El Rostro del Rey - Adrian Tchaikovsky - Relato para leer en el móvil


El Rostro del Rey
Adrian Tchaikovsky

Relato

Como rey de Narad-Var, te presentas ante tu pueblo con el rostro oculto tras una máscara, para que los que no son dignos no puedan contemplar tus facciones divinas; para que tus anunciamientos reales vengan revestidos de una solemnidad severa, desprovistos de todo rastro de temperamento individual; con la debida dignidad regia que confiere el implacable rostro dorado que todos conocen como su monarca.
Tradición que conlleva que, cuando tu visir, Enephet, decide asesinar a su joven señor y ocupar tu lugar, la tarea le resulta lamentablemente sencilla. Un veneno paralizante en tu copa, excusas cuando el prócer real se retira temprano. Tu remembranza de él observando tu cuerpo rígido, las costillas divinas que suben y bajan casi imperceptiblemente, a su merced. No ya la encarnación del gobierno, sino un despojo del que librarse.
Tratas de anticipar cómo lo llevará a cabo Enephet; la imaginación es la única parte de tu cuerpo que aún puedes mover. ¿Degollarte y derramar la sangre divina? ¿Quién sabe qué maldición podría caer sobre la mano culpable de tal acto? La ira postrera del último vástago del linaje real. Para nada una mera superstición. Tales maldiciones ya han matado antes. La historia abunda en casos así.
¿Abandonar tu cuerpo moribundo en algún callejón de la ciudad baja para los carroñeros, tal vez? Al fin y al cabo, ¿quién reconocería tu rostro? Enephet retira esa máscara y contempla las facciones divinas. Ningún dios se abate sobre él por profanador. Tal vez el conservador panteón de la ciudad ya ha aceptado este cambio en el statu quo. Se prueba la máscara. Parece sentarle mejor de lo que jamás te sentó a ti.
Enephet se despoja de los guantes. Un maestro tatuador ya le ha marcado con los intrincados motivos geométricos que adornan tus propios dedos. Esos diseños, una marca de nacimiento y una cicatriz impiden que pueda limitarse a arrojar tu cuerpo en un vertedero. Alguien aún podría formular preguntas sobre un cadáver tan singular. O peor, si de algún modo te recuperases de la lenta muerte del veneno y empezaras a hablar. Un loco, pensaría la gente, pero los cultos, círculos de eruditos y gremios de pilladores de la ciudad baja de Narad-Var albergan una molesta plétora de mentes inquisitivas.
A lo mejor está pensando en ácido o en las fauces de fieras hambrientas para librarse de los últimos vestigios del estorbo en que te has convertido. Sin embargo, en sus ojos atisbas el miedo a la maldición de tu muerte, y contemplas impotente ese pavor al hallarse tus propios párpados paralizados.
Así que Enephet empieza a arrastrar tus restos aún con vida. Te perderá en algún lugar donde nadie te encuentre. Tiempo y veneno dosificarán paulatinamente tu muerte, para que él pueda presentarse ante los dioses y aseverar que sus manos están limpias.
Narad-Var se alza sobre ruinas de ciudades antiguas que a su vez fueron pavimentadas sobre otras aún más ancestrales. Existen sótanos dentro de sótanos; hoyos y simas; calabozos y mazmorras. Quienes se aventuran imprudentemente en las tinieblas no regresan. De ahí que Enephet visite a medianoche un cierto pozo cegado que desciende más allá de lo conocido, cuyas aguas proporcionan pesadillas terribles. Sin ningún testigo, te arroja por el hueco, sin duda atento a las débiles salpicaduras. «No soy yo quien dio muerte al rey. Fueron las aguas. Que cualquier maldición se disperse entre sus ondas». Así termina, en lo que concierne a Enephet, toda tu dinastía. Aunque nadie lo sabrá jamás. ¿Cuántas veces se ha producido una sustitución semejante, mientras la máscara de la leve sonrisa continúa reinando?
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Peluchar, tercero de este nombre. Te despiertas en la orilla de un mar sin sol, sabedor tan solo de que has sido traicionado.
Débil cual enfermo febril. Vomitas agua fétida, tu cuerpo se estremece presa de los escalofríos. Vivo, deseando estar muerto. Todas tus extremidades transidas de dolor, tu piel ardiendo. Recuperas la consciencia entre esfuerzos por gritar; el sonido, un mero carraspeo y una tos.
Yaces boca arriba. Sobre ti, extrañas estrellas: constelaciones carnívoras de insectos luminiscentes pegados a un techo invisible. Se mueven trémulos y conforman nuevos dibujos mientras sus hebras colgantes atrapan murciélagos y palomillas. Tales luces tan solo anuncian presagios de mal agüero.
Al principio no recuerdas tu propio nombre; solo que habías confiado y que tu confianza había sido traicionada. Tu existencia es un nudo de dolor. Respirar te lancina. Los calambres atenazan tus entrañas. Hasta ojos y dientes sientes magullados; y la lengua, una tira de cuero enarenada. Yaces en la frontera entre mar y orilla, vida y muerte, y esperas a ver cuál te reclama. La oscuridad crece en tu interior y te deslizas en ella agradecido, con la sensación de que no volverás a despertar. Pero despiertas.
No fortalecido, ni que decir tiene, pero parte del veneno se ha filtrado por tus poros y abandonado tu cuerpo. El hambre batalla con la muerte y la enfermedad. Peces ciegos topetean contra tus pies desnudos. Palpas, tan ciego como ellos y tratas de atraparlos. Te imaginas rasgando con los dientes su carne mojada. Pero te hallas demasiado débil y ellos son demasiado raudos. Enephet eligió sabiamente. La oscuridad y el frío, el hambre o, si no, algún depredador subterráneo… eso matará al rey. El usurpador oculto no necesita temer castigo alguno, ni humano ni divino.
Recuerdas apurar la copa, encajando la boquilla en la ranura de tu máscara con la facilidad de la larga práctica. Enephet sentado frente a ti, observándote maliciosamente. Pero malicia es lo que uno espera de su propio visir, ¿no? Enephet, el súmmum de la competencia, que se había colado con disimulo entre el mundo y tú hasta llegar a supervisar hasta el último detalle de la vida del rey. Incluido su final.
¡Traicionado! La idea infunde un improbable resurgir de vigor en tus extremidades y te pones en pie. ¡Venganza! La pasión te inunda, pero solo como el agua inunda un cedazo. Escapándose desde ya mismo por todos las heridas que te abrió el veneno, incluso mientras te alejas a trompicones de la orilla. Alargas las manos hacia la pared de la caverna y te las laceras en la piedra. Sabes que, no bien dejes de moverte, te derrumbarás de nuevo, medirás tu altura contra la roca en tinieblas y tu final habrá llegado.
Cuando eso suceda será una bendición. Te duele todo el cuerpo, y no eres un rey guerrero acostumbrado a los padecimientos; sino un hijo privilegiado que heredó el mundo, un mundo cuyos habitantes habían sido emplazados en él para servirte y adorarte, o al menos a la máscara que llevabas. Ahora tu rostro se halla desnudo frente al aire frío y húmedo de la cueva. Como si te hubiesen desollado, con tan solo el trémulo músculo en carne viva, que se estremece ante el más leve soplo.
Tus pies tropiezan con algo y caes de bruces, das con tu cuerpo contra una fila de duros bordes. Lloras por el dolor, por la indignidad, por su tremenda dureza. Solo ese eco cada vez más apagado que clama venganza consigue ponerte en pie de nuevo. Tratas de gritar: «¡Regresaré! ¡Reclamaré mi trono!», y solo oyes brotar de tu garganta un sonido ronco y amortecido. No obstante, te proporciona fortaleza, y gracias a su eco comprendes que has caído contra los bordes gastados de unos escalones de piedra. En lo alto, un resplandor ceniciento que no son solo las estrellas voraces sobre el mar perdido, sino algo novedoso. Un mortecino preamanecer eternamente a un paso de despuntar. Un día que yace enterrado y que jamás escapará de su propia tumba.
Tu ciudad está construida sobre ruinas, ya aciagas mucho antes de que se colocaran las primeras piedras de Narad-Var. Ruinas de edificios obra de pueblos siniestros a quienes tus audaces ancestros pasaron a cuchillo y, debajo de ellas, escombros de construcciones erigidas por manos en absoluto humanas. Si te aventuras lo bastante profundamente, el propio aire lo conforman fantasmas e historia.
Pero es luz. Incluso esa enfermiza palidez grisácea es preferible a la oscuridad plena. Enfilas los peldaños a zancadas. Te tambaleas. Te arrastras escalera arriba, ensangrientas tus rodillas, sientes cómo tus últimas fuerzas engrasan los bordes desportillados. Hasta que ves el altar y entonces te desplomas. Los últimos restos del veneno, el esfuerzo, el frío y el hambre te derriban como una banda de asesinos de la ciudad baja.
Un templo fuera del tiempo, iluminado por una luz plomiza de origen desconocido. Una deidad, anónima hoy por hoy pero venerada otrora. Pilas de tesoros se amontonan tras el altar. Figuras de jade engastadas con piedras preciosas, cuchillos de calcedonia. Y tú yaces delante, una ofrenda final a una deidad muerta.
Pero algo se mueve en tu borroso campo de visión. Porque el altar está vivo y asimismo lo está el dios.
Lo que ves en un principio: un gran bloque de piedra esculpido con una serpenteante masa de gusanos y ciempiés, lagartos, culebras y seres amorfos con tentáculos; ratas, lobos voraces y formas humanoides que sin embargo no son humanas. Las tallas parecen emerger del rostro del altar, descienden por sus costados y avanzan por el suelo basáltico de complejo labrado hacia donde te encuentras. No son tallas, empero, y el altar no es de piedra. En él aprecias olas de movimiento, las intrincadas figuras manan de las profundidades de la masa gélida, se arrastran por su superficie, luchan a fin de abrirse paso y alejarse, para terminar fundiéndose con la sustancia putrescente del suelo. Una vida aletargada permea el altar, un instinto inconsciente hacia la fertilidad, que yace constreñido en este hipogeo. Tienes la sensación de que hay algo invisible agazapado sobre el altar. Una descomunal criatura muda que ocupa la totalidad del interior de este santuario. El dios, atrapado bajo esta pesada bóveda de piedra, protector de un pueblo desaparecido, sumido en la frustración y la locura tras siglos de inactividad.
Para entonces te estás apagando. Muriendo. Ya medio perdido en tu propia mente, los mensajeros de tus sentidos portan solo noticias crípticas y nada fidedignas.
«¿Qué me darás?».
«Lo que quieras —gritas en tu cabeza—. ¡Erigiré templos en tu nombre! Derramaré sangre en tus altares si…».
«¿Qué es lo que deseas?».
¿Cuáles son los últimos deseos de Peluchar III, rey destronado de Narad-Var?
«¡Venganza! —clamas al vacío—. ¡Venganza y fuerza para consumarla! ¡Sáname y permíteme regresar a allí donde brilla el sol para cobrarme mi venganza!».
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Más tarde. Días más tarde, o lunas, quién sabe, un hombre sale arrastrándose de una grieta tenebrosa en la pared de una tumba y se dirige tambaleante hacia las calles de la ciudad baja de Narad-Var. Va ataviado con vestiduras antiguas, quebradizas por el tiempo y reforzadas con hebras doradas. Porta un cuchillo de obsidiana y un saco con tesoros. Su rostro les es desconocido a todos. Y aunque el hombre eres tú, al mismo tiempo parece un extraño.
Alzas la mirada hacia la luna. Sientes la noche en la piel, el polo opuesto a la fría exhalación de ese otro inframundo. Desconoces cuántos días has perdido, pero has regresado. Y en la ciudad alta, en tu palacio, Enephet ocupa tu trono, disfruta tus placeres, lleva tu máscara. Pero ya no durante mucho tiempo.
Una segunda oportunidad. Una criatura prehumana de vida y crecimiento parsimoniosos te bendijo con esta nueva vitalidad porque, en todo el mundo, tú eras su único devoto. Y luego, renovado y fortalecido de nuevo, llenaste un saco con sus ofrendas y tesoros, y le juraste erigir un templo, a sabiendas de que jamás lo harías. No cuando vuelvas a ser rey y a tener otros entretenimientos.
Sin embargo, no puedes limitarte a entrar en el palacio y exigir que se prosternen ante ti. ¿Quién te iba a reconocer? Se postran ante la máscara, no ante el hombre. Deberás convertirte en un intruso en tus propios salones hasta que puedas servir a Enephet del mismo modo en que él te sirvió a ti. Y colarse en el palacio del rey con todas esas defensas y guardias a la mira requiere habilidades para las que tu vida indolente jamás te preparó.
Ahora bien, si Narad-Var ha sido bendecida con una sobreabundancia de algo, es de maleantes. La ciudad baja es un hervidero de malcontentos llenos de recursos. Un millar de gremios, sectas y sociedades secretas infestan el lugar. Y, aunque mayormente se depredan entre ellos, ni las mansiones de los ricos ni el propio palacio se hallan a salvo de sus atenciones. Tú cuentas con el tesoro para avivar su apetito, y con la promesa de más en el horizonte. Así es que te lanzas a conseguir que los más abyectos de tus súbditos sirvan al rey legítimo.
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Ollec, la Borcuana, es una mujer entrada en carnes, tan masiva que el mundo parece combarse hacia ella, como queriéndole susurrarle secretos al oído. Y es con secretos con lo que ella comercia, que un hombre con un saco colmado de tesoros puede arrancar uno a uno si la alimenta con monedas de oro como si de uvas se tratasen. Un rostro cachetudo, malhumorado. El extravagantemente esplendoroso cabello oscuro recogido con elegancia en un moño en lo alto de la cabeza y, sospechas, guardado también con elegancia en un soporte mientras duerme. Pero te la has ganado, con el ardor de tu objetivo y las riquezas robadas a un dios.
—¿En el palacio? —Ollec os sirve vino a ambos y se rasca las mejillas—. Ya se ha hecho. No a menudo, pero sí desde que tengo memoria. ¿Te acuerdas de cuando pusieron patas arriba toda la ciudad buscando la espada del mayordomo mayor?
Cómo no vas a acordarte. Tu padre estaba que echaba chispas. Ahorcaron a un centenar de ladrones y vagabundos, pero jamás hallaron al verdadero culpable. Ahora, al mirar las facciones bastas de Ollec, la Borcuana, sabes que una pregunta cuidadosa te bastaría para escuchar toda la historia.
Tú ni siquiera sabes qué es una borcuana.
—¿Qué puedes aportar a la empresa, aparte del dinero? —pregunta ella.
—Conozco el palacio como la palma de mi mano —respondes.
Le cuentas que serviste en él. Y que los criados disponen de numerosos caminos secretos para poder hallarse donde se los requiere sin ofender a la vista con sus desplazamientos de aquí para allá. E incluso más importante que el haber servido en el palacio: de niño viviste en el palacio. Y los críos se cuelan en todos los lugares donde no deben.
Ollec paga una comida con tu dinero en una cercana taberna sin ventanas que apesta a cerveza rancia; a sudor, vómito y sangre de los parroquianos. Escoge de entre lo que le puedes contar sobre cómo se hayan defendidas las riquezas del rey. Porque naturalmente que le has dicho que el único objetivo aquí son las riquezas, no el rey. Y, aunque algunas baratijas exquisitas ya hayan sido sustraídas del palacio, nadie ha llegado jamás al tesoro en sí. El reto seduce a Ollec.
—Demasiados guardias patrullando los pisos inferiores —decide—. Cada uno con un silbato y una voz potente, y una gorguera de bronce para impedir que un garrote pueda silenciar convenientemente ni silbato ni voz. Pero los jardines de la azotea proporcionan más amparo. Un buen trepador, de pies sigilosos; que suba, entre y os introduzca a todos. —Conque te presenta a Elemi, la Simia.
Elemi tiene poquísimo de simia. Es menuda, precisa, elegante y comedida. No fanfarronea. No sonríe. Ante la mención del palacio no palidece, pero sus mejillas tampoco se colorean por la avaricia. Se trata de un trabajo. El adelanto es generoso, la perspectiva de hundir las manos en el tesoro real la satisface. Su actitud ante la posibilidad de separar a los pudientes de sus riquezas es tan aséptica que ni siquiera sabrías decir por qué se dedica a este oficio.
—En efecto —dice Elemi, en su recámara pequeña y austera situada sobre el taller de un tonelero—, los guardias del palacio están bien al tanto de los puntos débiles de su protegido. Existe un motivo por el que en los jardines de la azotea no hay vigilantes humanos. Al igual que tampoco los hay en los terrenos palaciegos. No son seguros desde el anochecer hasta el alba. —Conque Ollec te presenta a Yance, el Silencioso.
Cuando lo conoces, resulta ser cualquier cosa menos silencioso. Un hombre achaparrado, endurecido por la vida al aire libre, de una tribu nómada que no te suena de nada. Exiliado en Narad-Var por crímenes para los que tu idioma ni siquiera cuenta con palabras. Lo encontráis en un garito inmundo, bebiendo leche fermentada y saludando a voz en cuello a este y a aquel asiduo.
—¡Soy vuestro hombre! —confirma feliz, pero no es por las riquezas ni por el desafío. Se la tiene jurada a la corona o al rey o a la ciudad o, tal vez, al concepto en sí de civilización. Te guiará por el vergel salvaje de los terrenos del palacio y por las sombras del jardín—. ¡Pero el edificio en sí! —La barba de Yance se mueve negativamente—. Un millar de cerraduras ingeniosas y salvaguardas mágicas. Maldiciones, fuego y agujas envenenadas.
La mirada desdeñosa de Elemi dice que ella puede encargarse de las cerraduras, pero la magia es harina de otro costal. La ciudad baja cuenta con un millar de curanderos, aprendices fracasados y brujas; sin embargo, un conocimiento precario con frecuencia es peor que la ignorancia, y nadie desea confiar en un mago al que le falta un pelo para ser lo bastante bueno. Conque Ollec te lleva ante Tenebric, miembro de un culto arácnido.
En Narad-Var existen demasiadas sectas adoradoras de las arañas para que conozcas esta concreta. Todas están prohibidas, todas son secretas, y sus iconografías arácnidas son muy similares. Tenebric se acerca con el cuerpo envuelto en un manto gris; su rostro y voz de sexo indefinido. Os sentáis en bancos de piedra a la sombra de un espantoso icono cuyas ocho extremidades con púas descienden trazando un arco hacia la acanalada piedra sacrificial salpicada de manchas rojas. Tenebric enciende una pipa con una chispa de su dedo y escucha la perorata de Ollec. Esperas que se apasione con sus herejías arácnidas, con la posibilidad de asestar un golpe al panteón ortodoxo. Pero solo le interesa el dinero, porque con la adoración a la deidad arácnida apenas alcanzas a malvivir. Los talentos que concede la araña anularán los hechizos del palacio, siempre y cuando el derecho a elegir en primer lugar sea suyo.
Así que Ollec te proporciona tu equipo, y una noche poco después se reúnen en las inmediaciones del palacio, de forma ladrona, salvaje y oculta se deslizan sigilosos por las sombras de las mansiones, evitan las patrullas de la guardia del propio rey. Para robar al rey. Para sacarle la lengua al rey. Para, aunque ellos no lo saben, restituir en su trono al rey.
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Los muros de los terrenos del palacio son altos y están coronados con esquirlas de hojas de espada —las de todas las armas esgrimidas por las huestes uthrani cuando llegaron hasta aquí y se estrellaron contra la ciudad una y otra vez hasta morir—. Los bordes son demasiado afilados para que una cuerda encuentre apoyo entre ellos, y los muros son tan lisos que ni un lagarto podría trepar por ellos. Elemi, la Simia, se encarama y los franquea en un abrir y cerrar de ojos, y abre una puerta lateral en un par más. Con esa misma ligereza tú te conviertes en intruso en tu propio hogar.
Los terrenos consisten en un mosaico de jardines ornamentales, arboledas engalanadas con fuentes, y paseos amplios y despejados. Tú has pasado bastantes tardes en este lugar acompañado por tus favoritas, cosechando los placeres del poder mientras hombres como Enephet impartían las órdenes que regían tu ciudad. Mas solo mientras el sol brillaba. Una vez oscurecía, ni siquiera el monarca podía caminar seguro por esta floresta sombría. Tus criados se encargaban de que así fuese, abriendo las enormes rejas de los corrales para permitir vagar libremente a las fieras. El hecho de que de más de un bribón oportunista hayan quedado tan solo algunos retazos de tela ensangrentada da testimonio de las defensas del palacio.
Las babeantes fieras surgen de la noche. No ladran: ¿para qué poner sobre aviso a quienes están condenados a morir? Ni son perros, ni gatos, ni cocodrilos. Tienen algo de osos, de hienas, con esos cuartos delanteros de mayor envergadura que los traseros. Una hilera de grandes espinas recorre su lomo. Sus colmillos son letales. Para ellos, tu sangre azul no vale más que la del mendigo más miserable.
Yance avanza haciendo honor a su sobrenombre. La calma se arremolina en torno al pequeño bárbaro hirsuto, como si todo el aire y el suelo, los árboles y la propia noche se inclinaran para escuchar. Clava la mirada en los ojos de la fiera a la cabeza y se le acerca con una mano extendida. El silencio de Yance, el Silencioso, se cierra lentamente y forma un puño tan apretado que resulta imposible respirar. Elemi observa ojiplática. Tenebric se frota pensativamente la barbilla con un dedo.
Yance apoya una mano en el hocico de la fiera. Mueve los labios, pero sus palabras son solo para el monstruo, no para vosotros. Un momento después, la criatura le lame la mano, le acaricia con su espantosa cabeza colmilluda y, acto seguido, la manada se aleja al trote como si ninguno de vosotros estuvierais allí. Aunque contabas con ello, la negligencia en el cumplimiento de su deber te duele. Cuando seas reinstaurado, te agenciarás bestias mejores, más feroces, menos vulnerables a estas artimañas primitivas.
No tardáis en encontraros junto a las paredes argénteas del palacio propiamente. Os agacháis cuando los guardias pasan por encima de vosotros, oteando por todas las angostas ventanas, como si también ellos temieran a las bestias. Sabes que un ejército de sirvientes andará de aquí para allá por el centenar de estancias del interior, limpiando, reparando y dejando todo perfecto para que el rey —el falso rey— no vea ni una mota de polvo, ni una mancha, ni una huella. Cualquier ladrón que se adentrase en el palacio por las plantas inferiores sería detectado de inmediato. Disfrazaros tampoco os serviría de nada: la antiquísima danza del personal palaciego se ha pulido hasta la perfección más meticulosa a lo largo de generaciones; cada individuo cuenta con una ubicación tan precisa que un ladrón errante avanzando a tiento por los pasillos daría un cante tan estrepitoso como una de las fieras del exterior tomando el té en la pajarera.
Por consiguiente, el jardín de la azotea.
Elemi escala sin vacilar la pared lisa como la palma de la mano, más ágil que cualquier simio genuino, y deja caer una cuerda para los menos habilidosos, como es tu caso. Y a la postre se ven obligados a izarte, porque una vida como rey no te ha preparado para tales esfuerzos. Notas su desprecio. Incluso Tenebric, cultista que vive para el estudio, puede trepar por una soga. Soportas tanto la indignidad como el desdén. La venganza te ha enseñado el arte de la paciencia.
El jardín de la azotea no es más seguro que los terrenos del palacio de Narad-Var. Hay plantas de floración nocturna que pueden devorar y han devorado a intrusos. Yance las identifica y os guía sorteándolas. Hay pozos de lobo y cepos instalados por los jardineros palaciegos, que Elemi descubre con sus ojos adaptados a la oscuridad.
Cuando la araña desciende sobre Yance y hunde los colmillos en él, a todos os pilla por sorpresa. Él tiene tiempo para una sorprendida exhalación y, acto seguido, el veneno acaba con su vida y el monstruo ya os está amenazando a todos con sus patas ganchudas y mandíbulas falcadas. No tienes ni idea de si se trata de un custodio del que jamás oíste hablar o de si el jardín de la azotea ya albergaba un intruso. Tal vez se han producido desapariciones entre el personal sobre las que nadie ha sido capaz de arrojar luz.
Demasiado tarde para Yance, pero Tenebric alza el símbolo de su culto y pronuncia ciertas palabras que se retuercen y queman en el oído, y el monstruoso arácnido se apacigua y os observa con sus numerosos ojos. Tenebric le habla, o al menos profiere sonidos y parece escuchar respuestas. La araña informa a Tenebric de dónde se halla su nidada y de qué zonas del jardín evitar. No os lleváis el cuerpo de Yance. ¿Qué haríais con él? Ha pasado a ser propiedad de la deidad arácnida, consagrado por Tenebric a posteriori.
Las puertas que se abren a los pisos superiores del palacio están guarnecidas con magia y atrancadas con cerraduras de hierro. La facilidad con la que Tenebric y Elemi al alimón pueden desmantelar estas salvaguardas resulta desmoralizadora. En tu cabeza vas elaborando toda una lista de modificaciones en las defensas del palacio. Unos cuantos funcionarios desidiosos serán llevados ante el rey —el recientemente restituido rey— que les pedirá cuentas con severidad por sus faltas.
Una vez dentro llega el momento de tu propia contribución a esta empresa. Los guías de cámara en cámara, por las puertas de la servidumbre que utilizabas de niño para esconderte de la vara de tu tutor o de la mano de tu padre. Los haces entrar en polvorientas estancias abandonadas cuando oyes sandalias arrastrándose más adelante. Y salir a través de cuadros, paneles falsos y bloques de piedra deslizantes, los extraños encargos de generaciones de senescales, visires y realeza aburrida.
De noche, los pisos superiores del palacio son un laberinto de cerraduras y sortilegios de protección, vedados a todos salvo a un puñado de criados, que únicamente conocen un solo camino cada uno. No obstante, tú fuiste un niño diligente. Descubriste muchos y puedes soslayar gran parte de tus propias defensas. Cuando os topáis con una cerradura para la que no conoces una ruta alternativa que os permita sortearla, Elemi acomete contra ella con ganzúas y la acciona en un visto y no visto. Cuando encontráis un conjuro, un fantasma al acecho o un símbolo mágico de protección, los sutiles amaños del culto arácnido bastan para burlarlo. Aunque todos estos actos se hallen sometidos a tu objetivo, el sudor frío te empapa al pensar en cuán cerca podría haber llegado un asesino, de no haberse adelantado tu propio visir.
Y entonces, la puerta de los aposentos reales. Dos metros y medio de alto, revestidas con paneles de bronce que muestran las grandes victorias de tus antepasados, tan poderosos que sus descendientes jamás necesitaron ser fuertes, resueltos o siquiera demasiado inteligentes. Hasta ahora. ¡Qué curioso que haya sido necesaria una traición para lograr despertar al monarca de tu interior!
Incluso tú, un lego, vislumbras el brillo de la magia que defiende la portalada. «¡Mil maldiciones regias caigan sobre la mano indigna que profane estas puertas!». Sin embargo, Tenebric se muestra impasible, se arrodilla y traza runas con sangre y hollín alrededor del marco, construye una malla furtiva que atrapa todo el poder de tus ancestros y lo sujeta, impotente y colérico. Un centenar de años de interdicciones y privilegios reales anulados en un coser y cantar. Tenebric dedica una floritura de mago a su propia inteligencia, apoya una mano en la aldaba de la puerta y resopla de dolor cuando la sencilla aguja allí dispuesta le atraviesa la piel y libera su carga de veneno.
Tenebric se derrumba entre temblores, convulsiones y espumarajos. La muerte llega en segundos ante vuestros ojos. Con lo que quedáis dos, la mitad de vuestro número. El gesto de Elemi es sombrío. Tú te muestras indiferente. La puerta está abierta pese a la muerte de Tenebric. Atraviesas el umbral de tus propios aposentos, sabedor de que dentro ya no hay más trampas, ni conjuros protectores, ni fieras. Solo tú y el usurpador.
Elemi recorre la antecámara con paso quedo. Le has explicado que el rey guarda su propio tesoro en el interior de una habitación secreta a la que se accede por un panel de una cierta pared. Emprende la búsqueda del botín con celo profesional.
Avanzas sigilosamente hasta la siguiente puerta y la abres un centímetro. Atisbas el bulto que yace en la cama más allá, oyes la respiración regular. Junto a la cama, la máscara dorada del rey descansa torcida sobre su soporte. El aire sabe a venganza inminente, pero te resta un último asunto que zanjar.
Elemi, que aún sigue buscando, te mira de refilón con el ceño fruncido. «¿Dónde estará el botín?», murmura, tan concentrada en el rigor de su profesión que ni siquiera se fija en el cuchillo de obsidiana que empuñas.
Lo hundes en su costado, bajo las costillas; una segunda vez, y luego en el cuello. Su grito, tras tanto trajín en silencio, suena espeluznante. La apuñalas una vez más a fin de cerciorarte y, acto seguido, clavas el arma en su cadáver. No existe ningún botín. No existe ningún panel secreto. No permitirás que ningún ladrón mancille tu tesoro.
Y el usurpador necesitaba algo que lo despertase, porque no te limitarás a degollarlo en sueños. Debe estar bien avisado antes de morir.
Ha encendido una lámpara. Para cuando entras, se ha puesto la máscara. El semblante dorado te observa serenamente, con las sábanas subidas hasta esa barbilla metálica. Buscas el pánico en los ojos que hay detrás, pero lo que encuentras es otra cosa. Una emoción abrumadora para la que careces de palabras.
—Tú —dice, con el tono apagado y metálico que la máscara confiere al rey. Difícil de entender, ciertamente. No es de extrañar que la voz del visir siempre sonara más potente que la tuya.
—Así es, Enephet —respondes. Le muestras el cuchillo y dejas que la luz de la lámpara brille sobre la sangre de Elemi—. He regresado. No puedes mantener el linaje real genuino en la oscuridad. Y cuando haya acabado contigo, me encargaré de que hasta el último miembro de tu familia sea torturado, sí, hasta aquellos por cuyas venas solo corra una minúscula gota de tu sangre. Encomendaré a los magos localizar hasta al último de tus bastardos repudiados y los desollaré a todos, incluso aunque todavía sean bebés de teta.
Él ríe. No con una risa feliz. No con la hilaridad de la astucia visiriana a punto de volver las tornas al intruso, sino con el espantoso sonido sombrío de un hombre que ha perdido mucho más que la vida o la familia.
—Llegas demasiado tarde. —Esa voz ahogada y vacía—. Todo eso ya se llevó a cabo. Exactamente como lo describes, sin que se librara ni uno.
Lo miras sorprendido, pero tal vez todos sus parientes fuesen tan traicioneros como Enephet, y ni siquiera él mismo pudiera confiar en ellos.
—Entonces terminaré la tarea aquí y ahora —anuncias, y te acercas a él.
Sale de entre las sábanas, desnudo; un cuerpo más joven y delgado del que te esperabas del visir. Esa risa de nuevo.
—No lo sabes —dice—. Nunca lo sabes. —Los brazos abiertos, en una invitación al cuchillo—. ¡Oh, dioses! Adelante, entonces. Acaba con esto. Estoy harto.
Soñabas con súplicas, con sufrimiento. El dolor y la pavura deberían haber dominado los últimos momentos de Enephet, no este extraño alivio. Con un gruñido, extiendes la mano y haces lo que ningún hombre podría hacer, salvo el propio rey legítimo: le arrancas la máscara regia del rostro.
No es su rostro.
Tú conoces ese rostro. La barbilla débil, la nariz larga, los ojos trémulos y llorosos. Un rostro inferior en todos los aspectos a la majestuosidad tranquila de la máscara. Un rostro que el bronce de tu espejo te mostraba cada mañana. Tu rostro.
Retrocedes. La máscara —la máscara sagrada del rey— cae de tus dedos y golpea estrepitosamente el suelo. Te quedas plantado frente a ti mismo, y tú —ese otro tú— tiembla, ríe y solloza, todo al mismo tiempo.
—Enephet está muerto, con todo su linaje —te dice ese otro tú—. Yo mismo me ocupé. Pedí a los torturadores que me adiestraran, para poder arrancarle la piel tira a tira. Me cobré mi venganza. Recuperé mi trono y la máscara. Ese debería haber sido el punto final.
Se trata de un truco. Un prestigio, un juego de manos. Te amenazas a ti mismo con el cuchillo, obligas a retroceder a ese otro tú hasta la pared. No da muestras de sentir miedo de la hoja, pero sí otro miedo. Un miedo terrible que supera con creces el temor al dolor e incluso a la muerte. Miedo a un universo que se ha tornado inmenso y canceroso al otro lado de las murallas que creías inexpugnables, de las puertas que deberían haber permanecido cerradas con llave.
—No cesas de venir —dice con tus labios—. Soy incapaz de pararlo. —Esa terrible risa cascada—. He visto nada menos que dieciocho como tú, como yo, muertos. Algunos en la ciudad baja. Algunos vienen directos hasta la portalada del palacio y afirman a voces ser el rey legítimo. Algunos destrozados en los terrenos del palacio, despachados por los guardias, envenenados por las trampas, aniquilados por los sortilegios. Dieciocho. Y ahora esto. Uno de nosotros más paciente y astuto que el resto y, hete aquí, violando la cámara real. Exactamente como yo meses atrás cuando vine a por Enephet.
—Mentiras —le espetas, pero ni siquiera te está escuchando.
—No sé cuántos más de nosotros habrán muerto que yo ni siquiera haya visto —afirma gravedoso—. Tan solo sé… que no cesamos de venir. Continuamos saliendo a rastras de esa oscuridad subterránea. Sabedores de tan solo una cosa: deseamos venganza.
—Mentiras —repites, desesperado.
—Dieciocho cadáveres con nuestro rostro —susurra—. La gente está empezando a darse cuenta de que todos los intrusos que encuentran en los jardines parecen el mismo. Aunque nadie reconoce las facciones, por supuesto. Salvo yo. Salvo nosotros. Y allá abajo en la oscuridad, aún continúan viniendo, uno tras otro. Un acto de creación eterno. Porque nosotros lo exigimos. Porque lo demandamos y aquel era un dios de vida, más generoso de lo que jamás hubiéramos podido imaginar.
Ha aferrado tu muñeca. Tratas de retroceder, pero no te suelta. De manera inexorable guía el cuchillo hasta que la hoja se apoya contra su garganta, que es tu garganta, idéntica hasta en el último detalle.
—No puedo vivir así —asegura, con los ojos desorbitados—. No pierdas palabra de lo que te voy a decir. Ni una. Jamás estarás seguro. Porque tú siempre estarás viniendo a por ti. Un sinfín de legiones de ti mismo. Jamás dormirás regaladamente. Y tu visión postrera será tu propio rostro.
—No —respondes con voz ronca, y él entonces fuerza a tu mano, literalmente. Abre su propia garganta con tu hoja. La sangre real brota a borbotones, baja por tu brazo, baña el suelo. Aunque, tal vez, la sangre real ya no sea tan valiosa. Al fin y al cabo, ¿no es la escasez lo que proporciona valor?
El cuerpo, tu cuerpo, se desploma pared abajo y queda espatarrado en el suelo regio. Ya has consumado tu venganza. Ya has recuperado tu trono. Otra vez. Ya eres rey de nuevo. Hasta la próxima ocasión. Hasta que el templo de las profundidades vomite al siguiente tú con el suficiente ingenio para esquivar tus trampas y guardianes, y dar contigo aquí. Hasta que la ciudad baja se abarrote de reyes destronados, todos conspirando para recuperar una corona rebatada y arrebatada tantas veces que ha perdido todo significado. Hasta que la ciudad en pleno cruja y se resquebraje por el peso de tantos herederos genuinos, se ahogue en un océano de sangre real.
Te sientas en la cama; el cuchillo cae de tus manos entumecidas. Fuera, más allá de la antecámara, se oyen unas pisadas quedas, el paso sigiloso de un nuevo intruso. Cierras los ojos. No quieres ver su rostro.
Copyright © 2022 Adrian Tchaikovsky

FIN



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