargo, le ruego que la persuada. No en beneficio mío ni en el de su familia, sino en el de todos. Tenemos que ser muy cautelosos; los resultados de la acción más insignificante son inimaginables. Tiene que haber orden y armonía, y hay que mantenerlos. Si una sola semilla cae fuera de lugar ¿quién será capaz de predecir qué resultado dará? Por eso la ruego que la convenza...
Le interrumpí hablando con suavidad, porque en cualquier caso, era evidente que el asunto le afectaba mucho.
—Un momento, doctor Gobie, me parece que debe haber algún error. No tengo ni la menor idea de qué me está hablando.
Se contuvo con expresión de desmayo.
—¿Usted...?— empezó y luego meditó un momento frunciendo el entrecejo —. ¿Quiere decir que todavía no conoce a Tavia?— me preguntó.
—Que yo sepa, no, y tampoco he oído hablar nunca de nadie que se llame Tavia — le aseguré.
Con esto se quedó completamente deshinchado y lo sentí. Renové mi invitación a beber algo, pero continuó negándose y a poco pareció haberse repuesto algo.
—Lo siento muchísimo — dijo —, desde luego ha habido un error y le ruego que me excuse. Tiene usted motivos para creer que estoy chiflado. Lo siento, pero es muy difícil de explicar y lo único que puedo hacer es pedirle que se olvide de esto por completo.
Se fue con aire desamparado y yo me quedé un poco intrigado, pero en el transcurso de los dos o tres días siguientes pude cumplimentar su última petición, o por lo menos así lo creí.
Un par de años más tarde, vi a Tavia por primera vez, pero entonces, naturalmente, no sabía que fuera ella.
Acababa de salir de El Toro. En la calle Mayor había unas cuantas personas, pero cuando iba a abrir la puerta del coche, me di cuenta de que una de ellas me estaba observando. La miré y nuestros ojos se encontraron. Los tenía castaños.
Era alta, esbelta y tenía buena figura. No era guapa, pero tenía cierto atractivo y continué mirando.
Llevaba una falda de lana corriente y un jersey verde oscuro. Sin embargo, los zapatos eran un poco raros, de tacón bajo, pero de fantasía y desentonaban con el conjunto. Había también algo fuera de lugar, aunque en el primer momento no fui capaz de precisar lo que era. Sólo después me di cuenta de que tenía que ser la manera de llevar arreglado el cabello. Muy apropiada para ella, pero el estilo era fuera de lo corriente. Podréis decir que el cabello es el cabello y que los peluqueros tienen una diversidad infinita de modos de arreglarlo, pero no es así. En cada época hay un estilo definido que domina sobre las modas pasajeras, y para comprobarlo basta mirar una fotografía de hace treinta años. Su peinado, al igual que el calzado, no encajaba con el resto.
Durante algunos segundos permaneció inmóvil, muy seria. Luego, como si no estuviese completamente despierta, dio un paso hacia delante para cruzar la calle. En aquel momento el reloj de Market Hall dio la hora. Lo miró y, repentinamente, su expresión fue de alarma. Dio la vuelta y empezó a correr por la acera como si perdiese el autobús.
Entré en el coche preguntándome con quién me había confundido. Estaba cierto de que nunca la había visto anteriormente.
Al día siguiente, el camarero de El Toro me comunicó al servirme la cerveza:
—Vino una joven preguntado por usted Mr. Lattery. ¿Pudo encontrarla? Le dije donde vivía.
Denegué con la cabeza.
—¿Quién era?
—No me dijo como se llamaba, pero... — me la describió. Me acordé de la chica que había visto en la calle el día anterior y asentí.
—La vi al otro lado de la calle, pero no sé quién es — le dije.
—Pues, al parecer, ella le conocía bastante bien. «¿Era míster Lattery el que estuvo aquí antes?» — me preguntó. Le dije que sí, que usted había estado aquí. Pensó un momento. «¿Vive en Bagford House, verdad?» — me dijo. «No, Miss — le dije —, allí vive el Mayor Flacken. Mr. Lattery vive en Chatcombe Cottage.» De manera que me preguntó dónde estaba y se lo dije. Me pareció que no había ningún mal, porque era una señorita bastante agradable.
Le tranquilicé.
—De todas formas hubiese conseguido la dirección. Es raro que dijese lo de Bagford House; es una casa que me gustaría comprar si tuviese dinero.
—Más vale que se decida pronto — señor —, el Mayor se está haciendo bastante viejo — me repuso.
No resultó nada de todo ello. Fuera lo que fuese para lo que la chica había querido la dirección, no acudió y me olvidé de todo el asunto.
Aproximadamente un mes más tarde la vi de nuevo. Había empezado a ir a montar a caballo una o dos veces por semana en compañía de una amiga mía que se llamaba Marjorie Cranshaw y a la vuelta la acompañaba a su casa en el coche, pasando por un camino estrecho entre dos taludes en donde apenas quedaba sitio para que pasasen dos coches. Al pasar por un recodo tuve que frenar porque por el centro venía un coche que se desvió y pasó rozándome. Al otro lado del camino había un peatón y cuando le miré vi que era nuevamente aquella joven. En el mismo instante también ella me reconoció con ligero sobresalto. La vi dudar y luego decidirse a atravesar el camino y hablarme. Se acercó algunos pasos con este propósito, y cuando vio a Marjorie sentada a mi lado, cambió de ideas disimulando con torpeza su primera intención. Embragué de nuevo.
—Oh —dijo Marjorie con ironía —. ¿Quién era?
Le contesté que no lo sabía.
—Pues ella parecía conocerte — dijo incrédula.
Su desconfianza me irritó; como en cualquier caso no era asunto suyo, no le repliqué.
Pero ella no tenía intención de abandonar el asunto.
—No creo haberla visto antes — dijo con insistencia.
—Quizá sea una forastera — repuse —, pues por aquí abundan mucho.
—Tu explicación no me parece muy convincente, por la forma en que ella te ha mirado.
—Me tiene sin cuidado que me creas a no — le contesté.
—Perdona, me parecía que era una pregunta sin importancia. Naturalmente, si he dicho algo que te haya molestado...
—No te preocupes, tus insinuaciones no me afectan. ¿No te importaría andar el resto del camino? Ya no queda mucho.
—Bueno, veo que te estorbo. Es una lástima que no haya sitio para dar la vuelta al coche — dijo al bajar —. Adiós, míster Lattery.
Gracias a un vado puede dar la vuelta, pero al retroceder ya no vi a aquella muchacha. Marjorie había conseguido despertar mi interés por ella, de manera que deseaba encontrarla. Además, aunque no tenía idea de quién pudiera ser, le estaba agradecido. Quizás habréis experimentado alguna vez la sensación de libraros de un peso del que hasta entonces no os habíais percatado.
Nuestro tercer encuentro tuvo lugar en una situación completamente diferente.
Mi casa, tal como sugiere su nombre, está situada en un «coombe», que en el dialecto de Devonshire significa un pequeño valle que está o ha estado cubierto de bosques. Estaba algo aislada de las restantes cuatro o cinco casas que allí había, en la parte más baja y al final del camino. A ambos lados se alzaban abruptas colinas cuyas laderas estaban cubiertas de brezos. A orillas del río se extendían estrechos campos de pasto. Los restos del bosque primitivo delimitaban los campos y los brezales, y perduraban en grupos dispersos.
Una tarde, mientras inspeccionaba mi terreno pensando que ya era la época de las habichuelas, oí en el más cercano de los bosquecillos el crujido que producían algunas pisadas sobre las ramas secas. Me bastó una mirada para saber la causa. Su cabello rubio la descubrió. Por breves instantes nos miramos mutuamente como ya lo habíamos hecho en las ocasiones anteriores.
—Eh... hola — dije.
Sin contestar, continuó mirándome y preguntó:
—¿Nos ve alguien?
Miré en derredor nuestro y a la ladera de la colina opuesta.
—No veo a nadie — contesté.
Apartó los arbustos y salió con precaución, mirando a un lado y a otro. Iba vestida de la misma forma que cuando la vi por primera vez, excepto que el peinado estaba algo desarreglado por las ramas. Sobre aquel áspero terreno sus zapatos aún resultaban más inadecuados. Se tranquilizó un poco y se adelantó algunos pasos. —Yo... — empezó.
Luego, en lo alto del valle llamó una voz masculina y otra contestó. La joven se sobresaltó, quedando inmóvil.
—Ya vienen, por favor escóndame en alguna parte rápidamente — exclamó.
—Eh... — titubeé.
—Oh, rápido, rápido, que ya llegan — me urgió.
—Será mejor que entremos — le dije, y la precedí hasta mi casa.
Me siguió con presteza, y cuando cerré la puesta, echó el cerrojo.
—No les deje, no les deje que me cojan — rogó.
—Pero oiga, ¿qué es lo que ocurre?¿Quiénes son «ellos»?—pregunté.
No me contestó; inspeccionando con la vista la habitación, descubrió el teléfono.
—Llame a la policía —dijo— llámela inmediatamente.
Al verme dudar, añadió — ¿No tienen ustedes policía?
—Naturalmente que sí, pero...
—Entonces, llámela, por favor.
—Pero..., veamos — empecé.
Se retorció las manos con angustia.
—Llámela, por favor. Dese prisa.
Estaba muy inquieta.
—Muy bien, así lo haré, usted ya les explicará lo que sea — dije cogiendo el aparato.
Como estaba acostumbrado a la calma de las comunicaciones rurales, esperé con paciencia. Ella no, permaneció en pie con las manos enlazadas. Finalmente conseguí la conexión.
—Policía de Plyton... — contestó una voz. Me interrumpí al oír pasos en la grava del jardín y unos fuertes golpes en la puerta. Pasé el auricular a la joven, y fui a la puerta.
—¡No les deje entrar! — dijo, prestando luego atención al teléfono.
No sabía qué hacer. Nuevamente sonaron imperiosos golpes. Aquella insistencia se me hacía insoportable; y más, habiendo introducido en mi propia casa a una joven desconocida, cerrando la puerta a todos los visitantes... Finalmente, me decidí a abrir.
Me sorprendió el aspecto de aquel desconocido. No por su cara, que era la de un joven de 25 años, sino por su vestimenta. No esperaba encontrarme con lo que parecía un traje de patinar ajustado y una chaqueta larga con botonadura de cristal; resultaba completamente inesperado en Dartmoor, incluso al final de la temporada veraniega. Sin embargo, me repuse para preguntarle qué quería. No me prestó atención y continuó mirando por encima de mi hombro a la chica.
—Tavia — dijo — ¡ven aquí!
Ella no dejó de hablar rápidamente por teléfono. El hombre se adelantó.
—Alto — me interpuse — ¿qué significa todo esto?
Me miró abiertamente.
—No lo comprendería — respondió, y alzó el brazo para apartarme de su camino.
Me molestó su actitud y el que quisiese apartarme del umbral de mi propia casa. Le aticé un puñetazo en el estómago, y cuando se encogía le empujé hacia afuera y cerré la puerta.
A mis espaldas sonó la voz de la chica:
—La policía ya se encamina hacia aquí.
—Si quisiese explicarme... — empecé, pero me interrumpió señalando la ventana.
Mire, la ventana! — exclamó.
Así lo hice y vi en el exterior a otro hombre ataviado como el primero, que todavía estaba jadeando en el porche. Dudaba. Descolgué la escopeta de la pared y cogiendo algunos cartuchos de un cajón la cargué. Luego me encaminé hacia la puerta.
—Ábrala y escóndase detrás — le dije.
Me obedeció.
En el exterior, el segundo hombre se inclinaba con solicitud sobre el primero. Por el sendero se aproximaba otro. Vieron la escopeta y se quedaron inmóviles.
—Escuchen — les dije—, lárguense inmediatamente, o ya lo discutirán con la policía. Lo dejo a su elección.
—Pero, usted no lo comprende. Es de la máxima importancia... — empezó uno de ellos.
—Perfectamente, pueden quedarse aquí y explicárselo a la policía — les contesté, e hice señal a la muchacha de que cerrase la puerta de nuevo.
A través de la ventana vimos como los otros dos ayudaban al maltrecho mientras se alejaban.
A su llegada, la policía no dio muestras de amabilidad. Tomaron nota de mi relato sin gran convencimiento, y se marcharon fríamente. La joven se quedó.
Le dijo a la policía el mínimo indispensable, simplemente que la habían perseguido tres hombres vestidos de una manera extraña y que había apelado a mi ayuda. Como rehusó irse en el coche de la policía a Plyton, aún estaba allí.
—Bueno, ahora — le sugerí —, quizá quiera usted explicarme lo que le sucede.
Inmóvil, fijó sus ojos en mí con una mirada triste o desilusionada. Por un instante me pregunté si lloraría, pero con voz débil me dijo:
—Recibí su carta, y ahora he quemado mis naves.
Me senté delante de ella. Rebuscando en los bolsillos encontré el tabaco y encendí un cigarrillo.
—¿Que usted, ejem, ha recibido mi carta y ahora, ejem, ha quemado sus naves?— repetí.
—Si — contestó. Dejó de mirarme, y sin verla recorrió la habitación con la mirada.
—Y ahora, usted ni siquiera me reconoce — dijo.
Tras esto empezó a llorar con desconsuelo.
No sabía qué hacer. Luego decidí irme a la cocina y preparar té mientras se desahogaba. Todas las mujeres de mi familia han considerado el té como la panacea universal, de manera que al volver traía conmigo la tetera y las tazas.
Se había repuesto ya y contemplaba pensativa la chimenea apagada. Apliqué una cerilla, y ella observó como prendían las llamas con la expresión de una criatura que acaba de recibir un regalo.
—Es encantador — dijo como si el fuego fuese una novedad. Miró nuevamente en derredor —. Es encantador — repitió.
—¿Quiere usted servirlo?— sugerí, pero denegó con la cabeza y observó cómo lo hacía yo.
—¡Té! — exclamó — ¡y junto al hogar!
Desde luego era cierto, pero yo no veía nada extraordinario en ello.
—Creo que ya es hora de que nos presentemos — propuse —. Me llamo Gerald Lattery.
—Claro — contestó asintiendo.
A mi modo de ver no era una respuesta apropiada, pero inmediatamente continuó:
—Yo soy Octavia Lattery, pero me llaman Tavia.
—¿Tavia?— Me recordaba algo, pero no sabía el qué.
—¿Somos parientes?— le pregunté.
—Sí... muy lejanos — dijo fijando en mí sus ojos de una manera extraña, y añadió:
— Dios mío, resulta difícil.
Creí que volvería a llorar. De pronto recordé al caballero de edad madura que se había confundido.
—¡Ah, ya está! ¿Cómo se llamaba?... Doctor... Doctor Bogey o algo así.
Permaneció sentada, inmóvil.
—¿No sería doctor Gobie?— sugirió.
—Sí, eso es. Me preguntó por alguien que se llamaba Tavia ¿Es usted?
—Está aquí?— preguntó ella mirando en derredor como si estuviese escondido en un rincón.
Le dije que debió haber sido hacía unos dos años y se tranquilizó.
—Era el distraído del tío Donald. Naturalmente, ¿usted no sabía de qué le estaba hablando?
—Y continuo sin saberlo — le indiqué —, aunque comprendo que incluso un tío pueda inquietarse si usted se pierde.
—Sí, me parece que se preocupará mucho — me contestó.
—Pero, esto fue hace dos años — le recordé.
—Ah, claro, usted todavía no lo comprende. ¿No es así?
—Oiga — le contesté —. Uno tras otro, todo el mundo me va diciendo que no lo comprendo. Eso ya lo sé, es lo único que comprendo.
—Me parece que será preferible que se lo explique, aunque no sé por dónde empezar.
—Me parece que será preferible que se lo explique, aunque no sé por dónde empezar.
La dejé pensar en ello sin interrumpirla y a continuación dijo:
—¿Cree usted en la predestinación?
—No, no creo — repuse.
—Bueno, quizás no sea esto después de todo, más bien una especie de afinidad. Verá usted, desde que era pequeñita pienso que ésta ha sido la época más emocionante y maravillosa de todas, y además, naturalmente, es la época en que ha vivido la única persona famosa de nuestra familia. La imaginaba maravillosa, romántica me parece que la llamarían ustedes.
—Todo depende de si usted quiere decir la idea o la época — empecé, pero ella no se dio cuenta.
—Me imaginaba las grandes flotas de avioncitos durante las guerras, y pensaba que eran como David luchando con Goliat, pequeños pero valerosos. Y aquellos grandes barcos pesados balanceándose lentamente, pero llegando a su destino al fin sin que a nadie le importase la lentitud, y curiosas películas en blanco y negro; caballos por las calles y temblorosos motores antiguos de combustión interna, fuegos de carbón, bombardeos emocionantes, y trenes que se deslizaban sobre carriles, teléfonos con cables, y otras muchas cosas. ¡Y lo que se podía hacer! Pensar lo que debía ser asistir a un estreno de Shaw o de Conrad en un teatro de verdad, o conseguir una novela de T. S. Eliot el día de su publicación, o ver a la Reina que se encamina en coche para la apertura del Parlamento. Una época maravillosa y emocionante.
—Bueno, es agradable oír que alguien piense así — repuse—; mi propia opinión de nuestra época, no...
—Claro, esto es de esperar. No tiene perspectiva, de manera que no puede apreciarla. Le iría bien vivir en la nuestra durante un tiempo y podría comprobar lo aburrido y uniformemente monótono que es todo, terriblemente insulso.
Vacilé un poco:
—Vivir en su, ¡ejem!... ¿qué?
—Siglo, naturalmente, el veintidós. ¡Ah, pero es verdad! Usted no lo sabe, qué tonta soy.
Me concentré sirviendo un poco más de té.
—Dios mío, sabía que iba a ser difícil — observó —; ¿se lo parece a usted?
Le contesté que sí, bastante. Continuó con aire vacilante:
—Por esta razón me dediqué a estudiar Historia. Quiero decir que llegaba a sentirme transportada a ciertas épocas. Cuando recibí su carta el día de mi cumpleaños, fue cuando realmente me decidí a elegir el período de la mitad del siglo veinte como tesis para mi doctorado. Naturalmente tenía que continuar estudiando.
—¿Fue mi carta la causa de todo esto?
—Bien, era el único sistema, ¿no? Quiero decir que no había otra manera de acercarme a una máquina de historia si no era trabajando en un laboratorio de historia, ¿no le parece? Y aun así dudo que me hubiese sido posible utilizarla en mi beneficio de no haber sido en el laboratorio del tío Donald.
—¿Máquina de historia?— dije vislumbrando una pista —. ¿Qué es una máquina de historia?
Se extrañó.
Bueno, es... una máquina de historia. Con ella se aprende historia.
—No lo entiendo — contesté —. Igualmente me podría decir usted que hacen historia con ella.
—¡Oh, no! No podemos hacerlo, es una falta muy grave.
—¡Ah! —dije probando de nuevo—, esa carta...
—He tenido que mencionarla para explicar lo de la historia, pero, naturalmente, usted todavía no la ha escrito, de manera que supongo que le debe resultar un poco confuso.
—¿Confuso? Mucho más que eso. ¿Puede decirme usted algo concreto? Esa carta que dice usted que he escrito, ¿sobre qué era?
Me miró fijamente, y luego apartó la vista. Un rubor inesperado tiñó su rostro. Se obligó a mirarme de nuevo y sus ojos se humedecieron. De pronto se tapó la cara con las manos y sollozó:
—No, no me quieres. Desearía no haber venido nunca. Preferiría estar muerta.
—Me ha hecho el efecto de que me miraba con desprecio — dijo Tavia.
—En fin, ahora se ha marchado, y con ella mi reputación respondí —. Esta mistres Toombs es una trabajadora excelente, pero convencional. Probablemente dejará el empleo.
—¿Porque estoy yo aquí?¡Qué tontería!
—Quizá sus convencionalismos son diferentes.
—Pero ¿adónde podría haber ido? Sólo tengo algunos chelines en vuestra moneda, y nadie más a quien recurrir.
—Mistres Toombs difícilmente puede estar enterada de ello.
—Pero nosotros no hemos..., quiero decir que no ha habido...
—La noche y la cifra dos son suficiente para nuestros convencionalismos — le repuse —. De hecho con dos basta. Recuerda que los animales también van en parejas; pero sus relaciones emotivas no le interesan a nadie. Dos, y todo se supone.
—Claro, recuerdo que entonces no había manera de probarlo... bueno, quiero decir ahora. Tenéis una especie de sistema rígido de probar fortuna a base de «lo toma o lo deja».
—Hay otras maneras de decirlo, pero por lo menos en apariencia supongo que así es.
—Vistas de cerca, estas costumbres antiguas resultan más bien crudas, pero fascinantes —opinó. Sus ojos descansaron pensativos sobre mí durante un segundo —, Tú... — empezó de nuevo.
—Tú prometiste ayer darme una explicación más clara de todo esto — le recordé.
—No me creíste.
—Lo primero que dijiste me dejó sin respiración — admití —, pero desde entonces me has dado pruebas suficientes. Nadie podría fingir durante tanto tiempo de esta manera.
Frunció el entrecejo.
—No eres demasiado amable. He estado estudiando la época de mediados del siglo veinte de una manera muy completa. Era el tema de mi tesis.
—Ya me lo habías dicho, pero esto no me explica nada. Todos los estudiantes de historia se especializan en algún periodo, pero esto no quiere decir que repentinamente comparezcan en él.
Me miró fijamente.
—Naturalmente que lo hacen, por lo menos los historiadores licenciados. En otro caso, ¿cómo podrían estudiarlos de cerca?
—Das demasiadas cosas por sabidas — le dije —. Propongo que empieces por el principio. Por ejemplo, con esa carta mía..., no, dejemos la carta — añadí rápidamente al ver su expresión —. Veamos, fuiste a trabajar al laboratorio de tu tío en algo que se llama una máquina de historia. ¿Qué es eso?¿Una especie de magnetofón?
—¡No, por Dios! Es un aparato en forma de armario en el que uno se mete para trasladarse a las épocas y lugares.
—¡Ah! — dije—. Tú... ¿quieres decir que puedes meterte en ella en el año dos mil ciento y pico y salir en el mil novecientos y pico?
—O cualquier otro tiempo del pasado — dijo ella asintiendo —. Pero, naturalmente, no todos pueden hacerlo. Hay que ser licenciado y estar autorizado, y todas esas cosas. En Inglaterra sólo hay permitidas seis máquinas de historia, y en todo el globo únicamente existen un centenar, y su uso está muy restringido.
»Cuando hicieron las primeras no se dieron cuenta de las perturbaciones que podrían originar, pero al cabo de algún tiempo los historiadores empezaron a comprobar los viajes hechos con los testimonios escritos de los diferentes períodos, y encontraron algunas cosas divertidas. Por ejemplo, Herón, que vivió algo antes de Jesucristo, haciendo demostraciones en Alejandría de una máquina de vapor sencilla; Arquímedes, que empleó una especie de napalm en el sitio de Siracusa; Leonardo da Vinci, dibujando paracaídas en un tiempo en el que no había nada desde donde tirarse; Erie el Rojo descubriendo América, como a escondidas, antes de que Colón llegase allí; Napoleón inquiriendo acerca de los submarinos, y otras muchas cosas sospechosas. Era evidente que algunas personas habían sido poco cuidadosas al emplear la máquina y habían originado cronoclasmas
—Originado ¿qué?
—Cronoclasmas significa una cosa que sucede fuera de tiempo, debido al descuido de alguna persona.
—Pero todo ello había sucedido sin causar muchas perturbaciones, según sabemos; es posible, sin embargo, que el curso natural de la historia se haya alterado varias veces, y la gente escribe monografías muy documentadas para demostrarlo. Pero todo el mundo pudo ver que los resultados podrían ser extremadamente peligrosos. Supón que alguien, descuidadamente, le hubiese dado a Napoleón la idea del motor de combustión interna para que lo uniese a la idea del submarino; no hay manera de prever lo que podría haber sucedido. Así pues, decidieron que las intromisiones debían cesar inmediatamente. En consecuencia se prohibieron todas las máquinas de historia, excepto las autorizadas por el Consejo de Historiadores.
—Pero oye — dije —, si una cosa está hecha, hecha está; quiero decir que por ejemplo yo estoy aquí. Repentinamente no podría dejar de existir o de haber existido si alguien retrocediese en el tiempo y matase a mi bisabuelo siendo niño.
—Pero desde luego si lo hubieran hecho no estarías aquí, ¿no es así?— preguntó —. La falsedad de que el pasado es inmutable no tuvo importancia mientras no había manera de cambiarlo, pero en cuanto la hubo y se hizo evidente la falsedad de la idea, tuvimos que obrar con precaución extremada.
De esto es de lo que se preocupan los historiadores; lo restante, es decir, cómo sucede, lo dejamos en manos de los matemáticos superiores.
»Ahora bien, antes de que nos permitan el empleo de la máquina de historia, hay que seguir cursos especiales, pruebas, permisos y hacer promesas solemnes. Luego se cursan varios años de prueba antes de que le den a una el permiso de practicar. Sólo entonces le permiten visitar y observar por su cuenta. Esto es todo lo que podemos hacer: observar; las reglas son muy rigurosas.
Pensé sobre todo ello.
—Si no te molesta la pregunta, ¿no estás ahora quebrantando constantemente una serie de estas reglas?— le pregunté.
—Claro que sí, por esto me perseguían — repuso.
—¿Te retirarán la licencia o algo por el estilo si te cogen?—¡Válgame Dios! Nunca podría solicitarla. Para hacer los viajes he aprovechado algún momento en que el laboratorio estaba vacío. Siendo el del tío Donald, me ha resultado más fácil porque, a no ser que me pescasen en la máquina, siempre podría fingir que estaba haciendo algo especial para él. »Tuve que procurarme los vestidos apropiados para venir, pero no me atreví a ir a los sastres para historiadores, de manera que tomé algún dibujo en un museo y me los hice copiar; ¿no están mal, verdad?
—La imitación es buena y te sientan bien — le aseguré —, aunque hay algo en estos zapatos que no me acaba de convencer.
Se miró a los pies.
—Ya me lo temía. No pude encontrar ningunos apropiados para la época — admitió —. Bien, seguidamente — continuó — pude hacer algunos viajes cortos de prueba. Tenían que ser cortos porque la duración es constante, quiero decir, que una hora allí es lo mismo que una hora aquí, y no podía ajustar la máquina para mí misma por mucho tiempo. Pero ayer un hombre entró en el laboratorio justamente cuando yo volvía. Cuando vio los vestidos supo inmediatamente lo que estaba haciendo, de manera que la única cosa que podía hacer era volver a entrar en la máquina, pues nunca hubiese tenido otra oportunidad. Me siguieron sin molestarse siquiera en cambiar de trajes.
—¿Crees que volverán?— le pregunté.
—Lo supongo, pero la próxima vez llevarán trajes de la época.
—¿Crees que estarán muy desesperados? Quiero decir qué si crees que llegarían a disparar o a hacer algo por el estilo. Negó con la cabeza.
—¡Oh, no! Esto sería un cronoclasma muy grave, especialmente si llegaban a matar a alguien.
—Pero tu presencia aquí debe estar originando una serie de cronoclasmas de bastante importancia. ¿Qué sería peor?
—Ya los he tenido todos en cuenta. Me he asegurado — afirmó sin dar explicaciones —. Ellos también se preocuparán menos cuando piensen en investigarlo.
Hizo una breve pausa. Luego con aire de dedicar su atención a un tema más interesante, prosiguió:
—Cuando la gente de tu tiempo se casa, se visten de una manera especial para la ceremonia, ¿no es así?
El tema parecía fascinarla.
***
—¡Hum! —murmuró Tavia—, me parece que me gustan las bodas del siglo veinte.
—También a mí me gustan más ahora, querida — admití.
En efecto, me sorprendí al darme cuenta de cómo había cambiado de modo de pensar en el transcurso del último mes.
—¿Los recién casados del siglo veinte duermen en una sola cama grande, cariño?— preguntó.
—Invariablemente, querida — le aseguré.
—¡Qué divertido! —dijo—. No es muy higiénico, desde luego, pero en cualquier caso es agradable.
Reflexionamos sobre todo ello.
—¿Te has dado cuenta, cariño, de que ella ya no me mira con desprecio?— comentó Tavia.
—En cuanto hay un certificado de matrimonio por delante la gente deja de hacer comentarios — le expliqué.
Durante un rato la conversación siguió bastante inconexa acerca de tópicos de interés personal, pero limitado. Finalmente llegamos a un punto en el que yo estaba diciendo:
—Empiezo a creer que no hace falta que nos sigamos preocupando por aquellos hombres que te perseguían, cariño. Hubiesen vuelto hace mucho si les hubiese interesado tanto como creías.
Ella denegó con la cabeza.
—Debemos continuar tomando precauciones, pero es extraño. Supongo que el tío Donald tiene algo que ver con ello. El pobre no tiene mentalidad mecánica, como pudiste comprobar hace dos años por su error al ajustar la máquina cuando vino a verte.
Pero no podemos hacer nada más que esperar y tener cuidado.
Continué reflexionando, y a continuación dije:
—Pronto tendré que buscarme un empleo. Esto quizás complique la tarea de vigilancia.
—¿Empleo?— me preguntó.
—A pesar de todo lo que digan, dos personas no gastan lo mismo que una. Las esposas aspiran a cierto nivel de vida, y deben tenerlo, naturalmente dentro de ciertos límites. El poco dinero que tengo no llegaría para todo.
—No necesitas preocuparte por esto — me aseguró Tavia — Puedes inventar algo. —¿Yo?¿Inventar?— exclamé.
—Sí. Estás bastante enterado en cuestiones de radio; ¿no es así?
—Seguí algunos cursos de radar cuando estuve en la R. A. F.
—¡Ah, la R. A. F.! —dijo encantada—. ¡Pensar que verdaderamente luchaste en la segunda Guerra Mundial! ¿Conociste a Monty, Ike y todos estos personajes maravillosos?
—Personalmente, no. Servíamos en diferentes armas — le expliqué.
—¡Qué lástima! Todos apreciaban a Ike. Pero, hablando de lo que te interesa: todo lo que tienes que hacer es buscar algunos libros modernos de electrónica y de radio y ya te diré lo que tienes que inventar.
—¿Que tú...?¡Ah, ya veo! ¿Crees que sería ético?—le pregunté dudando.
—No veo por qué no, después de todo alguien tiene que inventar las cosas, o si no yo no hubiese podido estudiarlas en la escuela, ¿no es así?
—Bueno, prefiero pensarlo un poco — le contesté.
Supongo que fue una coincidencia el haber mencionado aquella mañana en particular la falta de interrupciones, o por lo menos pudo haberlo sido. Las coincidencias me han empezado a parecer muy sospechosas desde que he conocido a Tavia. En cualquier caso, hacia la mitad de aquella mañana, Tavia, mirando por la ventana, dijo:
—Cariño, hay alguien que está haciendo señales desde aquellos árboles.
Fui para echar una ojeada y vi un palo con un pañuelo blanco atado a él, ondeando lentamente de un lado a otro. Con los prismáticos pude distinguir al operador, un hombre de edad madura casi oculto entre los arbustos. Le pasé los anteojos a Tavia.
—¡Dios mío! — exclamó —. Es tío Donald. Supongo que será mejor que lo veamos; espero que estará solo.
Salí al exterior hasta el final de mi camino y le hice señales de que se adelantase. A los pocos minutos compareció llevando el bastón y el pañuelo como si fuesen una bandera. Desde lejos su voz me llegó semiapagada:
—¡No dispare!
Le mostré las manos para que viese que iba desarmado. Tavia se acercó y permaneció a mi lado. Al acercarse, pasó el bastón a la mano izquierda y se sacó el sombrero con la otra saludando educadamente.
—¡Ah, sir Gerald!, es un placer verle de nuevo — exclamó.
—No es sir Gerald, tío — dijo Tavia —, es míster Lattery.
—¡Qué estupidez la mía, míster Lattery! — prosiguió —. Estoy seguro de que le agradará saber que la herida ha sido más que nada superficial y no tiene ninguna gravedad. Al pobre hombre le costará estar echado de cara durante algún tiempo.
—¿El pobre hombre?—repetí sin comprender.
—El que usted hirió ayer.
—¿Que yo herí?
—Probablemente mañana o cualquier otro día — dijo Tavia interrumpiéndonos —. ¿Sabes, tío, que realmente eres terrible con estos ajustes?
—Comprendo muy bien el principio, sólo que me resultan un poco confusas las operaciones.
—No importa, ya que estás aquí, lo mejor será que entre —le dijo su sobrina —. Y es preferible que te guardes el pañuelo en el bolsillo — añadió.
En cuanto entró le vi dar una rápida ojeada en derredor y asentir como si estuviese satisfecho con la autenticidad del contenido. Tomamos asiento y Tavia dijo:
—Antes de que prosigamos, tío Donald, me parece que será mejor decirte que me he casado con Gerald, míster Lattery.
El doctor Gobie la observó cuidadosamente.
—¿Casarte?— repitió —. ¿Para qué?
—¡Oh, Dios mío! — dijo Tavia, y pacientemente le explicó—: Estoy enamorada de él y él de mí, de manera que soy su mujer. Aquí las cosas se hacen así.
—¡Vaya, vaya! — dijo el doctor Gobie sacudiendo la cabeza —. Naturalmente ya conozco tu inclinación sentimental por el siglo veinte y sus costumbres, sobrina, pero me parece que no era necesario que tú... ¡ejem...!, ¡te convirtieses en una nativa!
—Pues me gusta mucho —le respondió Tavia.
—Las jóvenes siempre serán románticas, ya lo sé. Pero ¿has pensado en las molestias que estarás causando a sir Gerald, ¡ejem!, míster Lattery?
—Al contrario, lo que hago es evitárselas, tío Donald. Aquí, si no te casas te desprecian, y yo no quiero que a él le desprecien.
—Pensaba más en el tiempo después de tu partida, que en lo que dure tu estancia aquí. Tienen una gran cantidad de leves sobre presuntas muertes y comprobación de abandonos, etcétera; todas ellas muy lentas y complicadas. Mientras, no podrá volverse a casar.
—Estoy segura de que no querrá casarse con otra, ¿no es así, cariño?— me dijo mi mujer.
—Desde luego que no — protesté.
—¿Estás seguro de esto, cariño?
—Cariño — dije tomándole la mano —, si las demás mujeres del mundo...
Al cabo de un rato el doctor Gobie nos llamó la atención tosiendo.
—El verdadero propósito de mi visita —explicó — es persuadir a mi sobrina de que tiene que regresar inmediatamente. En la facultad reina gran consternación y alarma por este asunto, y en primer lugar me acusan a mí. Nuestra principal preocupación es hacer que vuelva antes de que se produzca un daño serio. Cualquier cronoclasma continúa ejerciendo su efecto sin límite a través de las edades, y por esta escapatoria, en cualquier momento, puede originarse un cronoclasma verdaderamente grave. Todos estamos muy nerviosos.
—Lo siento, tío Donald, y también que te acusen a ti. Pero no volveré. Aquí soy muy feliz.
—Pero los posibles cronoclasmas, querida, no me dejan dormir...
—Querido tío, no son nada en comparación con los cronoclasmas que se originarían si yo volviese ahora. Has de comprender que no puedo, y explicarlo a los demás...
—¿Que no puedes?— repitió.
—Verás, si te fijas en los libros comprobarás que mi marido — ¿no es ésta una palabra divertida, fea y anticuada? y sin embargo me gusta — proviene de dos antiguas raíces islandesas...
—Estabas hablando de no regresar — le recordó el doctor Gobie.
—Ah, sí. Bien, en los libros verás que primero inventó la comunicación submarina por radio y más tarde inventó las transmisiones por rayos curvos, que es por lo que le hicieron caballero.
—Estoy perfectamente enterado de esto, Tavia, Pero yo no veo...
—Pero, tío Donald, tienes que verlo. ¿Cómo sería posible que inventase estas cosas si no estuviese yo aquí para indicarle cómo debe hacerlo? Si haces que me vaya contigo ahora, no se inventarán, y ¿qué sucederá después?
El doctor Gobie la miró fijamente durante algunos momentos.
—Sí — dijo —. Sí, tengo que admitir que esta idea no se me había ocurrido — y durante un rato quedó sumido en profunda meditación.
—Además — añadió Tavia —, Gerald lamentaría que me fuese, ¿no es así, cariño?
—Yo... — empecé, pero el doctor Gobie me interrumpió poniéndose en pie.
—Sí — dijo —. Me parece evidente que tendrá que haber una demora pasajera. Les comunicaré tu argumentación, peso sólo será por una temporada.
Al encaminarse hacia la puerta se detuvo.
—Mientras tanto, querida, ten cuidado. Estas cosas son muy delicadas y complicadas. Tiemblo al pensar en las complicaciones que puedes originar si tú hicieses algo irresponsable, como por ejemplo llegar a ser tu propia antepasada.
—Esto es lo único que no puedo hacer, tío Donald. Pertenezco a una rama colateral.
—Ah, sí. Es una contingencia afortunada. Así, pues, hasta la vista, querida, y a usted también, sir... ejem, míster Lattery. Espero que volvamos a vernos; el estar aquí como algo más que simple observador, aunque sólo sea por una vez, también tiene su parte agradable.
—¡Vaya parrafada, tío Donald! — exclamó Tavia —, te has llenado la boca.
El doctor Gobie movió la cabeza reprobando:
—Me parece que nunca llegarás a ser una buena historiadora, sobrina. Esta frase es del principio del siglo veinte, e incluso entonces resultaba poco elegante.
El esperado incidente de los tiros tuvo lugar una semana más tarde. Tres hombres, vestidos con bastante propiedad a la manera de peones de granja, se aproximaron hacia la casa. Tavia reconoció a uno de ellos con ayuda de los prismáticos. Cuando aparecí escopeta en mano a la puerta de la casa, intentaron ponerse a cubierto. Apunté a uno de ellos desde una distancia considerable y disparé, después de lo cual huyó cojeando.
Pasado este incidente ya no nos molestaron más. Un poco más tarde empezamos a dedicarnos al asunto de la radio submarina — extraordinariamente sencillo una vez se conocían sus principios —, pudiendo solicitar al poco tiempo la demanda de la patente.
Una vez hecho esto nos dedicamos a la transmisión por rayos curvos.
En esto Tavia me dio prisa, pues opinaba:
—No sé cuánto tiempo nos queda, querido. Desde que llegué aquí he estado tratando de recordar cuál era la fecha de tu carta, y no puedo, aunque sé que la subrayaste. Sé que hay informes de que tu primera esposa te abandonó — «abandonar», vaya una palabra desagradable, cariño, como si ésta fuese mi intención — pero no dice cuándo. De manera que si dejases de inventarlo se originaría un cronoclasma espantoso.
Seguidamente, en lugar de dedicarse de lleno a la tarea, como sus palabras parecían indicar, se quedó pensativa. —De hecho — dijo —, me parece que en cualquier caso va a haber un cronoclasma importante, porque vamos a tener un hijo...
—¡No me digas! — exclamé encantado.
—¿Qué quieres decir con «no me digas»? Voy a tenerlo y estoy preocupada. No creo que jamás le haya sucedido esto a un viajero historiador. El tío Donald se preocuparía de un modo terrible si lo supiera.
—¡Al cuerno con el tío Donald! — dije —. ¡Al cuerno con los cronoclasmas! Vamos a celebrarlo, amor mío.
Las semanas pasaron volando. Conseguí la aprobación provisional de mis patentes. Me enteré a fondo de la teoría de la transmisión por rayos curvos. Todo iba perfectamente. Discutimos sobre el futuro: si se llamaría Donald o Alexandra. Cuánto tardarían en cobrarse los primeros royalties para poder hacer una oferta para comprar Barford House. Lo divertido que resultaría que al principio la llamasen lady Lattery, y otros temas parecidos.
Luego vino aquella tarde de diciembre, cuando al regresar de Londres de discutir una modificación con un fabricante, me encontré con que ya no estaba...
Ni una nota, ni una última palabra. Solamente la puerta delantera abierta y una silla derribada en el cuarto de estar...
—Oh, Tavia, mi queridísima Tavia...
He empezado a escribir sobre todo esto, porque aún tengo una sensación extraña sobre lo poco ético que es el no ser el inventor de mis propias invenciones y lo deseable que sería una rectificación. Ahora que he llegado al final, me doy cuenta de que lo de «rectificación» es una pálida descripción de lo que sería necesario. De hecho, me parece que habría tantas dificultades en rechazar el título de caballero, aduciendo tan sólo estos hechos como única razón, que me parece que no voy a decir nada y limitarme a aceptar el título. Después de todo cuando pienso en la cantidad de inventos «inspirados» que recuerdo, me viene el pensamiento de si otros antes que yo no habrán hecho lo mismo.
Nunca he pretendido comprender los delicados detalles de las acciones y reacciones que implica este asunto, pero tengo la sensación de que es básicamente necesaria una acción por mi parte en este momento, no sólo para evitar que yo mismo origine un cronoclasma de primera magnitud, sino por el temor de que por mi omisión pudiera encontrarme con que todo ello no ha sucedido nunca. Así, pues, tengo que escribir una carta.
Primero el sobre:

A mi tatar-tatara-sobrina Miss Octavia Lattery.
(Para abrirla el día de su vigésimo primero cumpleaños el 6 de junio del año 2136.)
Luego la carta. Fecharla. Subrayar la fecha.
Mi lejana, dulce y adorable Tavia:
Cariño...


FIN



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