Expectativa - Peter Spamm - Movil


La Expectativa
Die Erwartung
Peter Stamm



Resulta curioso que, en medio del mayor ruido, podamos oír un sonido muy tenue cuando uno ha estado esperándolo. Los otros, sin duda, no lo han oído. Ellos no conocen el ruido, el tenue crujido del suelo del piso situado encima del mío. Siguen hablando como si nada. Charlan y ríen, se beben mi vino y se comen lo que yo he cocinado para ellos, sin malgastar una sola palabra al respecto. Tal vez crean que me hacen un favor visitándome. Se dice que la mayoría de las mujeres conoce a su pareja en el trabajo. Pero nosotras, en el trabajo, sólo tenemos que tratar con criaturas de cinco o seis años. Y con sus padres, con parejas o con madres solas. Karin y Pim se conocen desde que eran exploradores; Janneke y Stefan se conocieron en Australia durante unas vacaciones. He escuchado la historia cientos de veces. Dos holandeses que se conocen precisamente en Australia. Eso les parece divertido. Hablan de los buenos propósitos que se han trazado para el nuevo año. «Bajar la tapa del váter cuando hayas ido al servicio», le dice Karin a Pim. «¿Es que no lo haces?», pregunta Janneke, con una expresión de asco en el rostro. Ella dice que enseñó a Stefan a orinar sentado. Karin dice que los hombres tienen otro concepto de la higiene. «¿Y qué me dices de las mujeres que tiran los tampones usados en la papelera?», pregunta Pim. Así hablan siempre. En toda la velada, ninguno ha dicho nada razonable.
«¿Nos traerás un café?», pregunta Stefan como si yo fuera la camarera. «No», le digo. Pero, en un principio, no me han oído, y tengo que repetirlo alto y claro. «Estoy cansada. Me alegraría que os fuerais ahora». Ellos sólo ríen y dicen que, en ese caso, se tomarán el café en otra parte. Al salir, Janneke me pregunta si estoy bien. Pone cara de compasión, como la que suele poner cuando uno de los niños se cae y se roza la rodilla. Podría pensarse que va a echarse a llorar de inmediato cuando le digo que todo está bien, que lo único que quiero es estar sola. No creo que vayan a irse ahora a un restaurante. No creo que empiecen a hablar de mí. Sobre mí no hay nada que hablar, y eso está bien.
Regreso silenciosamente al salón y me pongo a la escucha. Primero reina el silencio durante largo rato, pero luego se oye otra vez ese crujido. Suena como si alguien se esforzara por no hacer ruido, como si se deslizara a hurtadillas por el piso situado encima del mío. Sigo los pasos que van desde la puerta hasta la ventana y regresan luego al centro de la habitación. Mueven una silla o algún otro mueble ligero, y luego se oye un nuevo ruido cuyo origen desconozco. Suena como si algo hubiese caído, algo pesado, blando.
Nunca he coincidido con la señora De Groot, sólo sé su nombre por el letrero del timbre. No obstante, siento como si la conociera mejor que a cualquier otra persona. He oído su aparato de radio, la aspiradora, el tintineo de la vajilla, y lo he oído tan intensamente como si alguien estuviera fregando en mi cocina. La he oído levantarse de madrugada y caminar por el piso arrastrando los pies; también cuando deja correr el agua en el cuarto de baño, cuando tira de la cadena en el servicio o abre la ventana. A veces caen algunas gotas de agua en mi balcón cuando ella, arriba, riega las flores, pero cuando me inclino hacia delante y miro hacia lo alto, no veo a nadie. Creo que nunca ha salido del piso. Me agradan esos ruidos. Es como si viviera con un fantasma, una criatura invisible y amable que cuida de mí. Sin embargo, hace aproximadamente dos semanas, de repente, todo quedó en silencio. Desde entonces no he vuelto a oír nada. Y ahora, ese crujido.
Primero he pensado que era un ladrón. Mientras me desvisto y entro al cuarto de baño, pienso si debo llamar a la policía o al portero. Ya estoy en pijama cuando me decido a echar un vistazo yo misma. Me sorprende no tener miedo. En realidad, nunca tengo miedo de nada. Cuando una es mujer y está sola, es preciso aprenderlo. Me echo por encima la bata y me pongo los zapatos. Miro el reloj. Son las once.
Tengo que tocar dos veces el timbre; entonces, a través de la mirilla, veo cómo la luz se enciende y un hombre joven, mucho más joven que yo, abre la puerta y me da las buenas noches en un tono muy amable. Enseguida pienso que ha sido un error subir, me pregunto por qué siempre tengo que inmiscuirme en los asuntos ajenos en lugar de ocuparme de los míos. Pero luego uno oye hablar de esas personas que mueren y permanecen en sus pisos durante semanas sin que nadie se dé cuenta. El joven lleva unos vaqueros negros y una camiseta del mismo color, en la que puede leerse «Iron Maiden»; creo que es el nombre de un grupo de rock. No lleva zapatos y tiene agujeros en los calcetines.
Le digo que vivo un piso más abajo y que he oído pasos. Y puesto que la señora De Groot, por lo visto, se ha mudado, he pensado que tal vez fuera un ladrón. El joven ríe y dice que ha sido valiente de mi parte el subir así, sin más. Él, en mi lugar, hubiera llamado a la policía. ¿Cómo sabía yo que allí vivía una mujer? Tiene razón. En el letrero del timbre sólo dice «P. de Groot». Sin embargo, desde el primer momento estuve segura de que tenía que ser una mujer, una anciana. Le digo que jamás he visto a nadie, sólo he oído. Él me pregunta si las mujeres suenan distinto que los hombres. En un primer momento pienso que está burlándose de mí, pero parece que me lo pregunta en serio. «No lo sé», le digo. Me examina entonces con mirada de niño, con una mezcla de curiosidad y temor. Le pido disculpas y le digo que ya estaba en la cama. No tengo ni idea de por qué miento. Desde el primer momento, ese hombre me ha hecho decir cosas que no quiero decir. Nos miramos en silencio, y pienso entonces que es el momento de irme. Pero entonces me pregunta si me apetece tomar un café con él. Le respondo que sí de inmediato, aunque jamás tomo café a esa hora y sólo llevo puesta una bata. Lo sigo al interior del piso. Cuando cierra la puerta a mis espaldas, pienso otra vez, por un instante, que podría ser un ladrón que pretende atraerme dentro del piso para hacerme callar. Es un chico delgado y bastante pálido, pero es un palmo más alto que yo y tiene brazos musculosos. Me lo imagino abalanzándose sobre mí, agarrándome y lanzándome al suelo, imagino cómo se sienta sobre mi barriga y me sostiene los brazos, causándome dolor, y luego me mete algo en la boca para que no pueda gritar. Sin embargo, el joven va hasta la cocina, llena una cazuela de agua y enciende el fuego. Entonces empieza a abrir los armarios, aparentemente sin orden ni concierto. «La cafetera, el café, los filtros —murmura para sus adentros, como si se lo hubiese aprendido de memoria—, azúcar, sacarina, leche». Al ver que no consigue encontrar el café, me ofrezco para bajar y traer un poco. «No —dice con tal firmeza que me sobresalto. Reflexiona por un momento—: Podemos tomar té».
El piso tiene el mismo aspecto que yo había imaginado, como el piso de una anciana. En la mesilla de centro del salón hay una guía de televisión, y encima del sofá hay utensilios para tejer; por doquiera abundan los cojines tejidos, los tapetes y otras piezas de punto, trabajos manuales y pequeños marcos intercambiables, con fotografías de gente horrible vestida con ropa pasada de moda. Nos sentamos: yo en el sofá, y él, en un enorme sillón. Sobre el brazo del sillón hay una cajita con algunos botones. El joven oprime uno de los botones y, de la base del sillón, empieza a levantarse, lentamente, un reposapiés. Con otro mando hace que el respaldo se incline hacia atrás y hacia delante. Durante un tiempo aprieta los botones como un niño al que le han regalado un juguete nuevo y lo muestra a todo el mundo, lleno de orgullo. «No nos hemos presentado», dice de repente, levantándose de un salto y extendiéndome la mano. «Daphne», digo, y él vuelve a reír y dice: «Ah, vaya, yo soy Patrick. Qué raro que no hayamos coincidido nunca». Durante todo ese tiempo ha mantenido mi mano entre la suya. Me pregunta si vivo sola. Me trata de usted, y eso me irrita, aunque soy bastante mayor que él. Me pregunta acerca de mi vida, de mi trabajo, mi familia. Hace tantas preguntas que no consigo preguntarle nada. No estoy acostumbrada a que alguien se interese por mí, y tal vez me pongo a hablar más de la cuenta. Le hablo de mi infancia, de mi hermano pequeño, que perdió la vida hace cuatro años en un accidente de moto, le hablo de mis padres y de mi trabajo como educadora en una guardería. Eso no resulta nada interesante, pero él me escucha con atención. Sus ojos brillan como los de los niños cuando les cuento historias.
El té se ha terminado, y Patrick se levanta y abre el mueble bar. Encuentra una empolvada botella de Grand Marnier que está casi llena. Pone dos copas sobre la mesa, las llena y levanta una para brindar.
—Por esta visita inesperada.
Vacío mi copa, aunque, en realidad, no me gustan los licores. También él, al beber, pone cara de no estar acostumbrado a las bebidas fuertes. «He tenido visita —le digo—, dos compañeras de trabajo y sus maridos. Nos reunimos siempre el primer viernes de cada mes». No sé por qué le cuento eso. No hay mucho más que decir al respecto. Él me dice que enero es su mes favorito. Cumple años en enero, dentro de dos semanas. Y le gusta el frío.
—¿Cuál es su mes favorito?
—No lo he pensado nunca. Sí sé que detesto noviembre.
Él tiene un mes favorito, una estación favorita, una flor favorita, un animal favorito, un libro favorito, y así sucesivamente. Fuera de eso, no me cuenta nada más sobre sí mismo. Creo que, sencillamente, no tiene nada que contar. Como mis niños. Cuando les pregunto qué han hecho durante las vacaciones, responden que jugar. Es realmente como un niño. Se muestra alegre, desamparado y, a veces, tímido. Siempre parece algo perplejo. Y se ríe mucho. Me pregunta si me gustan los niños.
—Por supuesto —le digo—, es mi profesión.
—Bueno, eso no quiere decir nada. Uno puede ser carnicero y, al mismo tiempo, pueden gustarle los animales.
—Pero a mí me gustan los niños. Por eso me hice maestra de párvulos.
El joven se disculpa con una expresión asustada en el rostro, como si hubiese dicho algo horrible. Vuelve a servirme. «No más para mí», le digo, pero bebo de todos modos.
—No debería ser tan curioso.
—Es verdad, no deberías serlo.
Debo de estar hablando como una señorita de guardería. Sin embargo, ahora me siento adicta a su curiosidad, a su mirada inquisitiva, que otorga un significado a las cosas más banales. A veces pasa mucho tiempo sin decir nada y sólo me mira y sonríe. Cuando me pregunta si tengo novio, me enfado. He oído esa pregunta con demasiada frecuencia. Además, a él no le incumbe. Sólo porque no viva con un hombre, no quiere decir que... Él me mira con los ojos muy abiertos. No sé lo que debo decir, y mi inseguridad es motivo de mayor enfado para mí.
—Ahora está usted enfadada conmigo.
—No, no lo estoy.
Todo continúa así. Bebemos y hablamos sobre todo lo humano y lo divino, sobre mí, pero no sobre él. Veo que me está desafiando, pero no creo que lo haga a propósito. Observa mis piernas con insistencia, hasta que me doy cuenta de que mi bata se ha abierto un poco, dejando entrever mis muslos. Tendría que depilarme urgentemente las piernas. Pero ¿a quién le interesa eso? Me arreglo la bata, y Patrick me mira como si lo hubiese sorprendido haciendo algo prohibido. Estoy bastante borracha. Ahora podría hacer conmigo cualquier cosa, pienso, pero me avergüenzo enseguida de ese pensamiento. Es tan joven, yo podría ser su madre. Me gustaría pasarle la mano por el pelo, apretarlo contra mí, protegerlo de algo. Quisiera que me abrazara como lo hacen mis niños, que apoye su cabeza en mi regazo y se quede dormido entre mis brazos. Cuando bosteza, miro el reloj. Son las tres.
—Ahora sí que es hora de irme.
—Mañana es sábado.
—Así y todo.
Entonces él se pone de pie y se sienta a mi lado en el sofá. Me pregunta si puede darme un beso de buenas noches, pero antes de que yo pueda contestarle, ya ha tomado mi mano y la ha besado. Me asusto tanto, que retiro la mano con un gesto brusco. Él se pone de pie de un salto y camina hasta la ventana, como si tuviera miedo de que lo castigue.
—Lo siento.
—No tienes por qué sentirlo.
Entonces dice algo curioso: «Yo la respeto a usted». Guardamos silencio durante largo rato, hasta que, por fin, dice: «Llueve. Ahora toda esa hermosa nieve va a derretirse». Le digo que no me gusta la nieve, y de repente no tengo la certeza de que eso sea cierto. No me gusta la nieve porque, cuando nieva, los niños llevan tantas piezas de ropa que uno tarda media hora ayudándolos a desvestirse, y porque llenan la guardería con la suciedad que traen en sus botas. Cuando yo era niña, me gustaba la nieve. Por entonces me gustaban muchas cosas. Tal parece que hubiese pasado la noche entera quejándome de todo lo imaginable. Patrick ha hablado de lo que le gusta, y yo de lo que no me gusta. Pensará que soy una persona negativa, una solterona vieja y amargada. Tal vez eso también sea cierto. «En la ciudad —digo—, no me gusta la nieve, porque siempre cubren las calles de sal y entonces todo...». Me imagino montando en trineo con Patrick. Él está sentado detrás de mí, y oprime sus muslos contra los míos. Yo siento el calor. Me ha rodeado con sus brazos y me sostiene con firmeza. Ha ocultado su cara entre mi pelo y puedo sentir su respiración en el cuello. Me susurra algo al oído. De forma totalmente inesperada, me dice que soy una mujer maravillosa, que está muy contento de haberme conocido. En realidad, no había contado con eso.
—¿Nos vemos mañana?
—El sábado es el día de ir a visitar a mis padres.
Digo que, si le apetece, puede venir a cenar el domingo. No hay ninguna diferencia entre cocinar para mí sola o hacerlo para dos. «Me gusta cocinar», añado. Por lo menos hay algo que me gusta hacer. Cuando nos despedimos, Patrick me besa otra vez la mano.
No consigo quedarme dormida. Lo oigo deambular de un lado a otro ahí arriba, lavarse o ir al servicio. Es amable, atento y muy cortés, pero también es un poco raro cuando se ríe del modo en que lo hace. Es triste eso de desconfiar siempre y únicamente de las buenas personas.
Por la mañana me despierto temprano, con un terrible dolor de cabeza y un sabor amargo en la boca. Ya desde el desayuno, me pongo a hojear mis libros de cocina. He dicho que voy a cocinar algo muy sencillo, pero ahora me entran ganas de impresionarlo. En esta época del año no se encuentran verduras decentes en los comercios. Casi todo viene de muy lejos y no sabe a nada. Judías verdes de Kenia, eso es absurdo. Prefiero comprar verdura congelada. Por la noche, discuto con mi padre por una nimiedad.
Paso toda la tarde del domingo en la cocina, preparando la cena. No se oye nada arriba. Tal vez Patrick haya salido. Pero a las seis en punto llaman a la puerta. Me ha traído un ramo de flores enorme y me besa de nuevo la mano. Espero que no sea un truco. No tengo un jarrón lo suficientemente grande y, en un principio, pongo las flores en un cubo de plástico, en el cuarto de baño. Raras veces me regalan flores, en realidad no me las regalan nunca, y yo, por mi cuenta, nunca las compro. Muchas vienen del Tercer Mundo, y los hombres que las cosechan se vuelven estériles a causa de los insecticidas que usan en su cultivo. Una vez más, en lugar de agradecerle las flores, me muestro extremadamente negativa.
Durante la cena, él enfatiza una y otra vez lo mucho que le gusta la comida, al extremo de que me siento avergonzada. Aunque, a decir verdad, me ha quedado bien. Sé cocinar. «Usted también sabe cocinar», me dice él. También me dice que soy perfecta. Estoy casi a punto de echarme a reír. Nunca puedo tomarme muy en serio sus cumplidos, siempre suenan como si repitiera algo que ha escuchado decir a los adultos. En realidad, parece que lo he impresionado, pero no puedo imaginar por qué razón. Cada vez que hablo, él para de comer y me mira con los ojos muy abiertos. Además, recuerda todo lo que le he contado. Sabe mucho acerca de mí, pero yo no sé nada acerca de él.
Más tarde, cuando estamos sentados en el sofá, hace un movimiento torpe y derrama su vino. He estado a punto de darle una pequeña colleja, como hago a veces con los niños cuando se portan mal. Por suerte, consigo contenerme en el último momento. Voy hasta la cocina para traer sal y agua mineral. Mientras lo hago, me imagino que pongo a Patrick de rodillas, le bajo los pantalones y le doy unos azotes en el trasero.
La mancha, por supuesto, no se va. Ya no se irá nunca. Fue una idiotez comprar un sofá blanco. Pero en su momento me gustó, y me sigue gustando mi sofá blanco. Lo compré a raíz de la muerte de mi hermano, y de algún modo tiene algo que ver con él. Patrick, en un gesto de desamparo, se queda de pie a un lado, mirando como yo intento sacar la mancha. Pide disculpas miles de veces y dice que me comprará una nueva funda. No obstante, estoy enfadada, y me apresuro a decir que tengo que irme a la cama, que mañana es un nuevo día de trabajo. Él se pone de pie. Junto a la puerta, me observa con una mirada de profunda tristeza y se disculpa por última vez. No pasa nada, lo ocurrido, ocurrido está. No quedamos para una próxima vez. Él no dice nada, y yo todavía me siento de mal humor.
Me pregunto si él puede oírme como lo oigo yo a él. Cuando me ducho, me siento, de repente, desnuda, observada. Cuando voy al servicio, cierro la puerta y, en ocasiones, ni siquiera tiro de la cadena para que él no me oiga. Tengo que beber mucho a causa de mis riñones y, por esa razón, voy al baño con mucha frecuencia. Sólo ahora soy consciente de lo ruidosa que soy al caminar de un lado a otro del piso con los zapatos puestos, al poner la radio mientras paso la aspiradora, cuando me insulto a mí misma o canto canciones infantiles en voz alta. Tengo que acabar con eso de inmediato. Por tal razón me compro unas pantuflas de suelas blandas. Cuando se me cae un vaso y se rompe, paso varios minutos a la escucha para comprobar si se oye algo ahí arriba. Pero todo está en silencio.
No soporto que él esté tan cerca, y quién sabe lo que hará cuando oye lo que estoy haciendo yo. He empezado a salir con mayor frecuencia. Me siento en un café o salgo a pasear, aunque hace mucho frío otra vez y tengo que prestar atención para no coger un resfriado. El año pasado tuve una cistitis que tardó bastante en sanar. Debí tomar antibióticos y no pude trabajar durante varios días. Por si fuera poco, a raíz de ello, Janneke y Karin hicieron algunos comentarios estúpidos. Era una cistitis, pero ellas sólo pensaban en una cosa.
Al tercer día, Patrick toca a mi puerta, justo después de que yo llegue a casa. Por lo visto, ha estado esperándome. Trae una nueva funda para el sofá y un paquete envuelto en papel de regalo. Me ayuda a cubrir de nuevo el sofá. Nuestras manos se tocan. En el paquete hay una sartén para pescado. Sólo porque en aquella cena dije en algún momento que me gustaría tener una sartén para pescado, él va y me compra una. Y no son nada baratas.
—Estás loco. De verdad que no era necesario.
—Por el disgusto que le causé.
Patrick sonríe. Entonces nos besamos por primera vez. Sucede así, sencillamente, no puedo decir quién ha empezado. Sus besos muestran cierta avidez; envuelve mis labios con los suyos y los cierra, los abre y los cierra como si quisiera tragarme. Me estrecha todo el tiempo entre sus brazos, y yo siento su fuerza. Ni siquiera puedo moverme. Cuando le digo que no me apriete tanto, me suelta de inmediato y se disculpa. En realidad, se disculpa constantemente por todo. Parece avergonzarse de que nos hayamos besado. No creo que lo haya hecho muy a menudo. Me lo imagino desvistiéndome, haciendo el amor conmigo en el sofá, sobre su funda nueva. Las manchas de esperma no salen nunca. No sé por qué pienso en algo tan absurdo. Él no hace más que contemplarme.
Ahora está de nuevo arriba, pero no puedo menos que pensar en él. No sé nada sobre su persona, no sé si lo que hay en el piso le pertenece, si se quedará en esa casa o sólo está de paso. No sé cuál es su apellido, ni la edad que tiene, ni en lo que trabaja. En cualquier caso, parece tener dinero suficiente como para hacerme esos regalos tan generosos. Me imagino lo que dirían Janneke y Karin si nos vieran juntos: «Ahora sí que se le ha ido totalmente la olla». O: «Ésta está más allá del bien y del mal». O: «Ella le da dinero, ese tío se está aprovechando de ella». Sin embargo, soy yo la que tiene la sensación de estar aprovechándome de Patrick.
A partir de este momento nos vemos cada dos o tres días. A veces baja él, y otras veces subo yo. Siempre sabemos cuándo el otro está. También nos pasamos horas hablando por teléfono. Y en esos casos no sé con certeza si estoy escuchando su voz a través del teléfono o del techo.
Cuando cenamos juntos, bebemos demasiado para mi gusto, pero él nunca parece estar borracho. Hablamos como viejos amigos. Sólo nos besamos en el momento de despedirnos. Se ha convertido casi en una costumbre. Fui yo la que empezó a dar besos con lengua. Empecé a acariciarlo. Entonces él lo hace también, pero sólo me pasa la punta de los dedos por las caderas y por la zona lumbar, donde a veces tengo dolores. En una ocasión en que le cogí una mano y la coloqué sobre mi pecho, la dejó allí, inmóvil, durante un instante, pero luego la retiró. «Necesita tiempo», pienso. Yo, sin embargo, no dispongo de ese tiempo. Aunque eso no se lo digo, por supuesto. Me he vuelto muy cautelosa con lo que digo. Lo observo. Escucho.
A veces no regresa a casa en toda la noche. Entonces no puedo dormir y me pongo a la escucha. Por la mañana me muero de cansancio. Me odio por eso, pero no puedo hacer nada para evitarlo. Cuando nos vemos la próxima vez, me dice, sin que le pregunte, dónde ha estado, con sus padres o con algún amigo del que nunca me ha hablado antes. Debe de haberse dado cuenta de que me muestro desconfiada.
En el trabajo, Janneke me pregunta qué me pasa, si estoy enferma otra vez. Me dice que parezco cansada. «Duermo mal», es todo lo que le digo. He adelgazado. ¿Y qué voy a hacer si no tengo apetito? Janneke me dice que quiere separarse de Stefan, es uno de sus propósitos para el nuevo año, pero todavía no le ha dicho nada a él. Hablamos de sus problemas, todos se desahogan conmigo, pero cuando les doy un buen consejo, no me escuchan, sólo dicen que las cosas no son tan sencillas. Karin está de mal humor, pero no sabe decir por qué. Es, sencillamente, insoportable, también con los niños. Hasta que uno de ellos empieza a llorar. Entonces ella también llora.
Patrick dice que le caigo muy bien, que soy demasiado buena para él. Entonces me besa de nuevo, pero me mantiene a distancia al hacerlo. Me he preguntado si no tendrá algún trastorno orgánico. Tiene muy buen aspecto, pero eso puede ser engañoso. Hay cada vez más hombres que no pueden o que no tienen ganas. La calidad del esperma es cada vez peor. Eso tiene que ver con ciertas hormonas femeninas presentes en algunos materiales sintéticos que se transfieren al agua potable.
Me he puesto un plazo. Si a finales de mes no se ha decidido, rompo con todo. Pero ¿qué significa decidirse? No sé con exactitud lo que espero de él. ¿Qué me arranque la ropa del cuerpo y me arroje sobre el sofá? Eso no, por supuesto. Que se abra, que se confiese conmigo. Unas pocas palabras bastarían.
Al día siguiente, al llegar a casa, oigo, proveniente de arriba y a todo volumen, la canción Hello, de Lionel Richie, con el volumen mucho más alto de lo habitual, cuando se oye otra música. Le puse ese CD a Patrick en alguna ocasión. Debe de habérselo comprado. Me estaba esperando y ésa es su manera de darme la bienvenida. Ahora espero que me telefonee o que venga a mí. Oigo cómo sale del piso, cierra la puerta y baja las escaleras. Pero pasa de largo, y poco tiempo después se oye el ruido de la puerta del edificio al cerrarse. Llega pasada la medianoche. Oigo sus pasos, unos pasos lentos, oigo el crujir del parqué. Por un instante creo que son los pasos de dos personas, pero eso no puede ser. Luego se hace el silencio. El silencio es lo peor. No consigo quedarme dormida. Hace varios días que apenas duermo. Tengo las ideas más descabelladas, fantasías horribles de las que me avergüenzo.
El día de su cumpleaños Patrick cocina para mí. Se ha esforzado muchísimo, hasta ha decorado la mesa con mariquitas de chocolate. Me hago una mancha en la blusa y me la quito para lavarla. Patrick me ha seguido hasta la cocina, charlamos, él me mira. Sin embargo, hace como si no pasara nada. Podría desnudarme del todo, pero él ni se daría cuenta. Eso no es normal. Me pregunto qué quiere de mí. Bajo y me pongo una blusa limpia. Mientras estoy abajo, oigo que él va al lavabo y tira dos veces de la cadena. Preferiría no subir otra vez. Estamos mucho más próximos cuando no estamos juntos, cuando nos escuchamos mutuamente.
Una vez más hemos bebido mucho vino con la comida, una botella entera. Cuando nos besamos para despedirnos, me susurra, de repente, que no es justo, y deja de besarme. Ahora estoy tumbada en la cama y no puedo dormir. Él está directamente encima de mí, a unos pocos metros de distancia. Estiro las piernas y me imagino que él está tumbado sobre mí, haciéndome el amor. Me sostiene con firmeza por los brazos, como hace cuando me besa. Me agarra el pelo, tira de él, me golpea en el rostro. Yo lo rodeo con mis piernas. Él me besa con avidez. Sudamos. Hay silencio, mucho silencio, sólo se oye su respiración. Siento su respiración en mi pelo revuelto. Extiendo los brazos hacia él. «Ven —le susurro—, ven». ¡Ahora! Está tan cerca que casi puedo tocarlo.

FIN



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