El Hombre Ultra - Alfred E. Van Vogt - Leer en el Móvil



El Hombre Ultra (1977)


Alfred Elton Van Vogt




El Hombre Ultra


CAPÍTULO PRIMERO
El letrero de la puerta brillaba suavemente. Decía:
DOCTOR RICHARD CARR, Psicólogo
Estación Lunar
Dentro de su despacho, Carr, un joven regordete, estaba asomado a una de las dos ventanas de su santuario con un par de binóculos enfocados sobre el cuarto piso. Tenía un micrófono suspendido del cuello por un cordón negro. De sus labios brotaba una fluida serie de comentarios:
—Ahora el hombre piensa en algún asunto técnico. Quiere hablar de eso. Pero lo único que le dice es: «¡Deprisa!» Sorprendentemente, por una razón que no puedo leer, ella también quiere marcharse, aunque no le va a dejar escapar tan fácilmente. Ella le dice:
«Caminemos un poco y hablemos del futuro.» El hombre responde: «No veo mucho futuro…» — Carr se interrumpió—. Coronel: el diálogo se ha hecho muy personal.
Pasemos a otra persona.
El coronel Wentworth, desde la otra ventana, contestó:
—¿Tiene idea de qué idioma hablan?
—Verdaderamente, no. Una lengua eslava. Del este de Europa. Pero el movimiento de los rasgos de sus caras cuando hablan me recuerda… Es polaco.
Wentworth extendió el brazo y cerró el magnetófono, donde por medio de un sistema de escucha había registrado las palabras pronunciadas por la pareja del piso inferior.
Era un hombre de un metro ochenta, treinta y ocho años, contextura engañosamente delicada, ojos grises cuya serenidad ocultaba en parte una inteligencia alerta. Durante ocho años había integrado el servicio de seguridad de la estación lunar, pero aún conservaba sus rígidos modales británicos. Como el psicólogo americano Carr, hacía poco que había llegado a la Luna. Los dos hombres acababan de conocerse.
Wentworth dirigió la mira óptica del sistema de escucha hacia el piso inferior. Sabía lo que aparentemente Carr ignoraba: que sus acciones eran levemente ilegales en esa ciudad lunar, donde diversas nacionalidades coexistían según las estipulaciones de acuerdos internacionales que no incluían el derecho de nadie a espiar los pensamientos de las personas a través de la expresión de sus caras.
Sin embargo, con el rostro apartado —demostraba seguramente pensamientos que no deseaba todavía compartir con Carr —Wentworth dijo en tono casual:
—Estamos trabajando desde hace diez minutos. Podemos seguir alguno más. ¿Ve a esa pelirroja que está con un hombre bajito?
Carr no respondió de inmediato. Parecía muy atento a lo que veía. De pronto exclamó en tono de asombro:
—¡Mire allí, coronel! Ese tipo alto, de turbante, ¡no es un ser humano!
—¿Qué quiere decir? —preguntó Wentworth, muy sorprendido.
Cogió sus binoculares, mientras Carr continuaba en voz ati-plada:
—¡Dios mío! ¡Sabe que le espío! ¡Me va a matar! ¡Cuidado!
Instintivamente, Wentworth se arrojó al suelo. Hubo un fogonazo más brillante que la luz del día, los vidrios se quebraron, y luego se oyó el ruido de fragmentos de mampostería desprendidos.
Retornó el silencio.
Wentworth tenía vagamente conciencia de que también Carr se había arrojado al suelo, y presumía que estaba bien. Sin perder tiempo, se incorporó un poco, avanzó hasta el escritorio, bajó el teléfono y un instante después resonaba la alarma.

CAPÍTULO SEGUNDO
El doctor Boris Denovich, el jefe psiquiatra recién llegado, escuchó con el ceño un poco fruncido por la máquina traductora lo que le parecía una historia inaceptable.
Ajustó el diminuto auricular y luego interrumpió al coronel Wentworth hablando en ruso ante el micrófono traductor.
—¿Quiere usted decir que este joven americano pretende leer los pensamientos de las personas a través de las expresiones de sus rostros? ¿Se refiere usted, sin duda, a la telepatía mental?
Wentworth contempló pensativamente a ese hombre de me-diana edad. Sabía algo que no conocían Carr ni Denovich. La reacción del otro era la que él esperaba; pero debía asegurarse.
Denovich continuó:
—¿Lo ha comprobado ya? ¿En varios lenguajes?
Wentworth había decidido previamente que era vital esa comprobación, y había pasado veinte importantes minutos en el departamento de traducciones. Respondió:
—Los idiomas de las diversas personas que registré eran polaco, alemán, griego y japonés.
—¿Y la versión de Carr se ajusta a las traducciones?
—Palabra por palabra, no. Pero ciertamente logró determinar el sentido general.
El fino rostro del psiquiatra pareció afinarse aún más. Estaba seguro de que el oficial de seguridad había sido víctima de un engaño bien montado por el psicólogo americano. No importaba cómo ni por qué.
El coronel Wentworth habló de nuevo.
—Será mejor que oiga el fin del registro.
—No es necesario. Me imagino que es así. — Frunció el ceño. — Espero, coronel, que el americano no sea simplemente un lingüista experto en lectura de labios.
El oficial de seguridad se dirigió al secretario, un hombre de cara ancha.
—Rebobine hasta esa tirita de papel blanco.
Y a Denovich le dijo:
—Tiene que escuchar esto, doctor.
La primera voz del registro era la del coronel Wentworth, pidiéndole a Carr que se ocupara de otra pareja. Hubo una pausa y luego se oyó la fabulosa afirmación que había galvanizado antes al coronel.
Denovich se irguió en su silla al oír la explosión y el ruido de vidrios rotos. Vio vagamente que el oficial de seguridad apagaba el magnetófono, y escuchó su propia voz que decía:
—¿Qué fue eso? ¿Qué sucedió?
Cuando Wentworth terminó su explicación, Denovich se había recobrado.
—Tiene que ser un engaño —afirmó—. ¿Miró usted por la ventana? ¿Qué vio?
—Me tomó por sorpresa -confesó Wentworth- Me arrojé al suelo. Cuando terminaron de caer trocitos de techo y pared habrían pasado unos dos o tres minutos.
—¿De modo que no vio a ningún hombre alto y no humano? — preguntó satíricamente Denovich.
Wentworth reconoció que al regresar a la ventana no había visto en los pisos inferiores a ninguna persona que se ajustara a tal descripción.
El psiquiatra soviético volvió a echarse atrás, luchando por conservar la calma. Estaba excitado de una forma desagradable, y tan próximo a la ira como no había estado en mucho tiempo. Sus sentimientos negativos se orientaban exclusivamente contra el doctor Richard D. Carr, el psicólogo americano.
Sin embargo, se controló y dijo:
—¿Por qué no le dejamos probar esa supuesta habilidad? Yo le concederé todas las facilidades, y me dará la oportunidad de ver qué puede hacer. Él podrá demostrar qué puede hacer. —Una amplia sonrisa surgió en sus finos labios —. Me gustaría saber si puede leer mis pensamientos en mi cara.
Parecía completamente satisfecho de su propuesta, e igualmente inconsciente de la importancia que el asunto tenía para Wentworth. El oficial de seguridad se mordió los labios y respondió:
—Buscaré al doctor Carr.
Wentworth caminó hasta el ascensor para recibir a Carr.
Cuando el psicólogo salió, Wentworth estaba de espaldas; el psicólogo le saludó y el coronel le miró por encima del hombro rápidamente, diciendo:
—Por aquí, doctor.
Durante el camino de regreso al despacho del psiquiatra ruso, marchó unos pasos adelante, con la cara levemente ladeada para que quedara oculta.
Cuando entraron, primero Carr, y luego Wentworth, Denovich se adelantó. Llevaba en la solapa el micrófono traductor. En la Tierra, solía utilizar una técnica para saludar a las personas con quienes no deseaba relacionarse: mantenerlas en movimiento, y cerca de alguna salida, y despedirlas casualmente apenas fuera posible.
Su primera visión del americano rollizo y de aspecto poco saludable, y la blanda mano que Carr puso entre sus dedos musculosos no le sugirieron ninguna razón para una actitud diferente. Indicó la sala.
—Por aquí -dijo.
Carr no se movió. Se quedó quieto, con una leve sonrisa tolerante en el rostro.
Denovich, que había abierto la puerta y la sostenía, se volvió.
—Tendremos que llegar a comprendernos mejor, doctor —dijo con suavidad Carr.
—No lo recordé —repuso —. Usted puede leer los rostros, y debe haber leído el mío. ¿Qué le decía?
—¿Desea realmente que lo diga en voz alta? —dijo Carr, conservando su sonrisa.
El psiquiatra sentía que controlaba perfectamente la situación.
—De buena gana le eximiré de caer en esa trampa -respondió con buen humor.
En ese momento, Wentworth, que sólo esperaba un mínimo de confrontación inicial, decidió que con eso bastaba. Declaró con firmeza que la capacidad de Carr tanto podía demostrarse en una forma experimental como en una circunstancia práctica, y concluyó:
—Me agradaría que ambos me acompañaran al Puerto de Llegadas…
Wentworth había hablado manteniendo aún su rostro algo apartado de Carr, pero percibió que el psicólogo se volvía y le miraba.
El americano dijo lentamente:
—Hasta este momento he respetado lo que creí un deseo personal de intimidad. Pero a pesar de la rigidez británica de sus mejillas he podido detectar un pensamiento acerca de mí. Usted sabe algo acerca de mi capacidad especial… —Se interrumpió, con el ceño fruncido, y luego agregó, en forma desafiante—: Lo que estoy haciendo no es nuevo para usted. ¡Alguien lo ha hecho antes!
—Se parece bastante a eso —respondió diplomáticamente Wentworth, sin mostrar más su rostro-. Les contaré a ambos toda la historia apenas sea posible. Pero ahora tenemos una tarea importante que cumplir. ¿De acuerdo?
Mientras salían del despacho, Wentworth seguía creyendo que la habilidad de Carr todavía podía ser útil en relación con el intruso. Pero el tiempo era esencial, si deseaba aprovechar el maravilloso don del hombre.
Lo que ignoraban Denovich y Carr era que, desde los comienzos de la estación lunar, algunas personas habían experimentado un brusco y notable aumento de su percepción extrasensorial, o facultad PSI. En todos los casos esta facultad se manifestaba de forma distinta, y ésta era la primera vez que aparecía como el don de leer las expresiones. Cada vez que el fenómeno se producía, parecía reflejar un interés previo de la persona involucrada, pero intensificado hasta la perfección. Y con frecuencia parecía algo tan natural que el beneficiado no lo informaba y ni siquiera lo consideraba desusado.
La primera etapa duraba dos días.
Después de ese tiempo, el don se desvanecía y desaparecía totalmente durante algunas horas. La persona olvidaba incluso haberlo poseído.
Luego, súbitamente, esa facultad regresaba, pero en una forma distinta.
Era una cosa fantástica, altamente cargada de energía, pero con un carácter diferente.
En una ocasión, Wentworth la había descrito así: «Como un animal que en la agonía logra brevemente el esfuerzo más hercúleo de toda su vida, vemos en esta etapa un desarrollo a la enésima potencia de la percepción extrasensorial. Quizá, durante unas pocas horas, podemos vislumbrar realmente alguna increíble capacidad que el hombre alcanzará en un lejano futuro de su evolución.» El final se precipitaba rápidamente. Después de unas pocas horas, la versión modificada del don desaparecía para no volver.
Wentworth pensaba que Carr había estado en la Luna aproximadamente durante cuarenta y ocho horas. Sospechaba que el psicólogo había podido leer pensamientos durante todo este tiempo, y que, por lo tanto, la primera fase de dos días terminaría en cualquier momento.
¡No había tiempo que perder! No había que detenerse un solo segundo ahora que los preliminares estaban terminados. Y no se podía permitir que Carr se sintiera confundido y alarmado por el brusco descubrimiento de la verdad, y por eso era preciso que no le mostrara su rostro. ¡No debía leer sus pensamientos!

CAPÍTULO TERCERO
Bajaron hasta el nivel del transporte horizontal y rápidamente se encontraron en el puerto subterráneo, debajo del campo de alunizaje de las naves espaciales. Cuando salieron del pequeño monorriel, un hombre con el uniforme de los funcionarios del puerto salió de una puerta y se les acercó.
Wentworth reconoció al veterano de la estación lunar y le saludó. El funcionario respondió moviendo la mano, y continuó su camino. Wentworth indicó a sus compañeros la dirección de donde había venido el hombre; Denovich obedeció en el acto, y Carr avanzó unos pasos. Luego se detuvo y miró hacia atrás.
—Coronel -dijo-. ¿Puedo hablar con ese hombre?
—¿Con quién? —Wentworth ya había olvidado el breve encuentro.
—El funcionario del puerto con quien nos hemos cruzado.
—¿Peterson? ¡Por supuesto! —Se volvió —. ¡Eh, Pete!— dijo.
Pero Carr se adelantaba ya. Cuando Denovich tuvo conciencia de que algo marchaba mal y se dio cuenta, Carr y Peterson estaban conversando. El hombre de uniforme asintió por dos veces y luego se echó a reír histéricamente.
La risa pareció inesperadamente sonora. Algunas personas que salían del depósito de equipajes se detuvieron y miraron.
Mientras Denovich miraba sorprendido, Peterson se puso a llorar. Consciente de la tensión de su delgado cuerpo, el psiquiatra se acercó a los dos hombres, seguido por Wentworth.
El funcionario sollozaba y al mismo tiempo trataba de controlarse.
—¿Qué me dijo? No le he oído —gemía —. ¿Qué me ocurre? Tragó saliva, hizo un tremendo esfuerzo, y tuvo un instantáneo arrebato de furia.
—Maldita sea —dijo entre dientes —. ¿Qué me ha hecho?
—Alguien pasó por aquí ayer por la tarde y se apoderó de su mente —dijo Carr-.
Díganos cómo fue.
—Sí —Peterson pareció olvidar su furia —. Usted se refiere a esos tres negros. Uno me pareció raro… tenía los pómulos prominentes y las mejillas hundidas, y le pedí que se quitara el turbante.
Se detuvo y parpadeó. Tenía la mandíbula caída y su rostro parecía estúpido de puro asombro.
—¿Qué le hizo? —urgió Carr.
—¡Oh! —Los ojos del hombre se agrandaron —.Me lanzó un rayo de luz desde esa cosa que llevaba sobre la… —Una vez más se interrumpió, y luego continuó —: ¿De qué estoy hablando? ¿Estoy soñando?
Denovich se adelantó. Ahora no dudaba de las habilidades de Carr: acababa de ver —según le parecía —el caso de inducción hipnótica más rápido de su vida.
—Apártese de ese hombre, doctor Carr —dijo en voz baja e iracunda.
Carr se volvió a medias, sorprendido, y Denovich casi pudo sentir sus ojos.
—¡Ah! —exclamó Carr, y luego agregó, con firmeza —: Un momento, doctor.
Se volvió al funcionario del puerto.
—Vuelva a su habitación y acuéstese. Si no se siente mejor dentro de una hora, venga a verme a mi consultorio —Dijo tendiéndole una tarjeta.
Carr se dirigió a Wentworth.
—Deberíamos hablar con el jefe del Puerto de Llegadas.
El jefe del Puerto de Llegadas era considerablemente más grueso que Carr. Era un italiano eficiente, subjetivo, de carácter afable. Su nombre era Cario Pontine. Ignoró el traductor de Denovich y habló en su micrófono de traducción personal.
—Esos tres africanos llegaron de Vastuland —dijo, abriendo los brazos en un gesto de desaliento —Ya comprendo su problema, señores.
Wentworth, que acababa de convocar al contingente negro de seguridad, sabía qué quería decir con esto. El intruso había sido muy astuto o muy afortunado al llegar como un negro, porque eso le concedía la protección de la tensión racial. La esperanza era que la capacidad de Carr lograra sobrepasar esa barrera.
Pontine tenía las fotos de los tres vastulandeses. Entre ellos, un ser inconfundiblemente extraño, con turbante. Éste parecía un tocado mahometano inusitadamente elaborado. La tela cubría casi toda la frente y la cara. Era terriblemente claro. Sólo superficialmente parecía humano.
Ampliada la imagen en una gran pantalla del cuarto de proyección, la pigmentación negra dejaba ver, debajo, una piel escamosa.
Momentos más tarde, Wentworth pasaba la foto por la banda destinada a la Seguridad en el intercomunicador de televisión del puerto. Después de dar su tenso informe, llevó un dial especial de su televisor a la segunda posición. Una por una, varias luces se desvanecieron hasta que sólo dos continuaron parpadeando, lo que significaba una excelente movilización de emergencia.
Wentworth se imaginó la escena. En docenas de sectores de la gran estación lunar, sus hombres se deslizaban por los pasillos y examinaban las oficinas departamentales, inspeccionando su territorio. Lo que era más importante: si uno de ellos había observado previamente a la persona buscada, controlaría ahora si estaba donde debía estar.
Mientras lo pensaba, oyó un leve zumbido. Una luz reapareció; Wentworth oprimió el botón y se vio frente a un joven pulcramente afeitado. Ledoux, de la sección francesa.
—¿Coronel Wentworth?
—Sí.
—A ese hombre se le asignó un apartamento en este sector ayer por la tarde. Pero se fue hace una hora, y no le he visto desde entonces.
Mientras el mensaje se completaba, parpadeó otra luz. El nuevo mensaje decía:
—Hace treinta y cinco minutos le vi caminando rápidamente hacia R-1.
Wentworth gimió para sus adentros. R-1 era el principal complejo residencial para visitantes. Tenía mil quinientos cuarenta y cuatro apartamentos, en su mayoría desocupados en ese momentos. Pero un artista imaginativo le había dado un diseño futurista, y una comisión poco preocupada por los problemas de seguridad había autorizado su construcción. Con sus innumerables corredores, escaleras posteriores, patios, con sus tres docenas de restaurantes, sus cuatro teatros, sus jardines subterráneos, glorietas para enamorados y con sus vehículos para la superficie lunar, era una verdadera criba con centenares de aberturas.
R-1 era sin duda el escondite más seguro de Moon City, y era una desgracia que el intruso hubiese logrado ubicarlo y refugiarse allí. Sombríamente, Wentworth giró el dial del control del televisor a la posición Uno y dio la señal de Alarma H.
Y en ese mismo instante, se volvió, cogió el brazo de Carr -con la cara siempre oculta-, hizo un gesto a Denovich y dijo:
—¡Vamos!
Les llevó hacia el ascensor. Su mejor esperanza consistía en una rápida búsqueda por todos los métodos. La capacidad de Carr, que ya se había comprobado, era uno de esos métodos. Y lo que permitía esa esperanza era que, como esa parte de la Luna estaba oculta del Sol, sólo treinta y ocho apartamentos de R-1 estaban ocupados en ese momento. Personalmente, Wentworth prefería la Luna durante su período nocturno, con su maravillosa vista de la Tierra. Pero era afortunado en ese momento decisivo que los turistas no compartieran su opinión.
Brevemente, Wentworth explicó lo que se proponía. El plan era éste: cuando se abriera cada puerta, Carr leería el rostro de quien abriera, mientras Wentworth hacía preguntas.
Así se hizo, y Carr dijo «No» antes de que varios individuos pudieran contestar. En cada uno de los casos, un ayudante de seguridad se hizo cargo luego de la situación, mientras Carr, Denovich, Wentworth y el escuadrón que les acompañaba pasaban al siguiente apartamento ocupado.
Esperaban que alguien hubiese visto al intruso.
Una mujer pequeña abrió la puerta del séptimo apartamento y les miró en forma interrogante. Llevaba un severo vestido negro, y Wentworth jamás sabría cómo alguien había podido inducirla a realizar el dramático viaje turístico a la Luna. Muchas veces le sorprendían las personas que encontraba.
Vio que Carr vacilaba. El psicólogo pareció confuso por un instante, y luego dijo:
—Está adentro.
Alguien aferró a la mujer y la arrancó de la puerta con la boca cubierta. Ella sólo pudo lanzar un sofocado chillido. Segundos después, ante una señal de Wentworth, los hombres de la unidad móvil cargaron y penetraron en el apartamento sobre sus silenciosas ruedas de goma.
Agazapado afuera, esperando, Wentworth se sintió vaga-mente incómodo por la orden que acababa de dar: golpear y golpear con fuerza. El pensamiento que acababa de brotar en su mente era que se hallaba en presencia de un representante de otra raza, el primero que aparecía en el sistema solar. ¿Había que matarlo de esa forma? Después de un momento de consideración, dejó que sus dudas se desvanecieran. El intruso había tratado de matar de inmediato a Carr al verse descubierto; y por otra parte, había penetrado secretamente en la estación lunar. Sus acciones eran hostiles y debían responderse de la misma manera.
Sus pensamientos terminaron con una horrible sensación de excitación, cuando percibió en su piel la peculiar sensación de los vibradores eléctricos de la unidad móvil.
Era la sensación de un ataque a fondo.
Mientras Wentworth se felicitaba en silencio, el pasillo se iluminó con un brillo enceguecedor. El vano de la puerta fulguraba como la luz solar.
La luz se apagó tan bruscamente como se había encendido. Se oyó el ruido de escombros que caían, pero no se percibía el menor movimiento. Pálido, preocupado, tenso, Wentworth aguardaba.

CAPÍTULO CUARTO
Lo que había ocurrido era que, unos segundos antes, Xilmer había comprendido que el momento de la confrontación estaba próximo, si así lo deseaba. Había enviado entonces un mensaje por medio del aparato que llevaba en su turbante, al giyn -nave de guerra-que giraba en una lejana órbita de la Luna. Al pedir instrucciones, había dicho.
—Sólo una cosa me molesta en esta misión de espía. Alguien me descubrió desde un punto situado a cierta altura en una de estas construcciones. Su posibilidad de hacerlo me sugirió que hay en esta estación lunar dos tipos de personas. Un grupo -que constituye la mayoría, carece de importancia. Pero el segundo grupo, uno de cuyos miembros me descubrió a cierta distancia, podría ser una forma de vida más poderosa. Por esta razón, pienso que lo mejor sería escapar por la pared de este apartamento y tratar por todos los medios de llegar a la habitación desde la cual ese tipo superior de ser me observó. Creo realmente que debería estimar su poder antes de tomar ninguna decisión irreversible.
La respuesta fue inflexible.
—Dentro de veinticuatro horas, la flota correrá el riesgo de un minuto de comunicación subespacial. En ese momento, debemos estar listos para decirles que vengan aquí, o que vayan a otra parte.
Xilmer protestó.
—Me propongo proceder cautelosamente, atravesando pare-des, por ejemplo, para evitar los pasillos. Y antes de partir trataré de borrar la memoria de mi presencia del personal importante. En el peor de los casos, eso sólo debería llevar unas pocas horas.
—Aun así: ¿por qué no pone a prueba las armas de ellos por unos segundos? Vea de qué recursos disponen.
—Muy bien. Así lo haré.
Wentworth miró los destrozos con una sensación de angustia. Luego se volvió a los dos sorprendidos hombres que acababan de salir de la estropeada unidad móvil.
—¿Qué ocurrió? -preguntó.
Extrañamente, no lo sabían con certeza. Habían visto aquella figura humana penetrar en el living del apartamento.
El sargento Gojinski movió la cabeza, como si quisiera aclarar las nieblas de su mente.
Luego habló con voz temblorosa por su micrófono traductor.
—Estaba allí. Vi que nos miraba y que no tenía miedo. Le apunté con el rayo, usted sabe, ¿eh…?
Era el término con que llamaban popularmente al arma de la unidad móvil. Wentworth asintió y le urgió a proseguir.
—Y dije «fuego» -continuó el sargento-. Vi que el haz vibrador le alcanzaba de pleno y, entonces, algo brillante estalló contra la unidad. Nos dio. Creo que me quedé atontado.
Cuando pude volver a ver, había un enorme hueco en la pared, y él había desaparecido.
El otro hombre, de origen sudamericano, había tenido una experiencia similar.
Al oír estos informes, Wentworth sintió un escalofrío. Era obvia la implicación de un arma superior. Indeciso, avanzó hasta el enorme agujero de la pared. La construcción interior, de acero, había sido limpiamente recortada. Aproximó su contador Geiger, pero se mantuvo en silencio: era la evidencia de una increíble energía no radiante.
Poco a poco Wentworth se rehízo. La estación lunar disponía de doce unidades móviles preparadas para afrontar las emergencias, pero debían ser previamente cargadas, lo que llevaría algo más de una hora.
Explicó el plan con calma a los hombres que le rodeaban.
—Cada equipo de búsqueda utilizará varias unidades móviles.
Aplicó su llave de televisión al próximo intercomunicador y emitió una orden específica:
—Todos los observadores deben permanecer en sus puestos. Apenas las unidades móviles suplementarias estén listas, llámenme a…
Vaciló, y luego dio la dirección del doctor Denovich.
Sintió que el doctor Carr se le acercaba. Sin mirar al hombre rollizo, Wentworth dijo:—Doctor, quiero que en las acciones próximas se mantenga usted a retaguardia.
Recordemos que cuando este ser advirtió su vigilancia, trató inmediatamente de matarle.
Aparentemente, hasta ahora no ha considerado que valiera la pena matar a ninguna otra persona. Eso es muy significativo.
Carr respondió en tono nervioso:
—¿No cree usted que quizá fue solo la sorpresa lo que le indujo a atacarme?
Por supuesto, era posible. Pero Wentworth no estaba dispuesto a correr el riesgo.
A su lado, Carr continuó, con incomodidad:
—Hay algo que deseo informar. Cuando miré por primera vez la cara de esa mujer, me pareció por un segundo que no podía leerla. ¿Piensa que quizás el intruso posee algún medio para confundir los pensamientos, de modo que el rostro no los muestre? Wentworth sintió pena por el hombre regordete, pues ese fracaso parcial indicaba que sus dotes de percepción extrasensorial se acercaban al fin de la etapa inicial. Era una cruel burla del destino; pero resultaba también obvio que había llegado el momento en que Carr comprendiese la situación.
Deliberadamente enfrentó al psicólogo y dijo con suavidad:
—¿Puede leer mi rostro, doctor?
Carr le miró. Luego frunció el ceño, mientras palidecía.
—Me resulta difícil, y se trata de pensamientos complejos. Usted piensa que mi capacidad se acerca a… -Movió la cabeza con asombro-. A lo común… ¿Es eso lo que quiere decir? No puede ser.
Este resultado convenció a Wentworth de que ese don maravilloso empezaba a desaparecer. Respondió en voz alta:
—Vamos al despacho del doctor Denovich. Estoy seguro de que ha llegado la hora de contarles a ambos toda la historia. Tenemos tiempo.
Una hora más tarde, no había recibido aún el aviso de que las unidades móviles estuvieran listas. El coronel había concluido su informe.
Carr tenía la mirada velada, y torcía los labios: su apariencia era la de un hombre que hace frente a una verdad desagradable. Murmuró:
—Todo parecía tan natural. He pensado durante años en la expresión de las personas.
—¿Cuándo se manifestó claramente el don?
—Bueno —dijo Carr —, mientras estudiaba los rostros de los demás pasajeros, cuando venía a la Luna, hace un par de días, vi que todas las piezas empezaron a integrarse. Al alunizar ya había logrado elaborar un sistema sobre la base de la aplicación práctica.
—De modo que faltaban pocas horas para que se cumplieran los dos días cuando me llamó. Es decir que en este momento el don se está desvaneciendo, y que la nueva etapa distorsionada aparecerá dentro de algunas horas.
Carr palideció aún más, si tal cosa era posible.
—Pero ¿qué forma podría tomar semejante intensificación de la lectura de rostros? -inquirió-. No puedo imaginar nada más completo que lo que he podido hacer.
Denovich interrumpió ásperamente, con el rostro tenso y el cuerpo rígido, inclinado hacia delante:
—Me indigna todo este secreto. ¿Por qué no se me avisó cuando llegué? ¿Por qué no se ha dado publicidad a este importante asunto?
El oficial inglés de seguridad señaló con dureza que la estación lunar, en su forma actual, tenía sólo ocho años de edad, y que el viaje espacial era una actividad reciente. La gente se alarmaba con facilidad; y la difusión de esos extraños acontecimientos podía ocasionar reacciones negativas. Sin embargo, el secreto estaba por levantarse. Sus predecesores habían elaborado un memorándum conjunto, que se entregaría a la Prensa mundial después de su análisis por el Consejo de Seguridad de la ONU.
—Y -continuó Wentworth- en cuanto a informarles a usted y al doctor Carr, me proponía hacerlo cuando estuviese claro que uno de ambos era víctima de ese extraño estado.
En las actuales circunstancias, podría haber sido, con todo, un sistema desarrollado por un experto.
Wentworth sonrió.
—Tengo la esperanza, doctor Carr, de que habrá llevado un registro de sus observaciones.
—Tengo un registro completo -respondió Carr.
—Excelente -afirmó Wentworth-. Es la primera vez que eso ocurre.
Y, después de este comentario, abrió los brazos y manifestó, casi a manera de disculpa:
—Éste es, señores, el relato que les debía. -Luego se puso de pie-. Ahora debo ver qué progresos se están haciendo con las unidades móviles. -Y añadió, dirigiéndose a Denovich-: Convendría que no abandonase usted a su colega.
El psiquiatra asintió.
Cuando los dos hombres se quedaron solos, el doctor Denovich contempló el rollizo norteamericano con cierta preocupación personal.
—Esto parece haberle causado un severo shock, doctor Carr. ¿No le parecería conveniente un somnífero para poder relajarse mientras el don desaparece? Carr estudió la cara del hombre mayor con los ojos entrecerrados.
—Tal vez mi don desaparezca —dijo —, pero debería usted avergonzarse por pensar en lo que me parece que piensa. Denovich protestó.
—Estoy seguro de que no ha leído bien.
—Se proponía usted apoderarse de mis notas durante mi sueño —acusó el psicólogo.
—Pensé en sus notas —admitió el ruso — y en su impor-tancia: no se me ocurrió que no pensara usted compartirlas.
Carr murmuró:
—Quizá sea así. Perdone usted. Lo cierto es que ambos estamos muy enervados. ¿Por qué no examinamos la situación?
Como él lo veía, un fenómeno nuevo se presentaba a dos especialistas. ¿Por qué no llevar un registro minuto a minuto de la desaparición de esa capacidad especial?
—Quizá —concluyó —mediante la continua discusión y reafirmación, sea posible que mi memoria no se debilite.
Era una idea excelente, y los dos hombres se abocaron a la tarea. Durante dos horas y media, el plan pareció dar resultado, porque no ocurrió aparentemente ningún debilitamiento de la memoria.
Entonces sonó el teléfono.
Era Wentworth, para informar que los grupos de búsqueda estaban ahora reforzados por las restantes unidades móviles. El oficial de seguridad agregó:
—¿Querrían venir?
Denovich respondió que la tarea que estaban cumpliendo con Carr era demasiado importante para abandonarla.
Cuando se apartó del teléfono, vio que el psicólogo estaba caído hacia atrás, con los ojos cerrados. El cuerpo pareció completamente laxo. Denovich se inclinó sobre él y le sacudió sin resultado: un rápido examen le permitió advertir el pulso y la lenta y profunda respiración que caracterizan al sueño.
El doctor Denovich no perdió tiempo. Preparó una jeringa y le inyectó un somnífero.
Luego ordenó a su secretaria una tarea que la mantendría alejada del consultorio el resto del día. Rápidamente, revisó al hombre dormido y le quitó las llaves, y con su cámara copiadora se dirigió por pasillos y ascensores hasta la oficina de Carr en la sección americana.
No tenía la menor sensación de culpa.
«No es momento para debilidades», se dijo. Los intereses en juego eran primordiales.
Encontró las notas casi de inmediato. Eran inesperadamente voluminosas. Inició su tarea y media hora más tarde, todavía continuaba copiando página tras página cuando escuchó un leve ruido.
Denovich, sin desconcertarse, giró lentamente: sintió un arrebato de miedo.
El asombrado ruso no comprendía cómo alguien había podido creer que esa figura fuera humana. La posición del cuerpo no era natural; la cara ennegrecida tenía algo de aspecto humano, pero las piernas… La forma en que su larga túnica se ajustaba a ellas era imposible. Sus ojos de médico registraron los detalles con una sola mirada.
El momento siguiente, una voz —que partía del turbante —dijo en ruso:
—¿Dónde está el doctor Carr?
Nunca en su vida el doctor Denovich se había propuesto ser un mártir, y ahora tampoco. Pero como en el pasado, se enfrentaba con el dilema de los comunistas. La doctrina de su partido exigía hacer lo necesario para bien del pueblo, en cualquier situación, sin tener en cuenta el riesgo personal. Y no hacerlo implicaba concurrir a una reunión de autocrítica y explicar los motivos de su falla.
Había resuelto ese problema hacía mucho, con un sencillo análisis apoyado en una vara de medir: las posibilidades de un descubrimiento.
Y aquí —decidió —no había ninguna perspectiva de un descubrimiento. Y su única forma de escapar de ese temible ser, según estimaba, era la colaboración completa con él. Sólo tenía una angustiada esperanza: Quizá me permita vivir.
—Once pisos más abajo —respondió ásperamente —, en la sección rusa, y en mi oficina, 422-N. La criatura le miró sombríamente.
—No tema —dijo —. No perseguimos a las personas. Y, en vista del cálculo secreto que acaba de hacer, le dejaré su memoria.
Un relámpago de luz indescriptiblemente brillante dio contra la frente del psiquiatra.
¡Oscuridad!

CAPÍTULO QUINTO
A Xilmer, que procedía cuidadosamente, le llevó un rato llegar a la oficina 422-N. Ahora estaba junto al hombre tendido en el diván y enviaba un mensaje, describiendo el estado de inconsciencia de Carr.
—Por lo que puedo ver, me sería posible destruirle sin que ni él mismo ni nadie fueran capaces de evitarlo.
—Espere.
Después de varios minutos de silencio:
—Díganos exactamente qué ha causado su estado de inconsciencia.
Xilmer informó cuidadosamente lo que había visto en la mente del psiquiatra acerca del don particular de Carr, y también de la inyección sedante que Denovich le había aplicado.
—Es ese somnífero —concluyó —lo que ha puesto su cuerpo a nuestra merced.
Parece completamente inerme, y recomiendo que no se le permita despertar. ¿Quién sabe cómo podría ser esa nueva etapa de percepción extrasensorial?
—Espere.
Nuevamente la unidad receptora del turbante calló, y finalmente dijo:
—De acuerdo con nuestros cálculos, este ser humano puede ya haber alcanzado el estado avanzado de percepción extra-sensorial que aparentemente es parte de su ciclo; de. modo que antes de hacer nada, examine lo que ocurre en la región inferior del cerebro.
—Ya lo he hecho.
—¿Cuál es el resultado?
—A pesar del estado de inconsciencia, hay algo dentro del cerebro que me observa, y hasta diría que monitorea nuestra conversación.
Pero no había fuentes de energía que permitiesen la expre-sión de esa potencia, y Carr no podía hacer nada. Fuera como fuera su don perceptivo, no constituía en sí un arma capaz de causar un impacto.
Xilmer terminó ominosamente:
—Creo poder decir con seguridad que, si no permitimos despertar a este hombre, los habitantes de este sistema estelar no estarán en condiciones de defenderse.
—Mala suerte —fue la lacónica respuesta.
Ambos seres ajenos se sonrieron mentalmente a través del mecanismo del turbante, gozando de una sensación de superioridad total.
—¿Cuál es la orden definitiva?
—¡Mátele!
Cuando Denovich volvió en sí, estaba tendido en el piso alfombrado.
Se incorporó y miró a su alrededor. Le alivió no ver signos del intruso. Temblando, se acercó a la puerta. Nadie a la vista.
Luchando contra el pánico, recogió su equipo, pero vaciló al advertir que no había terminado su copia. Después de reflexionar un instante, se llevó todas las notas del psicólogo, incluso las que ya había fotografiado.
Mientras corría por el pasillo, miró por primera vez el reloj: habían pasado dos horas desde que quedara inconsciente. Sintió cierto asombro y se dijo: «La criatura ha tenido todo el tiempo necesario para encontrar a Carr en mi oficina.» Esperaba encon-trar ésta desmantelada, pero, a primera vista, todo estaba en orden.
Guardó las notas robadas, y avanzó al consultorio, donde había dejado a Carr dormido.
Denovich estaba a punto de volverse, cuando vio un objeto semi escondido en el lado opuesto del diván. Se acercó y vio el turbante de Xilmer. La tela estaba desordenada, teñida por un líquido azul, y se veía una estructura metálica entre los pliegues del sedoso tejido.
Después de un momento, observó que también la alfombra azul estaba empapada por el líquido azul oscuro.
Mientras se encontraba allí indeciso, oyó voces en la habitación contigua. Reconoció la voz barítona de Wentworth y luego la más suave de Carr. Denovich se volvió y unos segundos más tarde los dos hombres entraron.
El psiquiatra soviético advirtió que otros hombres se acercaban a la puerta, pero no penetraban. Sólo había visto antes a uno de ellos, un miembro ruso de la policía de seguridad. Sus miradas se cruzaron significativamente por un instante, y luego se separaron.
—¡Ah! ¿Está usted aquí, doctor? —dijo Wentworth.
Denovich no dijo nada. Miraba tensamente el rostro del rollizo norteamericano y pensaba: «En este preciso instante se encuentra en ese superestado.» Y si Carr había podido leer los pensamientos en los rostros anteriormente, lo que podría hacer ahora sería tan superior que los pensamientos de Denovich le resultarían tan evidentes como una imagen en la pantalla.
El psiquiatra soviético dio un paso atrás, pero se rehizo. Razones y explicaciones se acumularon en la punta de su lengua, listas para ser pronunciadas.
—El doctor Carr no comprende qué ha ocurrido -continuaba Wentworth-. Cuando despertó, estaba tendido en el diván, sin saber cómo había llegado allí. Pero eso -e indicó el turbante de Xilmer- estaba igual que ahora. Cuando salió, vio su nombre en la puerta, y por eso le conoce, porque, naturalmente, no recuerda la primera etapa de su don de percepción, ¿Qué es lo que ha ocurrido?
Mientras Wentworth hablaba, la mente de Denovich corría en busca de una explicación plausible de sus andanzas. Pero de ningún modo pensaba apresurarse a responder.
Cuando el oficial inglés calló, se dirigió a Carr:
—¿Se encuentra bien, doctor?
Carr le miró, quizá demasiado largamente, antes de contestar, pero respondió sencillamente:
—Sí.
—¿No se siente mal?
—No. ¿Debería ser así?
Sus ojos parecían asombrados, inquietos, y sobre todo cambiantes.
—¿Qué ocurre con su percepción?
—¿Con qué?
Denovich estaba muy sorprendido. No sabía qué esperaba, pero ciertamente no esto.
Una persona ordinaria, con respuestas ordinarias, y sin memoria.
—Quiero decir —insistió —¿que no tiene conciencia de algo desusado?
Carr movió la cabeza.
—Verdaderamente, doctor, creo que usted debe tener más información que yo acerca de este asunto. ¿Cómo aparecí en su consultorio? ¿Me enfermé? Denovich se volvió y miró descon-certado a Wentworth. Para ese momento, ya tenía su historia pergeñada, pero se sentía demasiado asombrado para contarla.
—Coronel —dijo —.Si me cuenta usted lo que ignoro, yo trataré de hacer lo mismo.
Wentworth lo hizo sucintamente. Después de la conversación telefónica, había acompañado a uno de los grupos que buscaban a Xilmer. Pocos minutos antes, el doctor Carr había sido visto vagando por un pasillo, y como se había prohibido a todo el mundo salir de sus habitaciones, le llamaron para avisarle, y había venido en el acto.
—Le pregunté qué había ocurrido, y sólo recordaba haberse despertado y encontrado ese turbante y el líquido pegajoso.
Wentworth se inclinó, tocó levemente el líquido azul con la punta del dedo, lo acercó a la nariz y lo olió. Hizo un mohín.
—Debe ser la sangre de esa raza —dijo-.—Tiene olor penetrante.
—¿Qué raza? -preguntó entonces Carr-. Además… No pasó de allí. Del turbante de Xilmer brotó una voz que hablaba en inglés.
—Hemos estado oyendo esta conversación y es evidente que nuestro enviado ha sufrido un accidente.
Wentworth se adelantó con vivacidad.
—¿Puede oírme? —preguntó.
La voz continuó:
—Denos una descripción exacta de la condición presente de nuestro enviado.
—Estamos dispuestos a hacerlo —respondió firmemente —,pero quisiéramos a cambio alguna información acerca de vosotros.
—Nos encontramos a sólo unos quinientos mil kilómetros de distancia. Nos verán dentro de menos de una hora. Y a menos de recibir explicaciones satisfactorias, reduciremos la estación a la nada. ¡Respondan de inmediato! La amenaza fue totalmente convincente. Uno de los hombres, junto a la puerta, exclamó:
—¡Dios mío!
Wentworth, después de un tenso instante, describió con precisión lo que quedaba de Xilmer. Cuando terminó, la voz dijo:
—Espere.
Pasaron tres largos minutos. Luego oyeron:
—Debemos saber exactamente lo ocurrido. Interroguen al doctor Carr.
—¿A mí? -murmuró el aludido.
Wentworth hizo un gesto de silencio, ordenó a los hombres de la puerta que se retiraran y luego se dirigió a Denovich y a Carr:
—Haga que se lo explique! —le dijo a Denovich.
Luego se dirigió de puntillas hacia el teléfono, en el despacho privado del psiquiatra.
Cuando el ruso se acercó a Carr escuchó la voz sofocada del inglés que daba la alarma. Conscientemente, cerró su mente a esa voz y se concentró en Carr.
—Doctor —dijo —.¿Qué es lo último que recuerda? El psicólogo americano tragó saliva, como si tuviese un mal sabor en su boca. Luego preguntó a su vez:
—¿Cuánto tiempo hace que estoy en la estación lunar?
Enceguecedoras luces de comprensión se encendieron en la mente del psiquiatra.
«Por supuesto —pensó —, no recuerda nada del don de percepción extrasensorial que recibió cuando viajaba hacia la Luna.» Luego recordó su diálogo con Carr de un minuto antes, cuando éste preguntara si tenía algún motivo para sentirse mal. «Naturalmente —se dijo Denovich —. Debe pensar que está loco.» Se quedó pensando en las posibilidades de este rápido análisis, y trató de imaginar cómo se sentiría él mismo en lugar de Carr.
E instantáneamente comprendió cuál era el problema del otro: ¿cómo podía un psicólogo norteamericano confesarle a un colega soviético que creía estar loco?
Denovich dijo suavemente:
—Doctor… ¿de qué manera se figura usted que está loco? Carr vaciló, y el psiquiatra le urgió:
—Nuestras vidas corren peligro. Hable, por favor.
—Tengo síntomas paranoides —dijo Carr, suspirando; su voz parecía casi llorosa.
—¡Más detalles! ¡Pronto! Carr sonrió desganadamente.
—Realmente es un caso extremo. Cuando me desperté, tuve conciencia de las señales.
—¿Señales?
—Todo quiere decir algo.
—¡Ah, eso! —dijo Denovich. Y agregó —: ¿Por ejemplo?
—Bueno… Le miro a usted y no veo sino una masa de… señales significativas. Hasta la forma en que se mantiene erguido es un mensaje.
Denovich estaba aún más sorprendido. Lo que Carr describía no era más que una variación de un estereotipo paranoico de rutina.
¿Acaso era ésta la famosa segunda etapa del ciclo, que, lo tenía que reconocer, había sido tan convincente en su etapa inicial?
Se contuvo. Pidió:
—Explique esto.
—Bueno —dijo Carr, con una expresión de desánimo —. Por ejemplo, el pulso…
Como explicó lentamente, el cuerpo de Denovich le parecía un conjunto de circuitos energéticos que producía gran cantidad de señales.
Carr miraba al hombre y veía las señales superficiales de la parte expuesta del cuerpo.
Y a través de la piel, veía la estructura atómica interna, los billones de bolitas doradas apiladas en cada milímetro cúbico, que pulsaban, señalaban y se comunicaban…
Se comunicaban, por cuatrillones de líneas de fuerza, con lejanas estrellas, el universo inmediato, que ya se extendía brillando en forma tenue a otras personas residentes en la estación lunar.
Pero la gran mayoría de las líneas se curvaba hacia la Tierra, era una sólida masa de conexiones con todas las personas y todos los lugares que Denovich conocía…
Las señales eran más intensas en algunas direcciones. Carr siguió uno de los complejos de señales más poderosos y encontró en un año anterior de la vida de Denovich una mujer joven que lloraba.
Los pensamientos que surgían de ese conjunto de líneas decían:
—Confié en ti y me traicionaste.
—Pero Natasha -dijo ese Denovich más joven.
—Ya ve usted —dijo Carr, y se interrumpió —.¿Qué ocurre?
El psiquiatra ruso se preguntó si su cara estaba tan exangüe como él se sentía.
—¿Qué? —susurró —. ¿Cómo? —Estaba en el colmo del asombro. Natasha era una muchacha que había embarazado en su juventud, y que había muerto al dar a luz. Con un esfuerzo se controló —. ¿Puede hacer algo?
—Creo que… sí.
Mientras hablaba, Carr hizo algo que cortó esas líneas conectadas con la muchacha.
Las puntas cortadas retrocedieron como bandas de goma bruscamente distendidas.
Denovich lanzó un grito. Era un sonido terrible, una especie de aullido, en tono muy bajo que hizo acudir en el acto a Wentworth.
Cuando entró, Denovich trataba de alcanzar el diván, pero las rodillas se le doblaron y cayó al suelo. Allí se quedó retorciéndose y gimiendo, y de pronto empezó a gritar locamente.
El agente ruso entró en la habitación después de Wentworth y miró la escena con los ojos fuera de las órbitas. Un instante más tarde, Wentworth volvió al teléfono y pidió un médico.
Dos hombres inyectaron un sedante a ese cuerpo que gritaba en forma incontenible; en seguida los gritos se convirtieron en suaves sollozos y por fin regresó el silencio. Los hombres trasladaron el cuerpo a una pequeña unidad móvil llamada ambulette y se marcharon con él.
El aparato del turbante de Xilmer habló:
—Exigimos perentoriamente que el doctor Carr explique lo que le ha hecho al doctor Denovich.
Carr miró con desesperación a Wentworth.
—Simplemente corté las líneas. Y pienso que en ese mismo momento, cayeron todas las barreras que había construido entre esa chica y él. Pienso que hemos visto el efecto de la culpa abriéndose paso repentinamente.
—Espere —dijo la voz del turbante.
Wentworth, que no podía olvidar la existencia del poderoso armamento energético en el turbante, hizo silenciosamente señas para que todo el mundo se retirase, y él mismo se quedó parcialmente detrás de la puerta.
Un minuto. Dos. Luego la voz dijo:
—Es incuestionable que el doctor Carr posee una poderosa fuerza mental. Nuestro análisis de la muerte de Xilmer revela que la mente inconsciente del doctor Carr se defendió cortando las líneas de energía referentes a la tentativa de ejecución de Xilmer.
Luego indujo una reversión que obligó a éste a utilizar su mirt — un arma contenida en el turbante—para suicidarse. La con-dición de su cuerpo indica que se produjo una disolución casi total.
Wentworth se dirigió a Carr:
—¿Puede agregar algo? —le dijo en voz baja.
Carr hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿No lo recuerda?
Nuevamente el psicólogo movió la cabeza.
La voz del turbante continuó, sarcásticamente:
—Naturalmente, aguardaremos hasta que el notable don mental de este hombre cumpla su ciclo, dentro de unas pocas horas.

CAPÍTULO SEXTO
Dos horas, quizás algo menos.
Vinieron otros hombres. Hubo tensos diálogos. Carr estaba sentado a un lado. Cuando las voces se hicieron más urgentes, se deslizó a la habitación donde estaba el turbante de Xilmer y se quedó allí, con los ojos cerrados, contemplando un universo de incontables señales.
Billones de pulsaciones flotaban aún alrededor del turbante, y cuatrillones de líneas, provenientes de algún lugar en el espacio, se enfocaban en él.
Carr contempló casualmente las líneas. Ahora que ya no se sentía turbado por el fenómeno mental, sabía que en su mente había una facultad capaz de comprender el sentido de millones de líneas a la vez.
Vio con absoluta claridad que las señales y las pulsaciones eran meramente la actividad superficial de la estructura básica del universo.
Debajo estaba la verdad.
Entre las señales, y lo que representaban, había un intrincado intercambio referido a un acontecimiento colosal.
Sintió que Wentworth se le acercaba.
—Doctor Carr—le dijo el oficial de seguridad-: Nuestras discusiones han determinado el lanzamiento de misiles nucleares desde la Estación Espacial de la ONU que se encuentra en órbita sobre el Atlántico. Éstos se acercarán dentro de unas cinco horas, pero, en verdad, nuestra esperanza es lo que usted puede hacer. ¿Qué es lo que puede usted hacer?
—Experimentar —respondió titubeante Carr —con señales.
Wentworth sintió una profunda decepción. Para él, las señales eran una parte de la comunicación, y no un arma. Y comprendió amargamente que eso era lógico. El psicólogo americano había pasado de leer pensamientos en los rostros a una capacidad maravillosa para comprender y manipular la comunicación.
Era un gran don, pero no lo que se necesitaba en esa fantástica emergencia.
—¿Qué tipo de experimento? —preguntó Wentworth.
—Éste —respondió Carr.
Y desapareció.
Wentworth se quedó inmóvil. Consciente del turbante de Xilmer, y de la importancia de que el enemigo ignorara lo ocurrido, salió de puntillas de la habitación. Se dirigió al intercomunicador más próximo, insertó su llave especial y pidió a sus agentes que buscaran a Carr.
Diez minutos más tarde era obvio que el rollizo psicólogo no se encontraba en la estación lunar. Mientras los informes confir-maban ese improbable hecho, Wentworth hizo un llamamiento a los principales científicos de la estación. Pronto numerosos hombres y mujeres de distintas nacionalidades le rodearon y le dieron su idea de la situación por medio de los micrófonos traductores.
Todas aquellas especulaciones científicas se resumían en una pregunta esencial: ¿qué podía hacer un solo individuo contra miles?
Aun presuponiendo una maravillosa capacidad de Carr, ¿cuál era el número menor de líneas que era preciso cortar para derrotar al invasor?
Wentworth paseaba su vista de un rostro a otro, y pronto se convenció de que ninguno de aquellos especialistas tenía la menor idea de la respuesta.
Carr, después de llegar al giyn, atravesó un período —no de confusión, porque tenía total conciencia del problema —sino de inmensa… violencia.
Había elegido una habitación vacía, que parecía un laboratorio. Instrumentos, mesas y máquinas le rodeaban, amenazantes.
El problema era que el giyn estaba programado para resistir la presencia de formas desconocidas de vida. El sistema de defensa, en estado de reposo, no produjo señales visibles hasta que su presencia puso el mecanismo en marcha.
Eso fue lo que desencadenó la violencia.
Apenas apareció en la habitación, el techo, el piso y los muros enfocaron en él sus armas. De todas partes surgieron líneas de energía que tendieron una red a su alrededor intentando contenerlo.
Ése fue el primero de cuatro sistemas de ataque cada vez más destructivos. A la trampa de energía le siguió una descaiga elemental de mirt, destinada a aturdirle, luego una descarga mortífera, y por fin un esquema de reacción nuclear, tan poderoso como podía serlo en un espacio cerrado.
Para la facultad del cerebro de Carr, cada ataque consistió en una serie de señales, que fueron observadas, correlacionadas y derrotadas en su origen. Cada ataque se desarrolló siguiendo su programa cíclico hasta que todos los ciclos se completaron. Luego hubo silencio.
Pausa.
Bruscamente, alguien a bordo, una mente viva, registró lo ocurrido. Una voz asombrada habló dentro de la mente de Carr:
—¿Quién es usted?
Carr no respondió.
El inmenso número de señales que recibía le informaba que se encontraba dentro de una nave espacial de veinticinco kilómetros de longitud, siete de ancho y cinco de alto, habitada por ochenta mil gizdan. Acababa de difundirse la alarma.
Durante unos instantes, esos seres tuvieron un mismo pensamiento: un mismo condicionamiento produjo la misma respuesta y la misma atención al intruso. Como limaduras de hierro magnetizadas bruscamente, las pulsaciones crearon una trama única.
Era esa trama, precisamente, lo que las hacía vulnerables.
Carr aisló con una sola mirada comprensiva la diminuta porción significativa de las líneas, y la cortó.
Luego, con idéntica e infalible habilidad, eligió un conjunto de líneas que estaban interrelacionadas con la Verdad Básica, las atrajo a sí, se rodeó con ellas y pasó, a través de un vacío energético, a la habitación de la estación lunar donde Denovich, narcotizado, dormía. Sintió que le quedaba a su don un tiempo muy limitado.
Apresuradamente, reparó las líneas que había cortado anteriormente en el psiquiatra, y vio cómo se reconstituía su sólida armadura interior.
Luego, el doctor Carr salió del sector del hospital, y buscó un teléfono para llamar a Wentworth.
Cuando el oficial de seguridad apareció en la línea, preguntó inmediatamente:
—¿Qué ha ocurrido, doctor?
—Se han marchado -respondió sencillamente Carr.
—Pero —la voz de Wentworth alcanzó la cumbre del asombro, pero se recuperó y dijo con más calma —: Pensamos que tal vez habría una cantidad relativamente pequeña de líneas decisivas que cortar…
—Eso es precisamente lo que hice.
—Pero ¿cómo es posible? ¿Cuál podía ser el mínimo común denominador de tantas personas?
Wentworth agregó, lleno de admiración:
—¡Felicidades, doctor!
Horas más tarde, cuando el fenómeno extrasensorial casi había desaparecido, y el giyn se acercaba, acelerando aún, al extremo opuesto del sistema solar, se comunicó sub espa-cialmente con la gran flota gizdan que recorría otro sector del espacio.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó el comandante de la flota.
—No —respondió el capitán del giyn. —Pensamos que quizá se habían acercado a un sistema habitado y fácil de derrotar.
—Ignoramos por qué tuvieron esa impresión. Nada la justifica.
—Está bien. Comunicación terminada.
Mientras cortaba, el capitán del giyn tuvo una fugaz impresión, comparable a un sueño, acerca de algo que debía saber sobre el sistema solar que el giyn terminaba de atravesar.
Si hubiese podido tener conciencia de ello, quizás habría advertido que todas las líneas de señales referidas a la Tierra y a la Luna estaban cortadas y enroscadas en un diminuto sector de su cerebro.
La sensación de algo que se sabía y se comprendía se desvaneció. Y desapareció para siempre.

FIN






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