Guillermo Va al Cine
(William Goes to the Pictures)
Richmal Crompton
La culpa de lo que vamos a contar la tuvo la tía de Guillermo. Estaba de buen humor aquella mañana y regaló al niño todo un chelín por haberse encargado de echarle una carta al correo y de llevarle unos paquetes.
—Cómprate unos caramelos o vete al cine —le dijo la tía al darle el dinero.
Guillermo bajó por la calle mirando, pensativo, la moneda. Tras complicados cálculos mentales, basados en el hecho de que un chelín equivale a dos monedas de seis peniques, llegó a la conclusión de que podía permitirse el lujo de hacer las dos cosas que le habían propuesto.
En cuestión de caramelos, Guillermo tenía un criterio cerrado. El chico opinaba que la cantidad era de más importancia siempre que la calidad. Por añadidura, tenía catalogadas todas las confiterías de una legua a la redonda.
Sabía cuál de ellas era espléndida y no escatimaba caramelos, aunque excedieran un poco del peso debido, y también cuál era la confitería que se atenía exactamente a lo que se pedía, de acuerdo con el fiel de la balanza.
Era curioso de ver, en verdad, como contemplaba el chico la importante operación de pesar. Su rostro se tornaba solemne, su mirada, ávida. Y casi no cabe decir, después de lo expuesto antes, cómo conocía y se alejaba de todo establecimiento «roñoso».
Esta vez, con su chelín en el bolsillo, se detuvo ante el escaparate de su tienda favorita y permaneció cinco minutos absorto en la contemplación de las mil clases de caramelos que allí había expuestos.
Los atractivos de unas bolas verdosas, a las que su rótulo daba el nombre de «Bolas de grosella», se disputaban la supremacía del corazón, estómago y bolsillo de Guillermo, con los de otras bolas multicolores. El precio para nada afectaba el resultado ya que ambas clases se vendían a dos peniques los cien gramos, precio máximo que estaba dispuesto a pagar Guillermo por caramelo alguno.
Sus compras habituales rara vez ascendían a más de un penique.
—¡Hola! —exclamó el tendero, con regocijada sorpresa.
—Tengo algo de dinero esta mañana —explicó Guillermo, con la misma expresión que hubiera podido asumir el multimillonario Rothschild.
Observó, con silenciosa intensidad, cómo pesaban los caramelos verde esmeralda; vio, con satisfacción, que echaban un caramelo más después de haber alcanzado el peso correspondiente; cogió luego el precioso paquete y, metiéndose un par de caramelos en la boca, salió del establecimiento.
Chupando lentamente, dirigió sus pasos calle abajo, en dirección al cine. Guillermo no tenía costumbre de frecuentar cines. No había asistido a un espectáculo de esta clase más que una vez en su vida.
Pero el programa resultó emocionante. Primero se proyectó la película de unos criminales que, al salir de un edificio, miraban arriba y abajo de la calle, cautelosamente, encogidos, replegados en sí mismos, como preparados para atacar en todo momento. Luego, después de tantas precauciones, avanzaban, deslizándose, por su camino, pero de una manera que hubiese llamado la atención en todas partes a cualquier hora que ello fuese.
La trama era complicada. Les perseguía la policía; cogieron un tren en marcha y, a continuación, sin motivo que lo justificase, saltaron a un automóvil desde el que, finalmente, se tiraron al río. Como veis, era emocionante y, claro, Guillermo se emocionó.
Sentado y completamente inmóvil, miraba a la pantalla con ojos muy abiertos, fascinado. Sin embargo, fuerza es decir que, a pesar de la emoción, sus mandíbulas no dejaban de moverse triturando caramelos y, de vez en cuando, la mano del chico se deslizaba mecánicamente a la bolsita de papel que tenía sobre las rodillas, para sacar y llevarse a la boca una nueva «bola de grosella».
La película siguiente tenía por tema la historia de amor de una campesina, en la que figuraba una linda muchacha, a la que requería de amores el primogénito de aquellas tierras, un señorito cuyos bigotes le delataban como «traidor».
Tras numerosas aventuras, la muchacha fue conquistada por un simple obrero del campo, ataviado con rústico y pintoresco traje. Las emociones de este se reflejaban en unos ademanes tan colosales, que requerían una destreza gimnástica inconcebible. Por último, se veía al «traidor» en una celda de la cárcel, mustio por completo; pero capaz aún de toda clase de movimientos acrobáticos con las cejas.
Después se obsequió al público con otra historia de amor. Esta vez, sin embargo, era la historia de dos personas de noble corazón, consumidas de amor; pero a las que una serie de malas interpretaciones y equívocos —posibles sólo en una película— tenía distanciados. Contribuían a la separación el orgullo virginal de la heroína y la altivez varonil del héroe, cosas que les obligaban a ocultar sus ardores bajo un gesto altivo y frío. El hermano de la heroína aleteaba por todo el argumento como un ángel bueno. Se mostraba cariñoso y protector con su hermanita huérfana y, a última hora, fue él quien se encargó de revelar a cada uno de los dos la pasión que anidaba en el pecho del otro.
Resultaba también emocionante y conmovedor, y otra vez Guillermo se conmovió y se emocionó.
Siguió a esta película otra de las llamadas cómicas. Empezó por un obrero solitario, que pintaba una puerta y acabó en una multitud de personas de todas clases, cubiertas de pintura, que se caían escaleras abajo, unas encima de otras.
Era divertida y Guillermo se divirtió, pues, ruidosamente.
Por último, apareció en la pantalla la triste historia de la caída de un hombre en la más denigrante embriaguez. El borracho empezó siendo un joven alocado, vestido de etiqueta, que ingería bebidas alcohólicas y jugaba a las cartas, para acabar transformado en un viejo harapiento, que aún bebía y jugaba a los naipes. Tenía entonces una hijita cuyo rostro era la viva expresión del sufrimiento y que tenía un aire de comprensiva superioridad. La pobrecita se pasaba el tiempo llorando y exhortándole a que llevase mejor vida hasta que, en un momento de exasperación, el borracho tiró a su hija una botella de cerveza a la cabeza. Algo más tarde, regaba con sus penitentes lágrimas la cama del hospital en que yacía su hija. Se arrancó también los cabellos, alzó los brazos al cielo, se golpeó el chaleco y estrechó a la niña contra su pecho, de forma que no era de extrañar que, después de todo esto, la niña se pusiese peor y diciendo: «Adiós, padre; no pienses en lo que hiciste. Yo te perdono», se muriese tranquilamente.
Guillermo respiró profundamente al final, y, sin dejar de chupar, se puso en pie y salió de la sala de espectáculos al igual que los demás espectadores.
Una vez en la calle, miró cautelosamente a su alrededor, como viera en el cine, y se deslizó calle abajo, en dirección a su casa. De pronto dio media vuelta y deshizo lo andado, corriendo por una callejuela. Esto lo hacía para despistar a sus imaginarios perseguidores. Sacó luego un lápiz del bolsillo y, apuntando con él al aire, disparó dos veces. Dos de aquellos perseguidores suyos cayeron muertos; los restantes siguieron corriendo hacia él con más energías que nunca. No había tiempo que perder. Corriendo, a su vez, como el viento, bajó por la calle siguiente, dejando tras de él a un señor de edad, acariciándose un pie y maldiciendo con maravillosa volubilidad, de resultas del pisotón que le propinó. Al acercarse a la puertecilla del jardín de su casa, Guillermo volvió a sacar el lápiz del bolsillo y, mirando hacia atrás y disparando al mismo tiempo, franqueó la puerta con gran rapidez.
El padre de Guillermo se había quedado aquel día en casa porque tenía un fuerte dolor de cabeza y punzadas en el hígado. Como pudo, se levantó del centro de la mata de rododendros contra la que se había visto precipitado y asió a Guillermo por el cuello.
—¡Grandísimo bandido! —rugió—. ¿Qué mil diablos significa esto de que cargues contra mí de semejante manera?
Guillermo se desasió suavemente.
—Yo no daba cargas, papá —contestó, humildemente—. No hacía más que entrar por la puerta como la demás gente. Desde luego, no miraba hacia aquí, pero no puedo mirar a todas partes a un tiempo, porque…
—¡Cállate! —rugió el papá de Guillermo.
Como el resto de la familia, temía la elocuencia de Guillermo.
—¿Qué es eso que tienes en la lengua? A ver, ¡muéstramela…!
Guillermo obedeció. El color de su lengua hubiera hecho palidecer de envidia a los colores más frescos de la primavera.
—¿Cuántas veces tengo que decirte —bramó su padre— que no quiero que te pases el día comiendo venenos?
—No es veneno —rectificó Guillermo—. Son unos caramelos que me dio tía Susana porque tuve la bondad de ir a Correos a llevarle una carta y…
—«¡Cállate!». ¿Tienes más porquerías de esas?
—No son porquerías —repuso el chico—. Son muy buenos. Cómete uno y verás. Son unos caramelos que me dio tía Susana porque tuve la bondad…
—«¡Cállate!». ¿Dónde están?
Lentamente, de muy mala gana, Guillermo sacó la bolsa de papel con los caramelos. Su padre la cogió y la tiró lejos, entre los matorrales.
Durante los siguientes diez minutos el muchacho llevó a cabo un registro completo y sistemático entre los matorrales hasta dar con sus pérdidas golosinas y, luego, lo que quedaba de día, se lo pasó consumiendo «bolas de grosella» y tierra del jardín en cantidad bastante proporcionada.
Cuando hubo recuperado sus caramelos, se dirigió al jardín de detrás de la casa y se encaramó a lo alto de la pared.
—¡Hola! —le dijo la niña de los vecinos, alzando la cabeza.
Algo de la cabeza y los rizos de la niña recordó a Guillermo la sencilla muchacha de la película. Bueno será que advirtamos que Guillermo tenía algo de artista. En esta ocasión se sintió, inmediatamente, sencillo obrero del campo.
—¡Hola, Juanita! —dijo, con voz ronca y profunda, que, según creía Guillermo, expresaba intenso cariño—. ¿Me has echado de menos el rato que he estado fuera?
—No sabía que hubieras estado ausente —contestó Juanita—. ¿Por qué hablas de esa forma tan rara?
—No hablo de forma rara —manifestó Guillermo, con la misma voz ronca—. No puedo remediar el hablar así.
—Estás acatarrado. Eso es lo que tienes. Ya dijo mamá que lo pescarías cuando te vio chapotear en el barril de agua de lluvia esta mañana. Me dijo así mismo: «La próxima noticia que tendremos de Guillermo Brown, será que está en cama con un catarro».
—No es un catarro —repuso Guillermo, con misterio—. Es que me siento así.
—¿Qué estás comiendo?
—«Bolas de grosella». ¿Quieres una?
Se sacó la bolsita del bolsillo y se la entregó.
—Anda. Coge dos o tres —dijo, con temeraria generosidad.
—Pero… ¡si están sucias!
—Anda… No es más que barro ordinario. Además, se deshace en seguida en la boca. Y los caramelos están muy buenos.
Derramó unos cuantos sobre ella.
—Oye —agregó, volviendo a su papel de simple hijo del campo—. ¿Decías que me habías echado de menos? Apostaría cualquier cosa a que no has pensado tú en mí tanto como yo en ti. Apuesto a que no.
A medida que hablaba, su voz se había ido haciendo más profunda, hasta apagarse casi por completo.
—Oye, Guillermo, ¿te duele tanto la garganta que tienes que hablar así?
Los azules ojos de la niña estaban llenos de ansiedad y simpatía.
Guillermo se llevó una mano a la garganta y frunció el entrecejo. ¿Y si le doliera?
—Un poco —contestó, como quien no le da importancia a la cosa.
—¡Oh, Guillermo! —dijo, ella, entrelazando las manos—. ¿Duele todo el tiempo?
La preocupación de la muchacha halagó a nuestro amigo.
—Por lo menos no hablo gran cosa del asunto, ¿te das cuenta? —repuso él, pavoneándose.
Juanita se puso en pie y le miró con los ojos azules muy abiertos.
—¡Oh, Guillermo…! ¡A que…! ¡A que son los pulmones! Yo tengo una tía que padece de los pulmones y tose sin parar… Guillermo tosió.
—… Y le duelen mucho y la ponen la mar de mala. ¡Oh, Guillermo! ¡Dios «quiera» que no tengas tú malos los pulmones!
Su rostro cariñoso le contemplaba lleno de ansiedad.
—Sí, eso es; tengo malos los pulmones —dijo el muchacho—; pero no ando dándole importancia.
Volvió a toser.
—¿Qué te ha dicho el médico?
—Dice que no hay duda de que tengo malos los pulmones —manifestó, por fin —. Dice que tengo que andar con mucho cuidado.
—Guillermo, ¿te gustaría mi caja de pinturas nueva?
—Me parece que no. Ahora no, desde luego. Pero gracias, de todos modos.
—Tengo tres pelotas y, una de ellas, está completamente nueva. ¿No te gustaría, Guillermo?
—No; gracias. Es que, ¿comprendes? Es inútil andar coleccionando muchas cosas. Cualquiera sabe lo que va a ocurrir… teniendo malos los pulmones.
—¡No digas eso, Guillermo!
Su angustia resultaba patética.
—Naturalmente —se apresuró a decir entonces el chico—, si ando con cuidado, no pasará nada. No te preocupes por mí.
—¡Juanita! —se oyó gritar en aquel momento, desde la casa vecina.
—Es mamá. Adiós, querido Guillermo. Si papá me trae chocolate, te lo daré.
De veras que sí. Gracias por las «bolas de grosella». Adiós.
—Adiós… y no padezcas por mí —agregó, con valor, el supuesto enfermo.
Se metió otra «bola de grosella» en la boca y se puso a errar por el primer punto que le pareció, hasta llegar a la puerta principal de su casa. Allí vio a su hermana mayor, Ethel, que se hallaba a la puerta, estrechándole la mano a un joven…
—Haré cuanto pueda por usted —decía ella, con sinceridad.
Sus manos seguían fuertemente asidas.
—Ya sé que lo hará —respondió él con igual convicción.
Tanto la mirada como el acto de estrechar las manos fueron largos. Después el joven se alejó. Y Ethel permaneció en el umbral, siguiéndole con la vista, con una mirada abstraída en los ojos. Guillermo sintió que su interés se despertaba.
—Era Juanito Morgan, ¿verdad? —dijo.
—Sí —contestó Ethel, distraída.
Y se metió en casa.
La mirada, el acto de estrechar las manos y las palabras, persistían en la memoria de Guillermo. Debían de quererse una barbaridad, como los que son prometidos, pensó. Pero sabía bien, por otra parte, que los dos jóvenes no eran prometidos. Tal vez —siguió pensando—, fuesen demasiado orgullosos para decirse cuánto se querían, como aquella pareja de la película.
Indudablemente, Ethel necesitaba un hermano, como aquel del cine, que revelara sus sentimientos al hombre amado.
De pronto, un rayo de luz iluminó la mente de Guillermo, que se sumió en profunda reflexión.
Mientras tanto, ajena por completo a las cavilaciones de su hermano, Ethel hablaba con su madre, dentro de la casa.
—Va a pedir su mano el domingo que viene. Me lo ha dicho a mí, porque soy la mejor amiga de ella y quería preguntarme si yo suponía que había esperanzas para él. Le dije que sí, que lo creía, y que iba a procurar prepararla a ella un poco y decir algo en favor de él, si me era posible. ¿Verdad que todo esto es la mar de emocionante?
—Sí, querida. A propósito, ¿has visto a Guillermo por algún sitio? Espero que no andará haciendo travesuras.
—Estaba en el jardín de delante hace unos momentos. Pero no está ahí ahora — agregó la joven, luego de acercarse a la ventana.
Precisamente, en aquel momento, Guillermo acababa de llegar a casa del señor Morgan.
La doncella le hizo pasar a la salita de espera.
—El señor Brown —anunció.
El joven se puso en pie para recibir a la visita, con una cortesía no exenta de aturdimiento. Apenas conocía al pequeño y no podía explicarle a qué había ido a verle.
—Buenas tardes —dijo Guillermo—. Vengo de parte de Ethel.
—¿Sí?
—Sí.
Guillermo se rebuscó en el bolsillo y acabó sacando un capullo de rosa, algo aplastado por su próximo contacto con «bola de grosella», un cortaplumas, un trompo y un trozo de masilla.
—Le envía a usted —dijo, muy serio.
El señor Morgan lo miró como quien ve visiones.
—¿Sí? ¡Pues ha sido muy amable!
—Es una especie de recuerdo —explicó Guillermo.
—¡Ya, ya…! ¿Y no te dio un mensaje?
—Claro que sí. Quiere que vaya usted a verla esta noche.
—¡Ah…! Sí, claro… Acabo de verla. Pero tal vez se haya acordado de algo que se olvidó de decirme.
—Tal vez.
Luego:
—¿Dijo a qué hora?
—No; pero supongo que será a eso de las siete.
—¿Ah, sí? Bueno.
Los ojos del señor Morgan estaban clavados, como hipnotizados, en el capullo de rosa, marchito y bastante sucio.
—¿Y dices… que me manda esto?
—Sí.
—¿Y no dijo nada más?
—No.
—Pues… bueno. Dile que iré con mucho gusto, ¿quieres?
—Sí.
Silencio.
Y, un poco después, dijo el chico:
—Ethel tiene muy buena opinión de usted.
El señor Morgan se pasó una mano por la frente.
—¿Sí? Es muy… muy amable… Vaya si lo es.
—Siempre habla de usted en sueños —prosiguió Guillermo, calentándose mientras desarrollaba su historia—. Yo duermo en la habitación de al lado y la oigo hablar de usted toda la noche. No hace más que repetir su nombre en alta voz.
«Juanito Morgan, Juanito Morgan, Juanito Morgan…».
La voz de Guillermo se había tornado ronca e intensa.
—Así, en el mismo tono en que lo digo yo… no hace más que repetirlo. «Juanito Morgan, Juanito Morgan, Juanito Morgan».
El pobre señor Morgan estaba mudo de asombro. Miraba, con expresión de espanto, al muchacho.
—¿Estás… seguro? —dijo, por fin—. Tal vez fuese el nombre de otra persona.
—No —respondió Guillermo, con firmeza—; era el de usted. «Juanito Morgan, Juanito Morgan, Juanito Morgan…» así, en el tono en que se lo digo. Y ahora apenas come siquiera. No hace más que asomarse a las ventanas para verle a usted pasar.
Gruesas gotas de sudor bañaban la frente del señor Morgan.
—¡Es algo horrible…! —dijo, finalmente, con ronco susurro.
Guillermo, en cambio, estaba encantado. El joven se había dado cuenta, por fin, de su crueldad con Ethel.
Ahora bien, a Guillermo nunca le gustaba dejar las cosas a medio hacer. Permaneció sentado, tranquilo y silencioso, pensando en lo que diría a continuación. Mecánicamente, se llevó una mano al bolsillo y se metió una «bola de grosella» en la boca.
El señor Morgan también guardaba silencio, con la vista clavada en el espacio y una expresión de angustia en el semblante.
—Tiene un retrato de usted —inventó Guillermo, por fin—, metido en una de esas cositas redondas que se llevan al cuello, colgadas de una cadena.
—¿Es… estás… seguro? —preguntó el señor Morgan, con desesperación.
—Completamente seguro —declaró el chico, poniéndose en pie—. Bueno, ya es hora de que me vaya. No olvide que tiene mucho empeño en verle a usted a solas esta noche. Adiós.
Pero el señor Morgan no contestó. Permaneció hundido en su asiento, con la vista clavada en el espacio mucho tiempo después de haberse marchado Guillermo.
Luego se humedeció los resecos labios.
Y, finalmente, gimió:
—¡Cielo santo!
Guillermo iba pensando en el cine cuando regresaba a su casa. Aquella película del pintor era magnífica. ¡Especialmente, cuando se llenaron todos de pintura…! Y también cuando se cayeron todos por la escalera… Guillermo rio ruidosamente al recordarlo.
Pero ¿qué era lo que había hecho el pintor al principio, antes de ponerse a pintar? ¡Ah, sí…! Había quitado la pintura vieja con una especie de antorcha y un cuchillo, para luego aplicar la pintura nueva. Estuvo haciendo algo así como derritiendo la pintura vieja y luego raspándola. Guillermo nunca lo había visto hacer en la vida real; pero suponía que aquello era lo que se hacía para quitar la pintura vieja.
Derretirla con una especie de fuego y luego rasparla. Desde luego, no estaba muy seguro de que fuese así; pero podía averiguarlo.
Al entrar en su casa sacó el cortaplumas del bolsillo, lo abrió, pensativo, y, finalmente, subió la escalera.
El señor Brown regresó a su domicilio a eso de la hora de cenar.
—¿Cómo anda tu dolor de cabeza, papá? —preguntó Ethel, con interés.
—¡Muy mal! —respondió el señor Brown, dejándose caer en una butaca.
—Tal vez la cena te siente bien —dijo su esposa—; ya debiera estar hecha.
En aquel momento, la doncella entró en la habitación.
—El señor Morgan, señora. Pregunta por la señorita Ethel. Le he hecho pasar a la biblioteca.
—¿Precisamente ahora? —el señor Brown estalló—. ¿Qué mil dia…? ¿Por qué viene ese idiota a estas horas? ¡Nada menos que a las siete de la noche! ¿A qué hora cree él que cenamos? ¿Qué pretenderá yendo a visitar a la gente a la hora de cenar? ¿Qué…?
—Ethel, hija —interrumpió la señora Brown—; ve a ver lo que quiere y quítatelo de encima lo antes posible.
Ethel entró en la biblioteca, cerrando luego, cuidadosamente; para que no llegaran hasta allí los sonidos estridentes de los comentarios de su padre.
Observó que el rostro del señor Morgan tenía una expresión de aplanamiento cuando este se puso en pie para saludarla.
—¡Ejem…! Buenas noches, señorita Brown.
—Buenas noches, señor Morgan.
Después de este cordial saludo, se sentaron en silencio, aguardando ambos que el otro hablara. El silencio se hizo opresivo. El señor Morgan, con aire de agudo embarazo y angustia, se agitó, inquieto, y tosió. Ethel echó una mirada al reloj.
Finalmente…
—¿Llovía cuando entró usted, señor Morgan?
—¿Llover? Pues… no… De ninguna manera.
Silencio.
—Pues tenía aspecto de querer llover esta tarde.
—Sí, lo parecía… Pero no ha llovido, no; de ninguna manera.
Nuevo silencio.
—¡Hay que ver lo mal que se ponen las carreteras por aquí en cuanto llueve…!
—¡Oh, sí!
El señor Morgan alzó una mano, como para aflojarse el cuello.
—Desde luego, muy mal.
—Casi intransitables.
—Pero que completamente.
Silencio otra vez.
Y en la sala, el señor Brown empezaba a impacientarse.
—¿He de esperar la cena toda la noche por culpa de ese joven imberbe? ¡Las siete y cuarto! Demasiado sabes que lo que más me molesta es que me fastidien las horas de las comidas. ¿Es que ha de estropearme a mí la digestión nada más que porque a ese lechuguino se le ocurra hacer visitas a las siete de la noche?
—Pues no tendremos más remedio que invitarle a cenar, entonces —propuso la señora Brown, también desesperada—. No veo otra solución.
—¡Quiá! Me he alejado un día del despacho por tener dolor de cabeza y no para verme obligado a invitar a todos los jóvenes imbéciles de estos alrededores. Sonó el timbre del teléfono. El señor Brown se llevó las manos a la cabeza.
—¡Ay…!
—Yo contestaré —se apresuró a decir su esposa.
Regresó con el entrecejo fruncido y aspecto de preocupación.
—Era la señora Clive —dijo—. Asegura que Juanita se ha puesto muy mala debido a unos caramelos horribles que le dio Guillermo y dice que lamenta mucho lo de nuestro niño y que espera que se pondrá mejor pronto. No lo comprendí del todo; pero parece ser que Guillermo les ha contado que tuvo que ver al médico por los pulmones y que este le había dicho que los tenía muy débiles y que debería andar con cuidado.
El señor Brown pegó un brinco en su asiento.
—Pero… ¿por qué… mil… demo…?
—No lo sé, querido —respondió su esposa, aturdida y sin dejarle acabar—. No entiendo tampoco una palabra de todo esto.
—Está loco —aseguró el señor Brown, convencido.
—¡Loco! No cabe más explicación.
En aquel momento se oyó abrirse y cerrarse la puerta principal de la casa y a poco entró Ethel. Estaba muy colorada.
—Se ha ido —dijo—. Mamá, ¡ocurre algo horrible!
—No me explicó mucho; pero parece ser que Guillermo fue a su casa y le dijo que yo quería verle a solas, esta noche a las siete. ¡Y hoy apenas si le he dirigido la palabra a Guillermo! Por lo tanto, es imposible que haya interpretado mal palabra alguna mía. Además, es que incluso llevó una flor… ¡un capullo de rosa horrible…! y ese hermano mío dijo que se la había mandado yo, ¡yo! No supe ni qué decir ni hacia dónde mirar. ¡Te digo, mamá, que fue horrible!
La señora Brown miraba a su hija, completamente anonadada.
El señor Brown se puso en pie con la expresión de un hombre que ya no puede soportar más.
—¿Dónde está Guillermo? —preguntó brevemente.
—No sé; pero me pareció oírle subir la escalera hace rato.
Efectivamente, Guillermo estaba arriba. Durante los últimos veinte minutos había estado ocupadísimo, feliz y silencioso, junto a la puerta de su cuarto. Empuñaba una cerilla en una mano y el cortaplumas en la otra.
Ya no cabía la menor duda. Mediante un experimento feliz, el chico había demostrado que así era como se quitaba la pintura vieja.
Cuando el señor Brown le sorprendió, tenía ya quitada toda la pintura de uno de los entrepaños.
Una hora más tarde, Guillermo se hallaba en el jardín posterior, sentado sobre una caja y chupando con cierta testarudez retadora la última y más sucia «bola de grosella» que le quedaba.
Tristemente pasó revista al día. No había sido un éxito. Su generosidad con la niña de los vecinos había sido interpretada como atentado contra su vida; sus esfuerzos por ayudar a su hermana en asuntos de amor, se interpretaron mal, y, finalmente, porque, entre otras cosas, había descubierto un método completamente científico para quitar pintura vieja, le había atacado brutalmente un padre violento y poco razonable.
De pronto, Guillermo empezó a preguntarse si no bebería su padre. En seguida, se vio a sí mismo, emocionado, en el papel del hijo de un borracho, como había visto en el cine. Intentó imaginarse a su padre, lacrimoso junto a un lecho del hospital, pidiéndole a él, a Guillermo, perdón. Era un milagro que no se hallase ya en el hospital, dado lo que ya sentía. Sus hombros cayeron y en actitud entera expresó un intenso desaliento.
Entretanto, en casa, su padre, arrellanado en un sillón, hablaba con su madre; y el hijo era tópico de la conversación.
El hombre se oprimía con una mano su dolorida frente; y movía la otra.
—Tiene trastornado el juicio —decía—; está loco de atar. Debías llevarle a un médico para que le examine el cerebro. Fíjate en lo que ha hecho hoy. Empezó por tirarme de un empujón encima de una mata de rododendros, sin que yo le hubiese provocado. Fíjate bien, ¿eh? Ni siquiera le había dirigido la palabra. Luego intentó envenenar a esa niña tan mona, que vive al lado, con una porquería que yo creí haberle quitado y arrojado lejos. Después anduvo por ahí diciendo a la gente que está tuberculoso. ¡Como si lo pareciera…! A continuación va y lleva mensajes y recuerdos extraordinarios, de parte de Ethel, a jóvenes desconocidos y los hace venir aquí en el preciso momento en que vamos a ponernos a cenar. Y, por si eso no bastara, se pone a quemar y raspar las puertas. ¿Dónde está el sentido común en todo eso? Son actos de un loco… De veras, debías llevarle a un especialista en enfermedades mentales.
La señora Brown cortó el hilo de zurcir y colocó a un lado el calcetín que acababa de coser.
—Efectivamente, todo eso parece muy estúpido, querido —admitió—; pero seguramente tendrá su explicación, aunque nosotros, no la conozcamos. ¡Los niños son unos seres tan raros…!
Consultó el reloj y se acercó a la ventana.
—¡Guillermo! —llamó—. Es hora de que te acuestes, hijo mío.
Guillermo se puso tristemente en pie y entró, muy despacio, en la casa.
—Hasta mañana, mamá —dijo.
Luego miró, aún más tristemente y con reproche, a su padre.
—Hasta mañana, papá —dijo—. No te entristezcas por lo que has hecho. Yo te per…
Se interrumpió decidiendo, apresurada pero prudentemente, retirarse a toda velocidad.
FIN
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