El Arresto de Arsène Lupin - Maurice Leblanc -Leer en el Movil


 El Arresto de Arsène Lupin
(L'Arrestation d'Arsène Lupin -1905)

Maurice Leblanc



¡Qué extraño viaje! Sin embargo, ¡había comenzado tan bien! En cuanto a mí, nunca hice otro que se presentara con mejores auspicios. El Provence es un transatlántico rápido, cómodo, y está bajo el mando del más afable de los hombres. Allí se reunía la sociedad más selecta. Se establecían relaciones, se organizaban diversiones. Teníamos esa impresión exquisita de estar separados del mundo, reducidos a nosotros mismos como si estuviéramos en una isla desconocida, obligados, por consiguiente, a arrimarnos los unos a los otros.
Y nos arrimamos…
¿Alguna vez han pensado en lo que hay de original y de imprevisto en esa agrupación de seres que, la víspera todavía no se conocían, y que, durante algunos días, entre el cielo infinito y el mar inmenso, van a vivir en la mayor intimidad, juntos van a desafiar las iras del océano, el asalto terrorífico de las olas, las jugarretas de las tempestades y la calma solapada del agua adormecida?
Es, en el fondo, vivida en una especie de resumen trágico, la vida misma, con sus reveses y sus grandezas, su monotonía y su diversidad, y he ahí por qué, tal vez, se saborea con una prisa febril y una voluptuosidad aún más intensa ese corto viaje del que se divisa el fin en el momento mismo en que se comienza.
Pero, después de varios años, algo ocurre que se suma singularmente a las emociones de la travesía. La pequeña isla flotante depende todavía de ese mundo del que nos creíamos liberados. Subsiste un vínculo, que no se rompe sino poco a poco en pleno océano, y poco a poco, en pleno océano, se restablece. ¡El telégrafo sin hilos! ¡La llamada de otro universo del que se reciben noticias del modo más misterioso posible! La imaginación ya no tiene el recurso de evocar los alambres por cuyo interior se desliza el mensaje invisible. El misterio es más insondable todavía, más poético también, y hay que recurrir a las alas del viento para explicar este nuevo milagro.
Así, en los primeros momentos, nos sentimos seguidos, escoltados, precedidos incluso por esa voz lejana que, de vez en cuando, cuchicheaba a uno de nosotros algunas palabras desde allá lejos. Dos amigos me hablaron. Otros diez, otros veinte nos enviaron a todos, a través del espacio, sus despedidas entristecidas o sonrientes.
Ahora bien, al segundo día, a quinientas millas de la costa francesa, en una tarde borrascosa, el telégrafo sin hilos nos transmitió un telegrama cuyo texto era:
Arsène Lupin a bordo barco, primera clase, cabello rubio, herida antebrazo derecho, viaja solo, se apellida R…
En aquel preciso momento un fuerte trueno estalló en el sombrío cielo. Las ondas eléctricas se interrumpieron. El resto del telegrama no nos llegó. Del apellido bajo el que se ocultaba Arsène Lupin no se supo más que la inicial.
Si se hubiera tratado de cualquier otra noticia, no dudo de que el secreto habría sido mantenido escrupulosamente por los empleados de la línea telegráfica, así como por el comisario a bordo y por el capitán. Pero hay acontecimientos que parecen superar la discreción más rigurosa. Aquel mismo día, sin que pueda decirse cómo se había divulgado, todos sabíamos que el famoso Arsène Lupin se ocultaba entre nosotros.
¡Arsène Lupin entre nosotros! ¡El inasequible atracador cuyas proezas se contaban en todos los periódicos desde hacía meses! ¡El enigmático personaje con el que el viejo Ganimard, nuestro mejor policía, había entablado aquel duelo a muerte cuyas peripecias se mostraban de manera tan pintoresca! Arsène Lupin, el gentleman caprichoso que no opera más que en palacios y salones, y que, una noche en que había penetrado en casa del barón Schormann, se había marchado con las manos vacías y había dejado su tarjeta, compuesta por esta fórmula: «Arsène Lupin, gentleman-atracador, volverá cuando los muebles sean auténticos». ¡Arsène Lupin, el hombre de los mil disfraces: por turno chófer, tenor, corredor de apuestas, hijo de familia, adolescente, anciano, viajante de comercio marsellés, médico ruso, torero español!
Hay que darse cuenta de esto: ¡Arsène Lupin, yendo y viniendo en el ambiente relativamente restringido de un transatlántico, qué digo yo, en ese rinconcito de la primera clase, donde todos se vuelven a encontrar a cada instante, en ese comedor, en ese salón, en ese fumadero! Arsène Lupin era quizás ese señor… o aquel, mi vecino de mesa, mi compañero de camarote…
—¡Y esto va a durar todavía cinco veces veinticuatro horas! —exclamó al día siguiente Miss Nelly Underdown—. ¡Es intolerable! Espero que lo arrestarán.
Y se dirigió a mí:
—Veamos, Monsieur d’Andrézy, usted que tiene ya una relación excelente con el capitán, ¿no sabe nada?
¡Yo bien hubiera querido saber algo para complacer a Miss Nelly! Era una de esas criaturas magníficas que, en cualquier parte que estén, ocupan enseguida el lugar más a la vista. Su belleza, lo mismo que su fortuna, deslumbra. Tienen una corte de fervientes entusiastas.
Educada en París por una madre francesa, se reunió con su padre, el riquísimo Underdown de Chicago. Una de sus amigas, Lady Jerland, la acompañaba.
Desde el primer momento, yo había presentado mi candidatura de pretendiente. Pero, en la rápida intimidad del viaje, enseguida me había turbado su encanto, y cuando sus grandes ojos negros se encontraban con los míos me sentía un poco demasiado emocionado para coquetear. Sin embargo, ella acogía mis respetos con cierta benevolencia. Se dignaba reír con mis chistes y se interesaba por mis anécdotas. Una vaga simpatía parecía responder a la solicitud que yo le manifestaba.
Un solo rival, quizás, me había inquietado, un muchacho bastante guapo, elegante, comedido, cuyo humor taciturno ella parecía preferir a veces a mis modales más «fuera de lugar» de parisino.
Precisamente formaba parte del grupo de admiradores que rodeaba a Miss Nelly, cuando ella me interrogó. Estábamos en el puente, gratamente arrellanados en sendas mecedoras. La tempestad de la víspera había despejado el cielo. El momento era delicioso.
—No sé nada en concreto, mademoiselle —le respondí—, pero ¿es imposible que nosotros mismos llevemos a cabo nuestra pesquisa tan bien como lo haría el anciano Ganimard, enemigo personal de Arsène Lupin?
—¡Ay, se anticipa usted mucho!
—¿En qué, pues? ¿Tan complicado es el problema?
—Muy complicado.
—Es que usted olvida los elementos de que disponemos para resolverlo.
—¿Qué elementos?
—Primero, Lupin se hace llamar Monsieur R… —Una descripción un poco vaga.
—Segundo, viaja solo.
—¡Si esa particularidad le basta!
—Tercero, es rubio.
—¡Bueno!, ¿y qué?
—En tal caso no tenemos más que consultar la lista de pasajeros y proceder por eliminación.
Tenía la lista en mi bolsillo. La cogí y la hojeé.
—Observo en primer lugar que no hay más que trece personas cuya inicial llame nuestra atención.
—¿Trece solamente?
—En primera clase, sí. De esos trece messieurs R…, como pueden ustedes cerciorarse, nueve están acompañados de esposas, de hijos o de criados. Quedan cuatro individuos solitarios: el marqués de Raverdan…
—Secretario de embajada —interrumpió Miss Nelly—, lo conozco.
—El comandante Rawson… —Es mi tío —dijo alguien.
—M. Rivolta…
—Presente —exclamó uno de nosotros, un italiano cuyo rostro ocultaba una barba de color negro de lo más bonito.
Miss Nelly se echó a reír.
—Monsieur no es precisamente rubio.
—Entonces —proseguí yo—, nos vemos obligados a concluir que el culpable es el último de la lista.
—¿O sea?
—Es decir, M. Rozaine. ¿Conoce alguien a M. Rozaine?
Se callaron. Pero Miss Nelly, interpelando al joven taciturno, cuya asiduidad cerca de ella me atormentaba, le dijo:
—Y bien, Monsieur Rozaine, ¿no contesta usted?
Las miradas se volvieron hacia él. Era rubio.
Confesémoslo, sentí como una pequeña desazón en lo más íntimo. Y el silencio embarazoso que nos abrumaba me indicó que los demás asistentes experimentaron también esa especie de sofoco. Por otra parte, eso era absurdo, pues al fin nada en la conducta de aquel señor permitía sospechar de él.
—¿Por qué no respondo? —dijo—. Pues porque, teniendo en cuenta mi apellido, mi condición de viajero aislado y el color de mi cabello, he procedido ya a una pesquisa análoga, y he llegado al mismo resultado. Soy, pues, del parecer de que me arresten.
Al pronunciar esas palabras su semblante tenía una extraña expresión. Sus labios, finos como dos trazos inflexibles, se afinaron todavía más y palidecieron. Hilillos de sangre estriaron sus ojos.
Sin duda alguna bromeaba. No obstante, su fisonomía y su actitud nos impresionaron. Cándidamente, Miss Nelly preguntó:
—Pero usted no tiene ninguna herida.
—Es cierto —dijo él—, me falta la herida.
Con un gesto nervioso se recogió el puño y dejó el brazo al descubierto. Pero enseguida me asaltó una idea. Mis ojos se cruzaron con los de Miss Nelly: había mostrado el brazo izquierdo.
Y a fe mía, ya iba a hacer la observación, cuando un incidente distrajo nuestra atención. Lady Jerland, la amiga de Miss Nelly, llegó corriendo.
Estaba descompuesta. Nos apresuramos a rodearla, y solo tras muchos esfuerzos consiguió balbucear:
—¡Mis joyas, mis perlas! ¡Se han llevado todo!
No, no se habían llevado todo, como supimos más tarde; algo bastante curioso: ¡habían elegido!
De la estrella de diamantes, el colgante de cabujones de rubíes, de los collares y de los brazaletes rotos habían quitado, no las piedras más gruesas, sino las más finas, las más preciosas, las que, se diría, tenían mayor valor ocupando menos espacio. Las monturas yacían sobre la mesa. Las vi, todos las vimos, despojadas de sus joyas como flores de las que se hubieran arrancado los bonitos pétalos deslumbrantes y colorados. ¡Y para ejecutar ese trabajo, había sido preciso, durante el tiempo en que Lady Jerland tomaba el té, había sido preciso, en pleno día, y en un pasillo frecuentado, fracturar la puerta del camarote, encontrar un pequeño talego disimulado a propósito en el fondo de una sombrerera, abrirlo y elegir!
No hubo más que un grito entre nosotros. No hubo más que una opinión entre todos los pasajeros, cuando se conoció el robo: es Arsène Lupin. Y de hecho, era verdaderamente su estilo, complicado, misterioso, inconcebible… y sin embargo lógico, pues si era difícil ocultar la voluminosa masa que habría formado el conjunto de las joyas, cuánto menor era la dificultad tratándose de pequeñas piezas independientes unas de otras: perlas, esmeraldas y zafiros.
Y a la hora de la cena, pasó lo siguiente: quedaron vacíos los dos asientos a derecha e izquierda de Rozaine. Y por la noche se supo que lo había convocado el capitán.
Su arresto, que nadie puso en duda, causó un verdadero alivio. Por fin se respiraba. Aquella noche nos distrajimos con varios pasatiempos. Se bailó. Miss Nelly, sobre todo, mostró una alegría asombrosa que me hizo ver que, si los respetos de Rozaine pudieron haberlo agradado al principio, apenas se acordaba de ellos. Su encanto acabó por conquistarme. Cerca de la medianoche, a la serena claridad de la luna, le aseguré mi devoción con una emoción que no pareció disgustarla.
Pero el día siguiente, ante el estupor general, nos enteramos de que, al no ser suficientes los cargos contra él, habían puesto en libertad a Rozaine.
Hijo de un importante comerciante de Burdeos, había exhibido la documentación perfectamente en regla. Además, sus brazos no presentaban el menor rastro de herida.
—¡La documentación! ¡Partida de nacimiento! —exclamaron los enemigos de Rozaine—. Pero ¡Arsène Lupin les proporcionará tantas como ustedes quieran! En cuanto a la herida, es que no recibió ninguna… ¡o que borró el rastro de la misma!
Se les objetó que a la hora del robo Rozaine (estaba demostrado) se paseaba por el puente. A lo que ellos replicaron:
—¿Es que un hombre del temple de Arsène Lupin necesita asistir al robo que él mismo comete?
Por otra parte, fuera de cualquier consideración ajena, había un detalle que ni los más escépticos podían reprobar: ¿quién, salvo Rozaine, viajaba solo, era rubio y llevaba un apellido que comenzaba por erre? ¿A quién señalaba el telegrama, si no era a Rozaine?
Y cuando Rozaine, algunos minutos antes del desayuno, se dirigió audazmente a nuestro grupo, Miss Nelly y Lady Jerland se levantaron y se alejaron.
Aunque parezca mentira, tenían miedo.
Una hora más tarde, una circular manuscrita pasó de mano en mano entre los empleados de a bordo, los marineros y los viajeros de todas las clases: M. Louis Rozaine prometía una suma de diez mil francos a quien desenmascarase a Arsène Lupin o encontrara al poseedor de las piedras robadas.
—Y si nadie me ayuda contra ese bandido —declaró Rozaine al capitán—, yo le ajustaré las cuentas.
Rozaine contra Arsène Lupin, o más bien, según la expresión que circulaba, Arsène Lupin contra Arsène Lupin. ¡La lucha no carecía de interés!
Se prolongó durante dos días. Se vio a Rozaine deambular de un lado a otro, mezclarse con el personal, preguntar, fisgonear. Por las noches se divisaba su sombra, merodeando.
Por su parte, el capitán desplegó la energía más activa. Se registró el Provence de arriba abajo, por todos los rincones. Se indagó en todos los camarotes, sin excepción, con el pretexto, muy acertado, de que los objetos estaban ocultos en cualquier lugar, salvo en el camarote del culpable.
—Se acabará efectivamente por descubrir algo, ¿no es cierto? —me preguntó Miss Nelly—. Por muy brujo que sea, no puede hacer que los diamantes y las perlas se vuelvan invisibles.
—Claro que sí —le respondí—, o en todo caso habrá que examinar detenidamente la guarnición interior de nuestros sombreros, el forro de nuestras chaquetas, todo lo que llevamos encima.
Y mostrándole mi kodak, una 9x12, con la cual no dejaba de fotografiarla en las posturas más diversas, añadí:
—¿No cree usted que en una máquina fotográfica, no mayor que esta, habría sitio para todas las piedras preciosas de Lady Jerland? Se finge estar tomado vistas y la jugarreta está hecha.
—Sin embargo, he oído decir que no hay ladrón que no deje tras él algún indicio.
—Hay uno: Arsène Lupin.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Porque no piensa únicamente en el robo que comete, sino en todas las circunstancias que podrían denunciarlo.
—Al principio, usted era más confiado.
—Pero, después, lo he visto en acción.
—Entonces ¿a su modo de ver…?
—A mi modo de ver, perdemos el tiempo.
Y de hecho, las investigaciones no dieron ningún resultado, o al menos, el que dieron no correspondió al esfuerzo general: le robaron el reloj al capitán.
Furioso, redobló su ardor y vigiló más estrechamente todavía a Rozaine, con el que había tenido varias entrevistas. El día siguiente, ironía encantadora, se encontró el reloj entre los cuellos postizos del segundo de a bordo.
Todo aquello parecía prodigioso, y denunciaba bien a las claras el estilo humorístico de Arsène Lupin, atracador, en efecto, pero también diletante. Trabajaba por gusto y por vocación, sin duda alguna, pero también para entretenerse. Daba la impresión del señor que se divierte con la obra que hace representar, y que, entre bastidores, se ríe a carcajadas de sus agudezas y de las situaciones que imaginó.
Decididamente, era un artista en su género, y cuando yo observaba a Rozaine, sombrío y obstinado, y pensaba en el doble papel que desempeñaba sin duda este curioso personaje, no podía hablar de él sin una cierta admiración.
Ahora bien, la penúltima noche, el oficial de guardia oyó gemidos en el lugar más oscuro del puente. Se acercó. Un hombre estaba tendido, la cabeza envuelta en un echarpe gris muy tupido, los puños atados por medio de una cuerdecilla fina.
Lo liberaron de sus ataduras. Lo levantaron, le prodigaron toda clase de cuidados. Ese hombre era Rozaine.
Era Rozaine, asaltado durante una de sus expediciones, derribado y despojado. Una tarjeta de visita, sujeta a su ropa con un alfiler, llevaba inscritas estas palabras:
«Arsène Lupin acepta agradecido los diez mil francos de M. Rozaine».
En realidad, la cartera robada contenía veinte billetes de mil.
Naturalmente, se acusó al pobre de haber simulado ese ataque contra sí mismo. Pero, aparte de que le habría sido imposible atarse de esa manera, se comprobó que la escritura de la tarjeta era completamente diferente de la de Rozaine, y por el contrario, se parecía, hasta el punto de confundirse, a la de Arsène Lupin, tal y como la reproducía un viejo periódico encontrado a bordo.
Así pues, Rozaine no era Arsène Lupin. ¡Rozaine era Rozaine, hijo de un comerciante de Burdeos! Y la presencia de Arsène Lupin se confirmaba una vez más, ¡y con qué acto de temeridad!
Aquello fue el terror. Nadie se atrevía ya a quedarse a solas en su camarote, y tampoco a aventurarse solo por los lugares demasiado apartados. Prudentemente, la gente se agrupaba para asegurarse los unos a los otros. Y aun así, una desconfianza instintiva desunía a los más íntimos. Es que la amenaza no provenía de un individuo aislado, y por eso mismo menos peligroso. Arsène Lupin, ahora, era…, era todo el mundo. Nuestra imaginación sobreexcitada le atribuía un poder milagroso e ilimitado. Se le suponía capaz de ponerse los disfraces más inesperados, de ser por turno el respetable comandante Rawson, o el noble marqués de Raverdan, o incluso, pues ya nadie se fijaba en la inicial acusatoria, tal o cual persona conocida de todos, aunque tuviera esposa, hijos y criados.
Los primeros partes telegráficos no aportaron ninguna novedad. Al menos, el capitán no nos los dio a conocer, y semejante silencio para nada nos tranquilizaba.
Asimismo, el último día nos pareció interminable. Se vivía en la ansiosa espera de una desgracia. Esta vez, ya no sería un robo, no sería ya una simple agresión, sería un crimen, un asesinato. No se admitía que Arsène Lupin se conformase con dos hurtos insignificantes. Dueño absoluto del buque, y las autoridades reducidas a la impotencia, no tenía más que mandar, todo le estaba permitido, disponía de los bienes y de las existencias.
Fueron unas horas deliciosas para mí, lo confieso, pues me proporcionaron la confianza de Miss Nelly. Impresionada por tantos acontecimientos, de temperamento inquieto, buscó espontáneamente a mi lado una protección, una seguridad que me alegraba poder ofrecerle.
En el fondo, bendecía a Arsène Lupin. ¿No era él quien nos acercaba? ¿No era gracias a él que tuviera derecho a entregarme a los sueños más hermosos? Sueños de amor y sueños menos quiméricos, ¿por qué no confesarlo? Los Andrézy son una familia de rancio abolengo de Poitiers, pero su blasón está un poco desdorado, y no me parecía indigno de un gentilhombre el soñar con devolver a su apellido el lustre perdido.
Y esos sueños, lo notaba, no ofuscaban a Nelly. Sus ojos sonrientes me autorizaban a tenerlos. La dulzura de su voz me decía que confiase.
Y hasta el último momento, acodados en la borda, permanecimos uno cerca del otro, mientras el perfil de las costas americanas desfilaba ante nosotros.
Se habían interrumpido las pesquisas. Se esperaba. Desde la primera clase hasta el entrepuente, que rebosaba de emigrantes, se esperaba el momento supremo en que por fin se explicaría el enigma insoluble. ¿Quién era Arsène Lupin? ¿Bajo qué nombre, bajo qué máscara se ocultaba el famoso Arsène Lupin?
Y ese momento supremo llegó. Viviría yo cien años y no olvidaría ni el más ínfimo detalle.
—¡Qué pálida está usted, Miss Nelly! —dije a mi compañera, que se apoyaba en mi brazo, completamente desfalleciente.
—¡Y usted! —me respondió ella—. ¡Ah!, ¡qué cambiado está!
—¡Imagínese! Este instante es apasionante, y me alegro tanto de vivirlo junto a usted, Miss Nelly. Me parece que su recuerdo persistirá a veces…
Ella no escuchaba, anhelante y febril. Bajaron la pasarela. Pero antes de que pudiéramos atravesarla, subió a bordo gente, aduaneros, hombres de uniforme, carteros.
Miss Nelly balbuceó:
—Se darán cuenta de que Arsène Lupin se ha escapado durante la travesía, y a mí no me sorprendería.
—Tal vez ha preferido la muerte al deshonor, zambullirse en el Atlántico antes que ser arrestado.
—No se ría —dijo ella, irritada.
De repente me estremecí y, como ella me preguntaba, le dije:
—¿Ve usted a aquel viejecito que está de pie al final de la pasarela?
—¿Con un paraguas y una levita verde oliva?
—Es Ganimard.
—¿Ganimard?
—Sí, el célebre policía, el que ha jurado que arrestará a Arsène Lupin con sus propias manos. ¡Ah!, ya comprendo que no hayamos tenido informaciones de aquel lado del océano. ¡Ganimard estaba allí! Y no le gusta que alguien se ocupe de sus asuntos de poca monta.
—Entonces ¿está seguro de que cogerán a Arsène Lupin?
—¿Quién sabe? Ganimard no lo ha visto nunca, al parecer, más que maquillado y disfrazado. A menos que conozca su nombre ficticio…
—¡Ah! —dijo ella, con esa seguridad un poco cruel de las mujeres—. ¡Si pudiera presenciar el arresto!
—Tengamos paciencia. Por supuesto Arsène Lupin ha notado ya la presencia de su enemigo. Preferirá salir entre los últimos, cuando la vista del viejo se haya cansado.
El desembarco comenzó. Apoyado en su paraguas, con aire indiferente, Ganimard no parecía prestar atención a la muchedumbre que se apiñaba entre las dos barandillas. Observé que un oficial de a bordo, apostado detrás de él, le informaba de vez en cuando.
Desfilaron el marqués de Raverdan, el comandante Rawson, el italiano Rivolta, y otros, muchos otros… Y me di cuenta de que Rozaine se acercaba.
¡Pobre Rozaine! ¡No parecía repuesto de sus desventuras!
—Quizás sea él a pesar de todo… —me dijo Miss Nelly—. ¿Qué opina usted?
—Creo que sería muy interesante tener en una misma fotografía a Ganimard y a Rozaine. Tome pues mi máquina fotográfica, estoy tan cargado.
Se la di, pero demasiado tarde para que ella la utilizase. Pasaba Rozaine. El oficial se inclinó sobre la oreja de Ganimard, este alzó los hombros ligeramente, y pasó Rozaine.
Pero entonces, Dios mío, ¿quién era Arsène Lupin?
—Sí —habló ella en voz alta—. ¿Quién es?
No había más que una veintena de personas. Ella las observó por turno con el temor confuso de que él no estuviese entre esas veinte personas.
Le dije:
—No podemos esperar más tiempo.
Ella se adelantó. Yo la seguí. Pero no habíamos dado ni diez pasos cuando Ganimard nos cerró el paso.
—Y bien, ¿qué ocurre? —exclamé yo.
—Un momento, monsieur, ¿qué prisa tiene?
—Acompaño a mademoiselle.
—Un momento —repitió con voz más imperiosa.
Me miró profundamente de hito en hito, luego me dijo mirándome a los ojos. —Arsène Lupin, ¿no es así?
Me eché a reír.
—No, soy nada menos que Bernard d’Andrézy.
—Bernard d’Andrézy murió hace tres años en Macedonia.
—Si Bernard d’Andrézy hubiese muerto, ya no estaría en este mundo. Y ese no es el caso. He aquí mi documentación.
—Es la suya, sí. Cómo la tiene usted, es lo que tendré el placer de explicarle.
—Pero ¡usted está loco! Arsène Lupin se embarcó bajo el nombre de R.
—Sí, de nuevo uno de sus trucos, una falsa pista sobre la que usted los ha lanzado allá lejos. ¡Ah! Menudo talento tiene usted, buen mozo. Pero esta vez ha cambiado la suerte. Veamos, Lupin, demuestre que es un buen intérprete.
Vacilé un momento. De un golpe seco, me pegó en el antebrazo derecho. Lancé un grito de dolor. Había golpeado en la herida todavía mal cerrada que indicaba el telegrama.
Vaya, hay que resignarse. Me volví hacia Miss Nelly, que me escuchaba lívida, vacilante.
Su mirada tropezó con la mía, después la bajó hacia la kodak que yo le había devuelto. Hizo un gesto brusco, y tuve la impresión, tuve la certeza de que ella de pronto comprendió. Sí, allí estaban, entre los tabiques estrechos de zapa negra, en los huecos del pequeño objeto que yo había tenido la precaución de depositar en sus manos antes de que Ganimard me detuviese, allí se encontraban sin duda alguna los veinte mil francos de Rozaine, las perlas y los diamantes de Lady Jerland.
¡Ah!, lo juro. En aquel momento solemne, cuando Ganimard y dos de sus acólitos me rodearon, todo me era indiferente, mi arresto, la hostilidad de la gente, todo, excepto esto: la resolución que iba a tomar Miss Nelly a propósito de lo que yo le había confiado.
Que hubiese contra mí esa prueba material y decisiva, ni siquiera me atrevía a pensarlo, pero ¿se decidiría Miss Nelly a facilitar esa prueba?
¿Me traicionaría? ¿Me perdería por ella? ¿Se comportaría como un enemigo que no perdona, o bien como una mujer que recuerda y cuyo desprecio se atenúa con un poco de indulgencia, con un poco de simpatía involuntaria?
Ella pasó ante mí, la saludé muy quedamente, sin una palabra. Mezclada con los demás viajeros, se dirigió hacia la pasarela, con mi kodak en la mano.
Sin duda, pensé, no se atreve en público. La entregará dentro de un momento.
Pero, al llegar a mitad de la pasarela, mediante un torpe movimiento simulado, la dejó caer al agua, entre el muro del muelle y el costado del buque.
Después, la vi alejarse.
Su bella silueta se perdió en la muchedumbre, apareció de nuevo y desapareció. Todo había terminado, terminado para siempre.
Durante un momento permanecí inmóvil, triste a la vez y lleno de una dulce ternura, después suspiré, con gran asombro de Ganimard:
—Lástima, a pesar de todo, no ser un hombre honrado…
Fue así como, una tarde de invierno, Arsène Lupin me contó la historia de su arresto. La serie de incidentes casuales, cuyo relato escribiré algún día, habían urdido unos vínculos entre nosotros… ¿diría yo de amistad? Sí, me atrevo a creer que Arsène Lupin me honra con cierta amistad, y que es por amistad por lo que llega a veces a mi casa de improviso, aportando, en el silencio de mi gabinete de trabajo, su alegría juvenil, la influencia de su apasionante vida, su buen humor de hombre para quien el destino no tiene más que beneficios y sonrisas.
¿Su retrato? ¿Cómo podría hacerlo? Veinte veces he visto a Arsène Lupin, y veinte veces es un ser diferente el que me aparece… o mejor dicho, el mismo ser del que veinte espejos me habrían devuelto tantas imágenes deformadas, teniendo cada una sus ojos peculiares, su rostro de forma especial, su propio ademán, su silueta y su carácter.
—Yo mismo —me dijo él—, no sé bien quién soy. Ya no me reconozco en un espejo.
Desplante, sin duda, y paradoja, pero verdad con respecto a los que se tropiecen con él y que ignoren sus recursos infinitos, su paciencia, su arte del maquillaje, su prodigiosa facultad de transformar hasta las proporciones de su rostro, y de alterar incluso la relación entre sus rasgos.
—¿Por qué —dice él también— habría de tener una apariencia definida? ¿Por qué no evitar ese peligro de una personalidad siempre idéntica? Mis actos me representan suficientemente.
Y precisa con un poquito de orgullo:
—Tanto mejor si no puede decirse con toda certeza: He aquí Arsène Lupin. Lo esencial es que digan sin temor a equivocarse: Arsène Lupin ha hecho esto.
Son algunos de esos actos, algunas de esas aventuras, lo que trato de reconstruir, según las confidencias de las que tuvo el detalle de agraciarme, ciertas tardes de invierno, en el silencio de mi gabinete de trabajo…


FIN


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