El Terrible Monstruo Exclusivo
de Starosibirsk
Kristina Ten
Sé lo que vais a decir. Me vais a decir: «Arseny, en el mundo ya hay suficientes monstruos reales, ¿para qué fabricaros uno propio?». Pero antes de que empiece, antes de que nos juzguéis, como los demás, antes de que chasqueéis la lengua desaprobadoramente ante nuestros fiascos y de que me contéis lo que vosotros habríais hecho, hay algunas cosas que deberíais saber.
En primer lugar, deberíais saber que en Starosibirsk las cosas estaban muy mal.
También deberíais saber que antes éramos un pueblecito de gente sencilla, a la orilla de un río ancho y apacible. Nada más. Nada menos. Éramos capaces de deletrear el nombre propio, patronímico y apellido de todos nuestros conocidos. Las casas, la iglesia, el cobertizo para almacenar las bayas silvestres… todo lo habíamos construido con nuestras propias manos a partir de largos tablones de alerce.
El río bajaba del norte trayendo agua clara y fría y peces abundantes; entre estos, un singular esturión famoso por el sabor salado de sus huevas. Los habitantes de Starosibirsk sabíamos que no debíamos pescar este esturión ni comer sus huevas, porque eso habría traído mala suerte al pueblo durante varias generaciones. De niños habíamos escuchado las canciones conminatorias, y habíamos aprendido a reconocerlos enseguida y a lanzar el sedal en otro lugar.
Esto no era así en el caso de los habitantes del resto de la región. Para ellos, este caviar eran bolitas de oro. Cierto, no era como el del esturión osetra, que se compra en las ciudades occidentales, pero, en los mercados de la zona, diez latas se vendían por más de lo que un recolector de bayas ganaba en una temporada. De suerte que la gente viajaba desde lejos para pescar en nuestro río, comer en nuestras cafeterías y dormir en las sencillas fondas que habíamos levantado para ellos, o yacer sin pegar ojo soñando con su futura riqueza.
El esturión tenía la parte central abultada y era más largo que un hombre. En la orilla, los orgullosos rybakov posaban para las fotografías con sus presas antes de llevárselas. Se sobreentendía que no podían matar los esturiones dentro de los límites de Starosibirsk. En su propio pueblo —o, en momentos de impaciencia, justo fuera del nuestro—, tajeaban los vientres pálidos con cuchillos romos y extraían las huevas.
Los pescadores que hacían un alto en nuestra taberna antes de regresar a casa hablaban sin tapujos, así que lo sabíamos: cada pez contenía millones de huevos de un negro parduzco, una masa tan densa que salía en bloques enteros sin deshacerse. Los levantaban a puñados por encima de la cabeza y lanzaban hurras mientras decían: «¡Aquí está la educación universitaria de Pavel» y «¡Aquí está la boda por todo lo alto de Masha en los Balcanes!». Más tarde arrastraban los pescados eviscerados hasta su cocina en trineos de plástico para convertirlos en sopa.
Entonces todo cambió.
El accidente que hubo en la fábrica de níquel de Rabotograd. Bastó con una tubería rota y un ojo negligente. Los residuos químicos que se filtraron bajaron río abajo y lo tiñeron de un rojo sucio, del color de la sangre en las películas de monstruos estadounidenses.
Los fieles de la iglesia fueron los primeros en reaccionar: se postraron de hinojos ante el río de sangre, se taparon los ojos y lloraron y rezaron. A los demás nos costó más comprender nuestra mala fortuna. El río tardó tres semanas en volver a correr limpio. Para entonces, los peces flotaban a la deriva con la boca abierta. Los esturiones tenían el vientre vuelto hacia el sol y de un feo amarillo.
Olía a muerte, y eso es lo que era. No había vuelta de hoja: las huevas no serían comestibles.
Durante las semanas posteriores al accidente, la gente vino a ver nuestro tramo del río tocado por la mano del demonio. Una vez volvió a correr limpio, dejaron de venir.
La población de peces no se recuperó, y los visitantes que antes habían acudido atraídos por los esturiones también dejaron de venir. Nuestras fondas y cafeterías estaban vacías, y nuestra taberna se convirtió en el lugar favorito de los locales para matar el tiempo. Incluso la estación de tren de Starosibirsk cerró por falta movimiento, y entonces fue cuando nos dimos cuenta de que ya no había esperanza para nosotros.
¿Nos quedaba algo en lo que creer? Habíamos obedecido las advertencias —no habíamos tocado los esturiones—. Y, no obstante, la mala suerte había dado con nosotros mientras dormíamos en nuestras casas —rodeadas de bayas moradas en verano y de nieve el resto del año— y había procedido como cualquier monstruo: concienzuda e injustamente.
Otra cosa que deberíais saber: estábamos totalmente desesperados.
Y otra más: estábamos totalmente borrachos.
Y la última: fue idea de Mijaíl, y no dejéis que él os convenza de lo contrario. Sería típico de Mijaíl. Cuando pasó, fue: «Soy Mijaíl, el príncipe de las buenas ideas, merecedor de todo el mérito, contadles que fue cosa de Mijaíl». Y ahora es: «Yo soy uno más, fue un trabajo en equipo, fui un mero observador, me limité a tomar notas».
Sucedió en la taberna, seis meses después del accidente. Una noche de vodka barato sin los zakuski suficientes para proteger nuestros estómagos de la borrachera a la que nos encaminábamos. Borya y Dima se peleaban por la tostada con arenques y los pequeños pepinillos en vinagre, mientras el chucho de Dima, un borzoi más pequeño de lo normal al que él adoraba, estaba tumbado a sus pies a la espera de las migajas. Yuri, siempre el perfecto caballero, servía bebidas y las iba pasando, mientras Maksim y yo nos esforzábamos por ganarnos los favores de la esplendorosa Varvara, sentada a una mesa cercana. Y entonces, como ya sabéis, a Mijaíl se le ocurrió la idea.
Recordando nuestros tiempos como compañeros en el programa de física de la universidad de Novgorod, decidimos abordar el problema ajustándonos a una metodología científica. Anteriormente ya lo habíamos abordado con varias metodologías nada científicas basadas sobre todo en la rabia, la desesperación y el aporreo de mesas con vasos.
Nuestra aplicación del método científico se concretó de la siguiente manera:
« Nuestra observación: nadie venía a Starosibirsk porque no existía ningún motivo para venir. Nadie reservaba habitaciones en nuestras fondas; ni tampoco nadie compraba piroshki rellenos de setas, ni refrescantes ensaladas de remolacha, ni esos kotleti que freíamos hasta que adquirían un tono dorado.
« Nuestro planteamiento del problema: ¿Qué haría falta para que la gente acudiera a Starosibirsk, un pueblecito como cualquier otro salvo por su ubicación junto a un río que ahora era demasiado tóxico para pescar y nadar, y tal vez incluso para tomar el sol en la orilla?
« Nuestra hipótesis: si Starosibirsk contara con algo que ningún otro pueblo tuviese —como pasaba antes con los esturiones de nuestro río—, la gente vendría de nuevo. Todos estuvimos de acuerdo en que regresarían con toda seguridad. Y la vida volvería a ser como antes.
Tendría que ser algo rápido. Tendría que ser algo compatible con nuestra tierra terca e improductiva.
Y aquí llega: la idea de Mijaíl.
El monstruo.
Por las películas que veíamos en el viejo televisor de la taberna, sabíamos que a todo el mundo en todas partes le encantan los monstruos. La experiencia del miedo sin la pérdida del control. Experimentar con el valor manteniendo la opción de replegarse a la seguridad. Guapos actores hollywoodienses que corren en la oscuridad.
¿O es que el haber conocido el mal de este modo nos había convencido de que éramos mejores de lo que en realidad éramos? Si una feroz criatura colmilluda estaba acechando en las sombras, ser desconsiderados con los desconocidos carecía de importancia. O agarrados con nuestros vecinos. O deshonestos con nuestra esposa. Menudencias, por comparación.
El reto no solo era crear un monstruo terrible, sino uno del que la gente jamás hubiera oído hablar, uno exclusivo de Starosibirsk y que mereciera la pena venir a ver.
En una servilleta extendida en medio de nosotros, dibujamos cuerpos monstruosos, pero nos costó olvidar los ya conocidos. Re-pulsivas cabezas animalescas sobre frágiles figuras humanas. Un monstruo alpino con cuernos espiralados y pelaje erizado y marrón. Un monstruo selvático con ramas por brazos y hojas por manos. Nos sentimos tan decepcionados por nuestra falta de imaginación que poco faltó para que lo dejáramos en ese momento.
Entonces, la esplendorosa Varvara voceó desde su mesa:
—Zdravstvuyte, duraki! Lo estáis haciendo más difícil de lo que es. Pensad en cuáles son vuestros propios temores. En vuestra vida. Hoy.
Varvara acercó la silla a nuestra mesa y pidió a otros que se unieran. Poco después, todos los parroquianos estaban proponiendo ideas a voz en cuello mientras Yuri, que era quien tenía el pulso más firme, no dejaba de servir vodka; y Mijaíl y yo, que éramos quienes teníamos la caligrafía más clara, utilizábamos las servilletas para tomar notas. En cuanto llenábamos una, aparecía otra delante de nosotros. Algunas estaban medio mojadas de bebida, o rotas y arrugadas. Mientras que otras lucían manchas anaranjadas de grasa, pero nosotros, escribiendo como posesos, las llenamos todas.
—¡La muerte! —gritó alguien desde el fondo, a una sala llena de cabezas que asintieron en silencio.
—¡Morir solo! —contribuyó el tabernero.
—¡Morir pobre! —dijo alguien a quien no vi.
—¡Los osos!
—¡Ahogarme!
—¡Las garrapatas!
—¡El fracaso!
—¡Los jabalíes!
—¡La insensatez!
—¡Mi suegra cuando está de mala leche!
—El caos —dijo alguien.
Y casi como un eco se oyó otra voz:
—Los niños.
—El dentista sin anestesia. —Un gemido recorrió la taberna.
—Quedar atrapado en la banya y morir por el exceso de calor. —Una confesión en voz baja desde el rincón, recibida con risas ante su improbabilidad.
—¿Y tú? —pregunté a Yuri cuando me rellenó el vaso con cuidado para no derramar la bebida sobre las notas—. ¿Qué temes?
Yuri contempló la botella y luego la dejó en la mesa con un suspiro.
—Arseny Sergeevich —dijo, y volvió los ojos hacia el río—, mi mayor temor es que lo que ya ha sucedido no sea lo peor que pueda suceder.
Trabajamos hasta la madrugada, bebiendo sin parar, combi-nando nuestros miedos, reacomodándolos hasta que encajaron dentro de un cuerpo, una historia y unas costumbres.
Cuando el sol se alzó por encima de las cúpulas semiesféricas de la iglesia, teníamos un monstruo al que podíamos considerar nuestro.
Nuestro monstruo les robaba las hachas a los leñadores y arrojaba las hojas al río y los mangos a las copas de los árboles, donde no se las pudiera volver a encontrar. Atraía a sus víctimas hasta el bosque y las mataba a cosquillas, o les sumergía la cabeza bajo el agua y les arrancaba los dientes uno a uno. En su encarnación humana, llevaba los zapatos del revés y empuñaba un cayado, y tenía la barriga amarilla, hinchada de huevos y sangre. En su encarnación bestial, los colmillos le asomaban por ambas comisuras de la boca y tenía los ojos del color de los residuos tóxicos.
Si te topabas con nuestro monstruo en el bosque, te ordenaba que te pusieras la ropa del revés y te cambiases los zapatos de pie, y le suplicaras clemencia hasta quedarte afónico. Si con eso se apaciguaba, te dejaba marchar. Si no, bueno… ya habéis visto las películas.
Nuestro monstruo estaba compuesto por partes de todos nosotros. Mirado así, lo que Mijaíl dice sobre que fue un trabajo en equipo, un proceso en colaboración, es cierto. La siguiente fase también requirió de la cooperación de todos.
Porque el monstruo vivió en nuestra imaginación solo un breve tiempo antes de que lo liberáramos en Starosibirsk, y luego en el mundo.
Grabamos marcas de garras en los árboles con cuchillos de nuestras cocinas. Utilizamos cazos de sopa y prensapatatas para excavar huellas en la tierra. Hundimos nuestros dedos en varenye y emborronamos los escaparates de las tiendas con deformes huellas de manos trazadas con la mermelada. Pisoteamos arbustos a fin de crear las sendas del monstruo, mientras lanzábamos rugidos desde lo más profundo de nuestras entrañas. Recogimos largos cabellos plateados de las babuskhi y los esparcimos por doquier: en las paredes de los edificios, donde imaginamos se rascaría nuestro monstruo cuando mudara en la temporada cálida; y sobre los montones de hojarasca, debajo de los cuales imaginamos que dormiría.
También queríamos que el monstruo pareciera inteligente. De manera que fabricamos muebles tallando restos de madera de alerce y los colocamos en claros próximos a la linde del bosque, en lugares no demasiado frecuentados por los locales. Mecedoras y mesas, y una enorme cama con cuatro postes torcidos. Enseres toscos y nada sofisticados, pero lo bastante extraños para provocar inquietud.
Luego grabamos las imágenes utilizando equipo cinematográfico prestado y las colgamos en foros de internet. Sobre cada fotografía y vídeo escribimos: «¡Ven a ver con tus propios ojos el terrible monstruo exclusivo de Starosibirsk!».
La historia corrió rápida como el agua. Contamos las respuestas. Vimos cómo la curiosidad crecía cada vez más y más y más.
Y cuando los turistas comenzaron a venir, estábamos preparados.
Estoy dispuesto a reconocer —es decir, creo que deberíais saber, si es que aún no ha quedado claro— que no estoy por completo libre de culpa en todo este asunto. No se hubiera convertido en lo que se convirtió sin la colaboración de los avistadores. Yo fui uno de ellos: fui designado «avistador de Starosibirsk entre la tahona y el semáforo estropeado». Nos dividimos el pueblo en pequeñas parcelas de un tamaño razonable, y cada avistador se encargaba de su propio dominio.
Esto formaba parte de nuestro intento por proporcionar una experiencia semejante a la de un tour turístico. Un tour guiado parecía demasiado artificial, poco auténtico. En lugar de eso, cuando los visitantes llegaban, se daban de bruces con una serie de indicios: las pisadas; dos olores contrapuestos en el ambiente, uno como a perro mojado y otro industrial y metálico… Acto seguido —y esto era importante— se topaban con su primer avistador.
Los avistadores entretenían a los turistas con historias sobre nuestro monstruo. Interpretábamos el papel de creyentes, de quienes habían visto. Había un «avistador de Starosibirsk entre la escuela de primaria y el colmado», y otro «avistador de Starosibirsk donde las colinas se allanaban al llegar a la costa». Todo lo que contábamos se basaba en un guion que habíamos escrito aquella larga noche en la taberna, que se prolongó hasta la madrugada. Aunque disfrutábamos de cierta libertad a la hora de relatar las historias, sabíamos que mantener la coherencia era fundamental para la mentira.
Nos tomábamos nuestro trabajo en serio. Ensayábamos.
«Soy cazador —decía un avistador, y señalaba una pisada en la tierra—. Llevo toda la vida rastreando animales y tengo clarísimo que esta no puede ser la huella de un oso».
«Soy recolector de setas —afirmaba otro, y señalaba el tronco descortezado de un árbol—. Llevo toda la vida cogiendo hongos y tengo clarísimo que no pueden ser la causa de este estropicio».
O, «Soy carpintero. Llevo toda la vida haciendo muebles. En ningún pueblo de esta región se fabricaría algo tan rudimentario. Lo tengo clarísimo, esta es la guarida del monstruo».
Funcionó justo como esperábamos. Al principio con cuentagotas, en su mayoría buscadores de emociones que aprecian este tipo de cosas más que la mayoría. Que ya habían visto todas las películas de monstruos. Que ya habían sido enterrados vivos en la nueva atracción turística a varios días de Starosibirsk en el transiberiano, la que había salido en el programa de viajes de la televisión británica. Estos grupos ansiaban creer. Nos lo ponían fácil. Venían dispuestos a acechar, a matar.
El pueblo se fue llenando poco a poco. Las fondas tenían ocupadas la mitad de las habitaciones, como mínimo, y las cafeterías resultaban más cálidas ahora que los hornos estaban encendidos, dorando pasteles de carne, mientras los peroles con solianka bien cargada de ajo bullían en los fogones. Algunos visitantes conocían la historia de Starosibirsk, habían oído hablar del exquisito regusto salado de las huevas del esturión y de la anchura y placidez de ese río antaño tan generoso. Pero otros no, y para ellos no éramos más que un pueblecito, en absoluto espectacular, uno de los muchos afectados por el accidente de la fábrica de níquel, del que se habló, pero solo por poco tiempo, en las noticias nacionales.
Ahora sí que vemos los errores al repasar nuestro plan. Pero entonces carecíamos de la distancia necesaria. Ya habíamos impreso camisetas con imágenes del monstruo y las habíamos colgado junto a las tallas en madera a juego en el edificio abandonado que habíamos convertido en tienda de recuerdos.
No mirábamos en derredor ni hacia el cielo, tan solo mirábamos las monedas que, gracias a Dios, habían vuelto inevitablemente a encontrar su camino hasta nuestras cajas registradoras.
Así que, cuando aparecieron los pollos muertos, con las plumas ensangrentadas y el cuello destrozado, el cuerpo doblado en ángulos extraños y con profundas mordeduras, y los turistas intercambiaron miradas de jubiloso terror, pensamos: lobos. Hasta que uno de los hermanos de Varvara se reconoció responsable. Sí, ahora estábamos atrayendo a bastantes turistas, dijo, pero ¿cuánto tardarían en perder el interés? Estaban insensibilizados, skuchayushchiy, como todos nosotros. En la televisión veían cosas peores todos los días. ¿Durante cuánto tiempo los convencerían las marcas de garras en los árboles y las huellas falsas?
Nos pareció de lo más razonable. Lo aplaudimos por tomar la iniciativa. Brindamos por él en la taberna y le llenamos el plato con todos los pepinillos y arenques que sobraban.
Cuando los aullidos resonaron por el pueblo y los turistas gritaron encantados, pensamos: una osa parda defendiendo a sus oseznos. Pero esta vez fue el tahonero quien se colgó la medalla. Explicó que, cuando veía las películas norteamericanas, lo que más le fascinaba eran los efectos sonoros.
Cuando el ruido de garras rascando el exterior de edificios, demasiado cercano a nuestras almohadas, nos arrancó de nuestro sueño y la siguiente mañana buscamos una respuesta, la mujer del tabernero alzó la mano satisfecha.
Cuando sentimos un aliento cálido en la nuca, no le dimos mayor importancia. Supusimos que se trataba de uno de nosotros practicando un ardid que utilizaría más tarde con los turistas. Intercambiamos miradas cómplices. Dejamos de preguntar, presumimos que todo era obra nuestra.
Se convirtió en una competición. Una cuestión de orgullo. Incluso Yuri, el más afable de todos nosotros, pasó largas horas en los rincones oscuros de la taberna, inventando nuevas maneras de hacer que nuestro monstruo fuera cada vez más aterrador.
Borya había estado alardeando de un gran plan que superaría todos los demás. Y sabíamos que su familia poseía una vacada. De modo que, cuando un grupo de turistas encontró la hilera de cuerpos huesudos y con manchas tirados en la orilla, con las moscas zumbando a su alrededor, la lengua colgándoles de la boca, pensamos: vale, Borya, un poco efectista, pero un bonito toque. Saltaba a la vista que los animales eran los más enfermos y débiles del rebaño. Tenían los ojos entrecerrados y jadeaban tratando de mantenerse con vida, con el costado subiendo y bajando.
Mientras nosotros jugábamos a nuestros necios juegos, las historias se fueron propagando y los visitantes afluyeron cada vez en mayor número. Decían haber oído que lo del monstruo de Starosibirsk era una auténtica pasada. Cuando las fondas se llenaron, los alojamos en nuestras propias casas, les ofrecimos nuestras camas mientras nosotros dormíamos sobre mantas sobrantes extendidas sobre el suelo de madera astillada.
Nuestro pueblo ya estaba abarrotado más allá de su capacidad cuando se emitió la famosa entrevista y el asunto se nos desmandó por completo.
El entrevistado era un influyente político criticado constantemente por la dureza de sus decisiones y la frialdad y presteza con las que las tomaba. Es probable que lo conozcáis. Es probable que vierais el programa, más de una vez, y es probable que así fuera como oyeseis hablar por primera vez de Starosibirsk. Esta entrevista en concreto se centró en los vínculos del político con las industrias del níquel y el cobre, y el impacto de estas en el medio ambiente.
Si la habéis visto, ya sabéis lo que dijo. Pero lo repetiré por si no es el caso: «Este es un país de desagradecidos. La gente me llama monstruo. Pero piense en todo lo bueno que he hecho, ¿diría que se trata de la obra de un monstruo? Si quiere un monstruo, vaya a Starosibirsk. ¿Lo conoce? Strashno! Vaya allí y descubrirá el significado de esta palabra».
No sabíamos cómo se había enterado el político de lo nuestro. Pero fue en ese momento cuando supimos que íbamos de cabeza al desastre.
El político era una figura controvertida, y la entrevista fue el programa televisivo de mayor audiencia ese año. No había pasado ni una semana y los coches que habían estado viniendo a Starosibirsk ya habían sido remplazados por autocares de dos pisos y brillantes colores fletados por agencias de viajes de ciudades del Oeste del país. Los turistas empezaron a llegar cada vez de más y más lejos. Los autocares llevaban cadenas en las ruedas y una pala quitanieves anclada a la parte delantera, para garantizar que ninguno de los tradicionales obstáculos siberianos pudiera detenerlos.
Recordad, antaño, en Starosibirsk tan solo había terrenos húmedos y prados de hierba de borde afilado, aroma a humo de leña que se eleva desde las chimeneas, espacios vacíos entre estructuras triangulares y, de tanto en tanto, el revoloteo de un delantal floral cuando la esplendorosa Varvara entraba en la estancia. Después de la entrevista, Starosibirsk se puso hasta la bandera de cuerpos. Brazos desnudos en los meses estivales, crema solar blanquecina y sudor perfumado. Luego, en invierno, gorros, botas y pieles, y, por debajo, ese mismo hedor terrible cuando los turistas llegaban en tropel.
Tratamos de aguantar el tipo ante el incremento en la demanda. Los avistadores siguieron ajustándose a su guion la mayor parte del tiempo, voceando las invenciones cada vez más y más fuerte a fin de que los grupos, cada vez más y más numerosos, pudieran oírlos. Algunos visitantes estaban pendientes de sus palabras, unos con gran atención y otros con menos, mientras que otros, en lugar de escuchar, se dedicaban a buscar a su alrededor indicios del monstruo local.
El tabernero amplió el negocio al edificio de enfrente. La tahona abría más temprano y cerraba más tarde, y el tahonero contrató a más de sus primos para que trabajaran por turnos, preparando vatrushki de requesón, un tentempié popular entre los turistas, a quienes les gustaba comerlo mientras paseaban explorando el pueblo a la búsqueda de sangre.
El fiel chucho de Dima, el pequeño borzoi, fue encontrado eviscerado al borde del agua, con las costillas rotas, el tórax abierto y lleno de gusanos y pájaros oportunistas.
La turista que lo encontró se había adentrado en el bosque con botas de tacón alto, y tomó el equivalente a un carrete de una cámara desechable de fotografías de la escena. Temblaba de la emoción. Aseguró sentirse afortunada por haber vivido una experiencia tan auténtica, por haber sido, entre todos sus amigos, quien ese día había descubierto otra pieza del misterio.
Dima estaba destrozado. Convocamos una reunión.
Nuestros espantosos actos habían ido convenciendo cada vez más a los turistas de la existencia del monstruo. Nosotros dudábamos cada vez más de haber obrado bien.
En la taberna, cerrada por una noche a los visitantes, interrogamos a todo el mundo. Si Borya había matado al ganado, ¿qué le habría impedido dar un paso más? O el hermano de Varvara, el de los pollos, ¿podía haber ido demasiado lejos? O Mijaíl, que era quien había puesto esta maldita idea sobre la mesa y la había dejado ahí, como tantos peces, para que se pudriera.
¿Quién mostraba más avidez por el dinero que el nuevo turismo nos había traído? ¿Quién era el más competitivo? ¿Quién tenía más que perder?, ¿y que ganar? En el ambiente se palpaba la desconfianza, y todos declinábamos los ofrecimientos de Yuri y consumíamos solo las bebidas que nosotros mismos nos servíamos.
Y entonces el impulso por confesar se extendió, rápido como vodka derramado.
«Los pollos. Mentí», dijo el hermano de Varvara. «Los ruidos de garras rascando. Mentí», añadió la esposa del tabernero.
«Las vacas. Mentí», reconoció por último Borya. Agachó la cabeza, tratando de evitar que su mirada se cruzara con la de Dima.
Habíamos estado encantados de atribuirnos la propiedad cuando creíamos que lo único que robábamos era el mérito de otro más apocado. Pero los ojos de Dima, la botella vacía ante él… Esto nunca había formado parte de nuestro juego.
Creo que puedo afirmar sin equivocarme que ya conocéis el resto. Los profundos arañazos en la pintura de los autocares de dos pisos. Los turistas desaparecidos y las partes de los cuerpos que con el tiempo se recuperaron. Una oreja, un dedo, una bota de tacón alto, el pie con uñas de pedicura aún dentro. También los vecinos del pueblo desaparecidos.
A pesar de todo esto, un pueblecito junto a un río ancho y apacible continúa invadido. Cuantos más cuerpos mutilados aparecen hinchados en el agua o colgando de ramas de árboles, más cuerpos vivos y sudorosos aparecen en la estación del tren, siempre eufóricos, listos para la caza. Porque sí, incluso han reabierto la estación. Starosibirsk es la parada con más movimiento de la línea dirección este. Todo el mundo es sospechoso, y el número de sospechosos crece cada día.
En cuanto a nosotros, de nuevo seguimos una metodología científica para abordar el problema.
Nuestra observación: la ficción es creíble; la verdad, no. Todos hemos hecho cosas terribles de manera intencionada por mera diversión; hemos demostrado ignorancia y cortedad de miras en nuestros planes de supervivencia.
Nuestro planteamiento del problema: ¿Quién es el responsable de las muertes?, ¿un hombre o un monstruo?, ¿uno de nosotros, uno de ellos o algo por completo distinto?
Nuestra hipótesis…
Aquí es donde entro yo. Sigo siendo Arseny, «el avistador de Starosibirsk entre la tahona y el semáforo estropeado»; al menos cuando los turistas están en la calle, durante el día. El resto del tiempo me he nombrado Arseny, el detective. Formamos un equi-po. Los seis originales, los que empezamos todo esto.
Trabajamos frenéticamente en la taberna, trazamos cronogramas y rodeamos con un círculo, para a continuación tacharlos, algunos nombres. Pensamos con cariño en el singular esturión y en las canciones conminatorias que aprendimos de niños, cuando aún veíamos una frontera clara entre lo que estaba mal y bien, una frontera recta entre los que devoran y los devorados.
Rodeamos nombres con círculos. Los tachamos. Yuri sirve vodka. Dima golpea con los nudillos la mesa, pero por lo demás guarda silencio.
Algo aúlla no muy lejos.
Nos apiñamos, y rezamos para que podamos volver a encontrar algo de lógica en este mundo.
FIN
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