Factor Límite - Theodore R. Gogswell - Leer en el Móvil


Factor Límite
(Limiting Factor)
Theodore R. Gogswell



¿Hay un Homo superior en el auditorio?
¡Este cuento se imprime especialmente para usted!
La hermosa muchacha cerró dando un portazo y por un momento reinó el silencio en la habitación. El joven rubio de desplanchados pantalones miró indeciso la puerta cerrada, hizo un movimiento como para lanzarse en seguimiento de la muchacha, y luego se detuvo.
—Buen muchacho —dijo una voz desde la ventana abierta.
—¿Quién está ahí? —preguntó el joven volviéndose y escrutando la oscuridad.
—Soy yo. Ferdie.
—No tienes por qué espiarme. Ya le dije a Karl que he roto con todo.
—No estaba espiando, Jan. Me ha mandado Karl. ¿Te importa que entre?
Jan lanzó un gruñido indiferente, y un hombrecillo achaparrado penetró por la ventana. Cuando sus pies tocaron el suelo, dio un pequeño suspiro de alivio. Se volvió a la ventana, se asomó y miró a la calle desde aquel octavo piso.
—Esto está altísimo —dijo—. La levitación es una cosa excelente, pero no creo que llegue a sustituir con ventaja a los anticuados ascensores. A mi entender, si el propósito fuera que el hombre volase debería haber nacido con alas.
—El hombre, tal vez —dijo Jan—, pero el superhombre no. ¿Quieres un trago? Yo voy a tomarlo.
Ferdie aceptó.
—Quizás a nuestros críos les parezca lo más natural, pero yo no consigo sentirme tranquilo cuando estoy flotando. Siempre estoy temiendo que se me va a reventar una neurona o algo por el estilo y que me voy a caer de cabeza —Le dio un repeluzno y se sorbió la bebida de un trago—. ¿Qué tal fue la cosa? ¿Encajó mal el golpe?
—Mañana será todavía peor. Ahora está enfadada y eso le sirve como una especie de anestésico emotivo. Cuando se le pase es cuando le va a doler de verdad. No me siento muy satisfecho que digamos, íbamos a casarnos en marzo.
—Ya lo sé —dijo Ferdie con simpatía—, pero si te sirve de algún consuelo, te diré que vas a estar tan ocupado desde ahora mismo, que no tendrás mucho tiempo para pensar en eso. Kari me envía a recogerte porque vamos a dar el golpe esta noche. Por cierto, esto me recuerda que debo llamar al viejo Kleinholtz y decirle que tiene que buscarse un nuevo técnico para el laboratorio. ¿Puedo usar tu teléfono?
Jan asintió con la cabeza, indicando el pasillo con un gesto.
Dos minutos más tarde, Ferdie estaba de vuelta.
—El viejo me ha hecho pasar un mal rato —dijo—. Quería saber por qué me separé de él justamente cuando el aparato estaba quedando listo para la prueba. Le dije que me entró un ataque de hormiguilla en los pies y que no lo pude remediar. —Se encogió de hombros—. Bueno, por lo menos la parte peor del trabajo ya está hecha. Todo lo que queda es llevar a cabo las computaciones, y eso yo no podría hacerlo aunque quisiera. Es extraño, Jan; he pasado todo un año ayudándole a montar el artefacto ese, y todavía no sé para lo que es. Se lo volví a preguntar ahora y el muy cabrito se me echó a reír y me contestó que, si sé lo que me conviene, volveré al trabajo a toda prisa. Sospecho que tiene que ser algo grande. Es una lástima que no pueda estar por allí para verlo. —Se volvió hacia la ventana—. Será mejor que nos pongamos en camino, Jan. Los demás nos estarán esperando.
Jan seguía irresoluto y luego movió la cabeza lentamente.
—No voy.
—¿Cómo?
—Ya me has oído. Que no voy.
Ferdie se le acercó y le cogió suavemente por el brazo.
—Vamos, muchacho. Sé que resulta un poco duro, pero ya has tomado una decisión y tienes que cumplirla. No puedes volverte atrás ahora.
Jan se apartó hoscamente.
—¡Podéis iros todos al diablo! Yo voy a buscarla.
—No seas idiota. Ninguna mujer se merece tanto.
—Ella sí. He sido un idiota, pero no voy a seguir siéndolo. Tenía un empleo que me gustaba y una chica a la que quería y el porvenir se nos presentaba bien. Podía llamarme feliz antes de que llegarais vosotros. Si doy marcha atrás con rapidez suficiente, es posible que todavía consiga salvar algo. Diles a los demás que he cambiado de idea y que me retiro.
El hombrecito achaparrado se puso en movimiento y se sirvió otro trago.
—No, Jan, no puedes hacer eso. No eres lo bastante superhombre para poder olvidar a esos pobres diablos que hay allá abajo.
Hizo un gesto señalando a la ciudad pacifica que se extendía a sus pies.
—En nuestra época no habrá ningún trastorno —dijo Jan.
—Ni tampoco en la de nuestros hijos —contestó Ferdie—, pero lo habrá en la de nuestros nietos y entonces será ya demasiado tarde. Una vez que la cosa se ponga en marcha, tú ya sabes cómo terminará. Tú tienes un algo extra en tu cerebro, ¡utilízalo!
Jan se quedó mirando la noche y se volvió por fin para contestar. Pero antes de que pudiese hacerlo, una voz irritada zumbó de pronto dentro de su cabeza.
—¿Qué demonios estáis haciendo ahí? ¡No podemos estar aguardando toda la noche!
—Vamos —dijo Ferdie—. Podremos discutir más tarde. Si Karl se ha tomado la molestia de llamar telepáticamente, es porque debe tratarse de algo muy importante. Yo prefiero el teléfono. ¿Qué objeto tiene disponer de un transceptor de último modelo si se le encaja a uno un terrible dolor de cabeza cada vez que lo usa uno? —Se dirigió a la ventana y subió al antepecho—. ¿Listos?
Jan vaciló y trepó lentamente a su vera.
—Por lo menos, tendré que ir a hablar con Karl —dijo—. Tal vez tengas razón, pero esto duele de una manera endiablada.
—¿La cabeza?
—No, el corazón. ¿Listos?
Ferdie asintió. Los dos cerraron los ojos, se pusieron tensos y se alzaron lentamente en la noche.

Karl estaba tendido en el diván con la cabeza en el regazo de Miranda y una expresión de sufrimiento en el rostro. Ella le estaba aplicando un ligero masaje en las sienes.
—La próxima vez usa un teléfono —dijo Ferdie cuando entraron él y Jan.
Karl se incorporó súbitamente.
—¿Por qué habéis tardado tanto?
—¿Qué quieres decir con tanto? Un taxi aéreo nos habría traído mucho antes, pero somos super hombres; tenemos que levitar.
—No tengo ganas de guasa —dijo Karl—. ¿Lo tenéis todo dispuesto?
Ferdie asintió.
—Todos los lazos rotos y todo preparado para una limpia y neta desaparición.
—¿Y él? —preguntó Karl, mirando a Jan escrutadoramente.
—Él está perfectamente.
—Sí, estoy muy bien —dijo Jan—. Muchacha y empleo tirados por la borda. ¿Quieres que te cuente los detalles? El patrón de Ferdie se figuró que volvería. Dijo que Ferdie volvería si sabe lo que le conviene. Mi chica no dijo nada; se limitó a darme con la puerta en las narices. Y ahora que todo está acabado, si me proporcionas una hembra empezaré a engendrar superhombres pequeñitos para ti. ¿Qué tal Miranda? Ella es una de las elegidas.
—Déjate de ironías, Jan —dijo Karl secamente—. Sabemos que no es nada fácil, pero el tono dramático no sirve de nada.
Jan se arrojó con gesto hosco en una butaca recargada de adornos y se quedó mirando el techo con ojos huraños.
Karl se puso en pie e hizo un rápido examen de la habitación.
—... treinta y siete, treinta y ocho; creo que estamos todos aquí. Adelante, Henry. A ti te toca.
Un hombre alto, prematuramente gris, empezó a hablar con calma.
—Tiene que ser esta noche. Hay unas nubes pesadas que cubren el Paso de Alta hasta unos seis mil metros. Si tenemos cuidado podremos despegar sin ser vistos. Sugiero que nos marchemos en seguida. Se tardará algún tiempo en sacar la nave de la gruta y necesitamos estar en camino antes de que mejore el tiempo.
—Encárgate de todo —dijo Karl.
Se volvió luego hacia Miranda.
—Tú ya sabes en qué consiste tu tarea. La nave volverá para recoger la nueva cosecha dentro de diez meses poco más o menos.
—Sigo pensando todavía que deberías dejar detrás a alguna otra persona —objetó ella—. No puedo estar escuchando las veinticuatro horas del día.
—Lo que tú quieres es que alguien se quede acompañándote —dijo Karl con impaciencia—. Los signos mentales inconscientes que marcan el cambio continúan una semana o más antes de que el individuo sepa algo de lo que le está sucediendo. Tendrás muchísimo tiempo para establecer el contacto.
—Bueno, está bien, pero no te olvides de enviarme un relevo. Va a ser una gran solemnidad cuando os hayáis ido todos.
Karl le dio un beso breve pero cariñoso.
—Perfectamente, amigos, vámonos.

La sala de máquinas de la nave consistía simplemente en una mesa oval alrededor de la cual estaban espaciados equidistantemente diez sillas de alto respaldo. De momento sólo estaba ocupada una de ellas. Ferdie estaba sentado allí con los ojos cerrados y el rostro tenso y pálido. Cuando una mano le tocó en el hombro, dio un respingo, y por un momento la nave cabeceó ligeramente hasta que la mente nueva tomó el mando.
Ferdie se pasó las manos por los cabellos y se las apretó luego contra sus sienes doloridas. Después se puso en pie. Había un ligero tambaleo en su marcha cuando se dirigió a la escalerilla que llevaba a la sala de observación.
—¿Una tarea ruda? —preguntó Jan.
Ferdie gruñó.
—Todas lo son. Si yo hubiese sabido todo el trabajo que iba a significar este lío de los super hombres, me las habría arreglado para nacer de padres diferentes. Tú puedes creer que hay algo de romántico en esto de llevar esta arquita a través del hiperespacio por pura presión mental, pero a mí se me semeja esto lo de los viejos tiempos de las diligencias de caballos, siendo yo el caballo. Músculo mental o músculo físico, ¿qué diferencia hay entre una cosa y otra? Sigue siendo un duro trabajo. A mí dame una máquina anticuada donde yo pueda retreparme y apretar botones.
—Quizá este ha sido tu último turno en la mesa. —Jan miraba la nave gris que había al otro lado de la claraboya de observación—. Dice Karl que seguramente anclaremos esta tarde.
—Y cuando hayamos dado una vuelta y descubierto que en Alfa de Centauro no hay ningún planeta habitable, me tocará a mí otra vez empujar a la navecita para el regreso.

A última hora de la tarde, una campana resonó en la nave. Un momento más tarde estaban ocupados los diez asientos de la sala de máquinas.
—Concentraos bien y resistid todo lo que podáis —ordenó Karl—. Va a haber muchas dificultades.
Las hubo. Por tres veces se desmayaron algunas de las figuras y fueron reemplazadas rápidamente por las que estaban aguardando detrás, pero por fin desembocaron en el espacio normal. Con un suspiro de alivio, se relajaron todos. Karl se puso en pie y agarró el intercomunicador de la nave.
—¿Cómo se ve desde ahí, Ferdie?
—Alfa de Centauro está ardiendo de lo lindo allá lejos. —Hubo una pequeña pausa—. También hay un hombrecito con sombrero hongo frente a la misma proa.
Los que estaban en la sala de máquinas desertaron de sus puestos y se dirigieron a toda prisa al compartimiento observatorio. Ferdie estaba allí como transfigurado, mirando fijamente un punto del espacio. Cuando Karl subió y lo agarró por el brazo, él apuntó con dedo tembloroso.
—¡Mira!
Karl miró. Una figurita regordeta, llevando un terno comercial de severo corte, botas de botones, botines de fieltro y bombín, estaba flotando a unos kilómetros escasos de la claraboya de observación. Les hizo una alegre seña con el brazo y, abriendo luego la cartera que llevaba, sacó una ancha hoja de papel. La enarboló y señaló a las letras escritas allí con grandes caracteres de imprenta.
—¿Qué está ahí escrito? —preguntó Karl—. No me alcanza la vista.
Ferdie parpadeó.
—Esto es una locura.
—¿Es eso lo que dice?
—No, soy yo quien lo digo. Dice: «¿Puedo subir a bordo?
—¿Qué opinas tú?
—Opino que los dos estamos locos, pero si él quiere entrar, déjalo que entre.
Karl hizo un gesto de asentimiento a la figura que estaba flotando afuera y le señaló la cámara de descompresión de la popa. El hombrecillo meneó la cabeza, se desabrochó la levita y entró. Durante unos momentos estuvo manipulando alguna cosa y desapareció luego. Una fracción de segundo más tarde se hallaba en medio del compartimiento de observación. Se quitó el sombrero y saludó educadamente al grupo boquiabierto.
—Servidor de ustedes, caballeros. Me llamo Thwiskumb, Ferzial Thwiskumb. Estoy con Gliterlie, Quimbat y Swench, Exportadores. Iba de paso para Formalhaut para atender a la llamada de un cliente cuando noté una extraña perturbación en el sub-éter, así que me detuve un momento para ver qué salía de allí. Ustedes provienen del Sol, ¿no es así?
Karl asintió en silencio.
—Era lo que me había imaginado —dijo el hombrecillo—. ¿Les importará que les pregunte a dónde se dirigen?
Tuvo que repetir la pregunta antes de conseguir una respuesta coherente. Ferdie fue el primero que se recobró del shock lo bastante para decir algo.
—Esperábamos encontrar un planeta habitable en el sistema de Alfa Centauro.
El señor Thwiskumb frunció los labios.
—Hay uno, pero existen ciertas dificultades. Vean ustedes, está reservado para los Primitivos. No sé cómo consideraría la colonización el Consejo Galáctico. Por supuesto, la población ha ido reduciéndose últimamente y en la práctica no queda nadie en el hemisferio austral. —Se detuvo y pensó—: Voy a decirles lo que haré. Cuando llegue a Formalhaut, llamaré al Administrador del Sector y veré qué dice. Y ahora, si ustedes me disculpan, no quiero acudir tarde a mi cliente. Gliterslie, Quimbat y Swench se enorgullecen de su puntualidad.
Estaba embutiéndose de nuevo dentro de su levita cuando Karl le agarró por el brazo. Se palpaba allí una carne tranquilizadoramente sólida.
—¿Nos hemos vuelto locos? —imploró el jefe.
—¡Oh, Dios mío, claro que no! —dijo el señor Thwiskumb, soltándose con suavidad—. Lo que pasa simplemente es que ustedes están unos cuantos miles de años retrasados en el ciclo del desenvolvimiento. La emigración de los Superiores de nuestro planeta patrio tuvo lugar cuando la gente de ustedes estaba todavía ocupada en el proceso de descubrir el uso del fuego.
—¿Emigración? —repitió Karl tontamente.
—Lo mismo que están ustedes haciendo ahora —dijo el hombrecito, quitándose las gafas y limpiándolas cuidadosamente—. Las mutaciones que siguen a la suelta de la energía atómica casi siempre acaban por la evolución de un grupo con cierta especie de control sobre la fuerza terska. Entonces surge el problema de las relaciones futuras con los Normales, y los Superiores se deciden muy a menudo por una emigración secreta para evitar conflictos futuros. Pero es un error. Cuando echen ustedes un vistazo a Centauro II, verán lo que quiero decir. Me temo que les parecerá un lugar deprimente.
Se encasquetó con firmeza el bombín, dirigió un jovial ademán de despedida y desapareció.
Había en los ojos de Karl una mirada salvaje cuando levantó los brazos para imponer silencio.
—Sólo necesito saber una cosa —dijo—. ¿He estado o no he estado hablando durante los cinco últimos minutos con un hombrecito de sombrero hongo?
Cuarenta y ocho horas más tarde despegaban de Centauro III y aparcaban en el espacio libre hasta decidir qué deberían hacer. Fue un grupo deprimido y confuso el que se reunió en el compartimiento de observación para discutir su futuro.
—No tiene objeto malgastar ahora el tiempo hablando de lo que hemos visto allá abajo —dijo Karl—. Lo que tenemos que decidir es si vamos a dirigirnos a otros sistemas solares, hasta encontrar un planeta que se adapte a nuestras necesidades, o si vamos a regresar a la Tierra.
Una muchachita pelirroja levantó la mano.
—¿Qué hay, Martha? —dijo Karl.
—Creo que sí debemos hablar de lo que vimos allá abajo. Si el abandonar la Tierra significa que la estamos condenando a un futuro como ese, debemos regresar a ella.
Hubo una objeción inmediata por parte de un joven tenso con gafas de concha.
—El que volvamos o sigamos adelante será de poca diferencia para nuestras vidas, por lo que no se nos podrá acusar de egoísmo personal si no regresamos a la Tierra. La diferencia serán nuestros descendientes los que la percibirán. Aquel extraño hombrecillo que se materializó entre nosotros hace dos días y desapareció luego es una demostración concreta de lo que esos descendientes podrían ser, si nos mantenemos aparte y desarrollamos los nuevos poderes que nos han sido dados. Yo digo que el bienestar de la nueva superraza es más importante que el bienestar de los Ordinarios que dejamos atrás.
Hubo un breve murmullo de asentimiento cuando el joven se sentó.
—¿Otro? —preguntó Karl.
Media docena de personas trató de tomar la palabra al mismo tiempo, pero Ferdie se las arregló para ser escuchado.
—Yo digo que volvamos —declaró—. Y puesto que el orador que me ha precedido ha estado hablando de acusaciones, permitidme decir que tampoco a mí se me puede acusar de ningún prejuicio de índole personal. Por lo que a mí afecta, lo mismo me daría emplear los años venideros en viajar hasta los rincones más remotos para ver qué hay de nuevo. Pero cuanto más tiempo estemos fuera de la Tierra, tanto más difícil nos será readaptarnos a la sociedad normal.
»Mirad, dejamos la Tierra porque creímos que eso era lo que más le convenía al género humano. Y cuando digo género humano, me refiero a los Normales, la raza primigenia. Lo que hemos visto allá abajo —e hizo un gesto en dirección a Centauro III— es una prueba dramática de que estábamos equivocados. Parecía que no desperdigarse de los Superiores es en cierto modo un paso necesario para impedir que la sociedad humana se derrumbe. Algo así como una especie de catálisis esencial. Pero lo que hemos visto es que se nos necesita. Si nos alejamos del Hombre, nunca podremos vivir por nosotros mismos en nuestro brillante mundo nuevo.
Karl aparecía preocupado.
—Creo que estoy de acuerdo contigo —dijo—, pero si volvemos nuevamente tendremos que enfrentarnos con el viejo problema de las futuras relaciones. Por ahora somos tan pocos, que se nos miraría como a monstruos. Pero, ¿qué va a suceder cuando crezca nuestro número? Todo grupo con facultades especiales resulta algo sospechoso, y no me hace gracia la idea de condenar a nuestros descendientes a un mundo donde tengan que matar o ser matados.
—Si se llega a lo peor, siempre podrían tomar el camino como lo hicimos nosotros —replicó Ferdie—. Pero me interesa hacer notar que la emigración fue la primera solución propuesta y la única a la que hemos concedido toda nuestra atención. Tiene que haber otras soluciones, si las buscamos. Por lo menos, debemos intentarlo. —Se volvió hacia el joven de las gafas de concha—. ¿Qué te parece, Jim?
El otro asintió con repugnancia.
—Sigo teniendo mis dudas, pero quizá deberíamos volver y hacer la prueba de la que has hablado. —Su voz se endureció—. Pero con una condición. Si los Normales empiezan a molestarnos, volveremos a irnos.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Ferdie—. ¿Qué opináis los demás?
—Hagámoslo oficialmente —dijo Karl—. ¿Están todos en favor del regreso?
Ganaron los síes.
En la puerta hubo un ruido de aplausos educados. El señor Thwiskumb había vuelto.
—Una decisión muy acertada —dijo—, acertadísima. Demuestra una madurez social altamente recomendable. Estoy seguro de que los descendientes de ustedes les quedarán muy agradecidos por eso.
—No sé qué decirle —replicó Karl tristemente—. Estamos despojándoles de todas las cosas que usted tiene. Del teletransporte instantáneo, por ejemplo. Para nosotros no es un sacrificio muy grande, porque ahora estábamos empezando nada más que a desarrollar estas facultades dentro de nosotros, pero sí lo será para ellos. No sé si tenemos razón al exigirles que paguen un precio así.
—Pero, ¿qué me dices del otro precio? —preguntó Ferdie—. ¿Qué me dices de esa partida de haraganes macilentos tendidos en Centauro III, sentados apáticamente al sol, rascándose sus miserias? Tampoco tenemos derecho a condenar a los Ordinarios a un futuro como ese.
—¡Oh, no harían ustedes eso! —dijo el señor Thwsikumb con la mayor suavidad—. Esa gente de allá abajo no son Ordinarios.
—¿Cómo?
—Cielo santo, no. No fueron ellos a quienes dejaron atrás. Estos son los descendientes de quienes emigraron. Esos pobres diablos son Superiores de pura sangre. Cuando toparon con el factor límite, se estancaron.
—Entonces, ¿cómo se explica lo de usted? Por qué es indudablemente un Superior.
—Esa es una gran amabilidad por su parte —contestó el hombrecillo—, pero soy tan Ordinario como pueda serlo cualquier otro. Allí de donde yo vengo todos somos Ordinarios. Nuestros Superiores nos abandonaron hace muchísimo tiempo. —Cloqueó—. Es una cosa graciosa. En su época no supimos que se habían ido; por eso no los echamos de menos. Seguimos con nuestros asuntos como de costumbre. Más tarde los localizamos, pero ya era demasiado tarde. Miren ustedes, la gran diferencia estribaba en que nosotros teníamos un área ilimitada de desarrollo y ellos no la tenían. No hay ningún límite para la máquina, pero sí lo hay para el organismo humano. No importa lo entrenado que se pueda estar: siempre hay un límite en cuanto a la potencia del grito. Después de ese límite, hay que recurrir ya a un amplificador.
»Un ligero arreglo de neuronas les hace a ustedes posible manejar y controlar ciertas fuentes de energía física que no están a disposición directa del hombre ordinario de vuestro planeta, pero, con todo, aún estáis operando con fuerzas naturales... y límites naturales orgánicos. Hay un punto más allá del cual no podéis ir sin ayuda de la máquina, un factor límite orgánico. Pero después de varias generaciones empleadas en dominar lo que está dentro de vuestras cabezas, abandonando la lucha para controlar el mundo que os circunda, llega el momento en que alcanzáis vuestros límites naturales y se pierde hasta el concepto mismo de lo que es una máquina. ¿Dónde vais entonces al llegar ahí?
Aguardó una respuesta, pero nadie se la ofreció.
—Hay un viejo cuentecillo en nuestro folklore —continuó— acerca de un muchacho que se compró un animal algo parecido a vuestra ternera terrestre. Pensaba que si la levantaba por encima de su cabeza diez veces al día, mientras era pequeñita, él iría aumentando su fuerza gradualmente hasta poder levantarla por encima de su cabeza cuando ya fuera una vaca hecha y derecha. Pronto descubrió la existencia de un factor límite natural. ¿Veis lo que quiero decir? Cuando esa gente de allá abajo alcanzó sus límites naturales, no les quedaba ya sitio para retroceder. En cambio, nosotros, teníamos la máquina, y a la máquina siempre se la puede hacer más pequeña y mejor, por lo que no teníamos punto alguno de tope.
Se echó mano a la levita y sacó un pequeño objeto brillante del tamaño aproximado de una pitillera.
—Esto está enlazado con un potente rayo a los grandes generadores de Altair. Naturalmente no quiero, pero con ese artefacto yo podría mover planetas si lo necesitara. Es simplemente cuestión de aplicar una palanca lo bastante larga, y la palanca, si lo recordáis, es una simple máquina.
Karl le miraba estupefacto. En realidad todo el mundo lo estaba.
—Sí —rezongó—, sí, ya veo lo que quiere usted decir. —Se volvió hacia el grupo—. Está bien, volvamos a la sala de máquinas. Nos espera un largo vuelo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó el hombrecillo.
—Cuatro meses, si empujamos con fuerza.
—¡Qué despilfarro de tiempo!
—¿Es que usted lo haría con más rapidez? —preguntó Karl con tono belicoso.
—¡Dios mío, sí! —dijo el hombrecillo—. Me costaría aproximadamente minuto y medio. Vosotros, los Superiores, sois tan aficionados a barzonear... Me alegro de ser Normal.

Jan estaba haciendo un bailecillo feliz en su cuarto cuando sonó el timbre de su apartamento. Abrió la puerta y entró Ferdie.
—He subido en el ascensor —dijo—. Es mucho más cómodo para los nervios. ¡Vaya, qué contento estás! Ya sé por qué: la he visto salir por el vestíbulo cuando yo entraba. Iba como si tuviera nubes en los pies en lugar de zapatos.
Jan hizo una pirueta.
—Nos casaremos la semana que viene y han vuelto a admitirme en mi antiguo empleo.
—También yo vuelvo al mío —dijo Ferdie—. El viejo Kleinholtz me dio una pequeña conferencia sobre lo de haberle abandonado en lo más intenso de su trabajo, pero estaba demasiado complacido consigo mismo para lanzarme algo más que un sermón. Cuando me dejó entrar de nuevo en su laboratorio, vi el por qué. Finalmente ya le funciona su artefacto.
—¿Qué resultó ser? ¿Una máquina del tiempo?
Ferdie sonrió misteriosamente.
—Algo casi tan bueno. Levanta cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—De todas clases. Incluso a la gente. El viejo Kleinholtz tenía un aparatito de mandos dispuestos de tal forma que se podía amarrar aquello al pecho. Puso a funcionar la máquina y empezó a volar por el laboratorio como un pájaro.
Jan se quedó boquiabierto.
—¿Cómo lo hacemos nosotros?
—Lo mismo, muchacho. Ha descubierto la manera de dominar la fuerza terska. Realmente dominarla, no darle bocaditos como nosotros. Diez años más y los Ordinarios podrán hacer todo lo que hacemos nosotros, pero mejor. Y con una diferencia, además. La telepatía nos produce dolor de cabeza, y la levitación es un agradable pasatiempo dominguero, pero que poco puede servir para fundar sobre ella una civilización. Como dijo el señor Thwiskumb, la máquina no tiene ningún límite natural, por lo que sospecho que todas nuestras preocupaciones en cuanto al futuro están de más. Nadie va a sentirse infeliz porque nosotros podamos volar a cincuenta kilómetros por hora cuando ellos lo puedan hacer en cuestión de segundos. Parece como que el superhombre ha caído en desuso incluso antes de dársele la oportunidad de actuar.
Extendió los brazos y bostezó.
—Creo que será mejor que me vaya a casa y me acueste. Mañana va a ser un día de mucho trabajo en el laboratorio.
Se acercó a la ventana abierta y miró al exterior.
—¿Vas a ir a casa volando? —preguntó Jan.
Ferdie sonrió con guasa y sacudió la cabeza, denegando.
—Esperaré hasta que salga el nuevo modelo mejorado.

FIN



 Volver a Theodore R. Cogswell 

    Volver al Indice General    



0 comentarios:

Si encuentra algun enlace que no funciona, indíquelo aquí y lo solucionaremos lo más rápido posible. Gracias