Hermano de Acero - Gordon R. Dickson - Leer en el móvil


Hermano de Acero

(Steel Brother)

Gordon R. Dickson




Los guardias que vivían en los puestos fronterizos llevaban la vida de los centinelas de primera línea: solos, desesperados, los primeros blancos para el enemigo procedente del espacio. Sin embargo, había una forma de mantenerse cuerdo...
«Estamos de guardia»... Lema de la Fuerza de Fronteras.

—...El hombre que nace de mujer dispone de una vida breve y llena de miseria. Crece y es cortado como una flor; pasa como una sombra y jamás permanece inmutable...
La voz del capellán sonaba baja y aguda en la atmósfera ligera, entonando las palabras del servicio fúnebre sobre el pulpito provisional, levantado tras la pared transparente de la cúpula del campo de aterrizaje. A través de las transparencias dobles de la cúpula y de la tapa de plástico del cohete fúnebre, los soldados vestidos de negro podían ver el cuerpo del hombre del puesto de guardia, Ted Waskewicz, que yacía cómodamente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, relajado en la muerte, con una apariencia cerúlea perfecta gracias a las manos de los embalsamadores, inmóvil. Los ojos permanecían cerrados, las facciones duras y alegres todavía mostraban su expresión de dominio inconsciente, como si la muerte hubiera sido un incidente menor, fácilmente descartable; y la estrella de batalla mostraba un único destello de color sobre la túnica del uniforme negro.
—Amén.
La respuesta surgió como un murmullo profundo de los hombres allí reunidos, como si se tratara de una simple nota de órgano. En la fila delantera de los Cadetes, los labios de Thomas Jordán se movieron rápidamente, siguiendo el movimiento de los otros, la voz uniéndose de forma mecánica al coro. Este era el momento de su triunfo; pero, a pesar de él, el miedo antiguo, antiguo, había regresado: aquella vieja sensación de soledad, pérdida y terror, debida a su propia insuficiencia.
Permanecía en posición de firmes, con los ojos mirando al frente, tratando de perderse en la unanimidad de sus compañeros de clase, de acallar la voz del capellán y el recuerdo que evocaba en él de un ataque alienígena sobre una ciudad indefensa, y del hogar y de sus padres, apartados de él en un instante. Recordó el servicio fúnebre colectivo sobre las ruinas de la ciudad; y la institución del estado que se había hecho cargo de él... que le había cuidado y entrenado hasta hoy en día; pero, que no había podido darle lo que sus compañeros tenían por derecho propio... el valor de aquellos que habían crecido en la seguridad.
Desde aquel momento, había sentido miedo y soledad. Sin ser tocado por bomba o metralla, aun así, le mutilaron en lo más profundo de su interior. Había visto al enemigo en todo su poderío y había corrido, huyendo a gritos de sus hordas. Y, después de eso, ¿qué hubiera podido devolverle a Thomas Jordán su alma?
No obstante, permanecía rígidamente atento, tal como lo haría un Guardia; porque ya era un soldado, y eso formaba parte de su deber.
La voz del capellán se detuvo. Cerró el libro de oraciones y bajó del pulpito. El capitán de la nave de entrenamiento ocupó su lugar.
—De acuerdo con las costumbres de la Fuerza de Fronteras — empezó con tono enérgico—, ahora hago entrega de las cenizas del Comandante de Puesto de Primera Clase, Theodore Waskewicz, al cuidado del tiempo y del espacio.
Apretó un botón en el pulpito. Más allá de la cúpula, un fuego blanco surgió de la cola del cohete fúnebre, calentando la roca del asteroide con una incandescencia temporal. Durante un momento, quedó suspendido allí, escupiendo llamas. Luego, se elevó, al principio despacio; después, rápidamente, hasta desaparecer, dejando un sendero ígneo que, casi en los límites de la visión humana, se desvaneció en una súbita y resplandeciente explosión silenciosa de refulgente luz.
Alrededor de Jordán, los soldados vestidos de negro se relajaron. No por medio de movimientos físicos, sino con una ruptura indefinible de tensión nerviosa, y se prepararon para la conclusión más prosaica de la ceremonia. La relajación le llegó incluso al capitán, porque se dio la vuelta con un movimiento de alivio y le habló a los soldados:
—Cadete Thomas Jordán. Al frente y al centro.
Las palabras del comandante golpearon a Jordán con un impacto helado. Mientras se desarrollaba el servicio fúnebre, había tenido la protección del anonimato, al estar rodeado por sus compañeros. En ese momento, la voz del capitán era como un cuchillo que le cortaba, apartándole definitiva e irrevocablemente de la única seguridad que había conocido en su vida, dejándole desnudo y desprotegido. Un entumecimiento desesperado se apoderó de él. Sus reflejos entraron en acción, moviendo su cuerpo como si fuera un robot. Un paso adelante, girar la cara a la derecha, avanzar hasta el final de la fila que formaban los hombres silenciosos, girar la cara a la izquierda, tres pasos al frente. Alto. Saludo.
—Se presenta el cadete Thomas Jordán, señor.
—Cadete Thomas Jordán, en este momento le confiero el mando de este Puesto de Frontera. Lo ocupará hasta ser relevado. Bajo ninguna condición mantendrá comunicación con el enemigo ni permitirá que alguna criatura o nave atraviesen el sector de su espacio desde el Exterior.
div class="MsoNormal" style="margin-bottom: 6pt; text-align: justify; text-indent: 12.0pt;">—Sí, señor.
—En concordancia con los deberes y responsabilidades que le imponen la toma de mando de este Puesto, es ascendido al rango y título de Comandante de Puesto de Tercera Clase.
—Gracias, señor.
Desde el pulpito, el capitán alzó una gorra con una malla de cables plateados y la colocó sobre la cabeza de Jordán. Los cables se unieron a los electrodos ya implantados en su cráneo. Durante un segundo, una lámina luminosa relampagueó delante de sus ojos y le pareció sentir el peso del banco de recuerdos presionándole la mente. Entonces, los relámpagos y la presión se desvanecieron al instante, permitiéndole ver al capitán, que le ofrecía la mano.
—Mis saludos, comandante.
—Gracias, señor.
Se estrecharon las manos; el apretón del capitán fue rápido, nervioso y mecánico. Dio un brusco paso hacia atrás y centró su atención en su segundo al mando.
—¡Teniente! ¡Retire la formación!
—Ajustada —repuso.
El oficial de Inteligencia salió a rastras, con la grabadora en una mano y rollos gruesos de cinta en la otra.
—Al principio, siempre es así —explicó, acuclillándose y pasando un extremo de la cinta alrededor del mecanismo de rebobinado—. Dentro de un par de días, ni siquiera la notará.
—Supongo.
El oficial de Inteligencia alzó los ojos y le miró con expresión de curiosidad.
—¿Hay algo que le moleste? —preguntó—. Parece un poco tenso.
—¿No le ocurre a todo el mundo la primera vez?
—A veces —repuso el otro evasivamente—. A veces no. ¿Escucha una especie de vibración?
—No.
—¿Siente alguna clase de presión en el interior de la cabeza?
—No.
—¿Y los ojos? ¿Ha visto algunos puntos o destellos?
—¡No! —exclamó Jordán.
—Tómeselo con calma —dijo el oficial de Inteligencia—. Este es mi trabajo.
—Lo siento.
—Está bien. Lo que sucede es que si algo no va bien con usted o con el banco, quisiera saberlo. —Se levantó del rebobinador, que, laboriosamente, iba reuniendo toda la cinta suelta y, sacando un soplete de presión del cinturón, comenzó a sellar la abertura que había hecho—. Lo que ocurre es que, algunas veces, los oficiales nuevos han escuchado demasiadas historias en la Escuela de Entrenamiento acerca de los bancos, y tienden a ser aprensivos.
—¿Historias? —inquirió Jordán.
—¿Usted no las ha oído? —replicó el oficial de Inteligencia—. Historias de dominio por parte de los recuerdos... oficiales llevados a la locura por los recuerdos de los hombres que han ocupado el Puesto antes que ellos. Catatónicos cuyas mentes se han perdido en la historia pasada del banco, o casos de suplantación de memorias, en los que el oficial se identificaba a sí mismo con los recuerdos y la personalidad del hombre que le había precedido.
—Oh, ésas —comentó Jordán—. Las he oído. —Se detuvo y, al ver que el otro no continuaba, añadió—: ¿Son ciertas?
El oficial de Inteligencia se volvió desde la abertura sellada a medias y le miró directamente a la cara, con el soplete en la mano.
—Algunas —comentó sin rodeos—. Ha habido unos pocos casos de ésos; aunque no tenían por qué haber ocurrido. Nadie intenta ocultar los hechos. El banco de memoria no es más que un almacén conectado a usted a través de la gorra plateada... un aparato que le permite no sólo recordar todo lo que tiene que hacer en el Puesto, sino también todo aquello que alguna vez han llevado a cabo los que lo han dirigido antes. Sin embargo, en unos pocos casos, algunos oficiales impresionables se han dejado dominar por la idea de que el banco de memoria es una especie de ataúd con muertos vivientes que pululan a su alrededor. Cuando eso ocurre, surgen los problemas.
Dio media vuelta y se concentró de nuevo en su trabajo.
—Y usted creyó que a mí me ocurría eso —le comentó Jordán a su espalda.
El oficial de Inteligencia se rió entre dientes... resultó un sonido sorprendentemente humano.
—En mi trabajo, amigo —dijo— tenemos en cuenta todas las posibilidades. —Terminó de sellar el acero y giró en redondo. —¿Sin rencor? —preguntó.
Jordán sacudió la cabeza.
—Claro que no.
—Entonces, empezaré a prepararme para salir.
Se agachó y recogió el carrete, que, por entonces, se encontraba perfectamente rebobinado; luego, se irguió y se encaminó a la rampa que conducía desde el sótano al campo de aterrizaje. Jordán caminó a su lado.
—Entonces, ¿ya no le queda nada más por hacer? —preguntó.
—Sólo mis informes. Pero los puedo escribir en el viaje de regreso. —Subieron por la rampa y salieron por la puerta, dirigiéndose hacia el campo—. Realizaron un buen trabajo de reparación después de la batalla —continuó, mirando alrededor del Puesto.
—Supongo que sí —dijo Jordán. Los dos hombres prosiguieron en silencio hasta la escotilla de la nave de Inteligencia—. Bueno, adiós.
—Adiós —repuso el oficial de Inteligencia, activando la portezuela. El cerrojo exterior se abrió y, de un salto, el oficial cubrió el medio metro que le separaba de la abertura, sin aguardar a que la escalerilla se desplegara—. Le veré en seis meses.
Se volvió hacia Jordán y le hizo un saludo informal con la mano, que sostenía la cinta rebobinada. Jordán se lo devolvió con una precisión de escuela de entrenamiento. La portezuela se cerró.
Regresó a la sala maestra de control y se encargó del ritual de despegue. Cuando la nave hubo desaparecido, permaneció durante largo tiempo contemplándola; luego, abandonó el panel con un suspiro, encontrándose, finalmente, completamente solo.
Le echó una ojeada al Puesto. Durante los siguientes seis meses, éste sería su hogar. Después, durante otros seis meses, dispondría de un permiso, mientras el Puesto rotaba fuera de la línea de combate, siguiendo la secuencia normal, que le sometería a reparación, reacondicionamiento y mejoras.
Si es que vivía tanto.
El miedo, que se había mantenido a cierta distancia mientras conversaba con el hombre de Inteligencia, volvió a apoderarse de él.
Si es que vivía tanto. Permaneció allí de pie, pensativo.
Hasta su mente, junto al recuerdo intacto del banco de memoria, llegaron las palabras del otro hombre. Catatónicos... casos de suplantación de memoria. Dominación de memoria. ¿También aquéllos habían experimentado una dosis de miedo y ansiedad superior a la que podían tolerar?
Y, con ese pensamiento, apareció una idea que se enroscó como una serpiente en su mente. Esa sería una manera de escapar. ¿Qué ocurriría si venían los invasores alienígenas y Thomas Jordán ya no se encontraba aquí para hacerles frente? ¿Qué pasaría si únicamente quedaba el bulto catatónico de un hombre? ¿Qué, si aparecían y había un hombre en su puesto; pero, ese hombre se llamaba a sí mismo y se reconocía sólo como...?
¡Waskewicz!
—¡No! —el grito surgió de forma involuntaria de sus labios; se recuperó a tiempo para darse cuenta de que tenía el rostro contraído y las manos medio extendidas delante de él, en la actitud de alguien que desea apartar a un fantasma.
Sacudió la cabeza para desterrar esa idea vil de su cerebro; entonces, se inclinó hacia atrás, jadeante, contra el panel de control.
Eso nunca. Eso nunca jamás. Había sorprendido en sí mismo una debilidad que le llenaba de horror. Ganara o perdiera; viviera o muriera. Pero lo haría como Jordán... no como otra persona.
Encendió un cigarrillo con dedos temblorosos. Bien... ya había acabado y estaba a salvo. Había logrado contenerlo a tiempo. Era una señal de advertencia. Sin saberlo durante todo ese tiempo, las semillas de la dominación de memoria debían haber estado dormidas en su interior, aguardando ese momento. Sin embargo, él ya sabía que se encontraban allí, sabía qué medidas adoptar. El peligro radicaba en los recuerdos de Waskewicz. Mantendría su mente alejada de ellos... defendería el Puesto sin la ayuda de la experiencia proporcionada por los mismos. El primer oficial que había ocupado un Puesto hubo de arreglarse sin el apoyo de un banco de memoria, y él también podría hacerlo.
Bien.
Lo había decidido. Activó las pantallas de vigilancia y permaneció delante de ellas, muy erguido y formal en el centro de su Puesto, observando los puntos que conformaban sus cuarenta y cinco perros guardianes mecánicos, extendidos en un frente de más de un millón de kilómetros de espacio, observando los controles que le permitirían lanzar sus terribles cuerpos mecánicos hacia la batalla con el enemigo, observando y aguardando, aguardando a que el valor existente después de haberse enfrentado con una situación, surgiera en su interior y se apoderase de él, poniendo fin a todos sus miedos y vacilaciones.
Y él aguardó durante mucho tiempo; pero el valor no apareció.
Las semanas pasaron rápidamente; y todo aconteció debidamente. Durante el entrenamiento, le habían dicho lo que cabía esperar; y era normal que esos primeros meses fueran tensos, con una parte de su ser siempre rígida y a la espera de que sonara la alarma, lo que indicaría que uno de los perros había divisado al enemigo. Y era normal que él se inmovilizara, de repente, en medio de una comida, con el tenedor camino de su boca, aguardando y esperando ser llamado en ese momento; que se despertara de forma inesperada durante la noche y se encontrara rígido y tenso, con los ojos fijos en el techo oscuro, pensativo. Después —eso le habían comunicado en el entrenamiento—, una vez que te acostumbrabas al Puesto, esa tensión constante se relajaría y te sentirías cómodo, y sólo una pequeña porción de tu cerebro estaría siempre en alerta. Eso llegaba con el tiempo, habían dicho.
De modo que esperó a que llegara, esperó la liberación de los resortes de su interior y el momento en que la percepción del Puesto fuera cómoda y agradable. Cuando le habían dejado solo por primera vez, había pensado que, seguramente, en su caso, la espera no sería más que una cuestión de días; luego, a medida que iban transcurriendo los días y él seguía en un estado de permanente sensibilidad a flor de piel, se había dado a sí mismo un par de semanas... luego, un mes.
Pero, ya había transcurrido más de un mes sin que consiguiera relajarse; y la tensión comenzaba a reflejarse en el nerviosismo de sus manos y en las ojeras que rodeaban sus ojos. Le resultaba imposible sentarse tranquilamente a leer o a escuchar la música disponible en la biblioteca del Puesto. Recorría incansable el lugar, siempre chequeando y volviendo a chequear el espacio vacío que los visores de sus perros mostraban.
Porque el recuerdo de Waskewicz, tendido en el cohete fúnebre, no se apartaba de él. Y eso no era normal.
Podía, y lo hacía, negarse a invocar los recuerdos de Waskewicz que no había experimentado él mismo; sin embargo, sus propios recuerdos no resultaban tan fáciles de controlar, y se deslizaban en su mente en cuanto se descuidaba. Había recorrido todo el Puesto con cuidado, buscando esos pequeños cambios que un hombre solo realiza en su hogar y eliminándolos, incluso cuando ese acto significaba una pérdida de comodidad personal. Había mantenido su mente alejada del almacén del banco de memoria, esforzándose por permanecer aislado de los recuerdos de los otros hasta que la familiaridad y la asociación le hicieran sentir de forma instintiva que el Puesto era de él y no del otro. Y, siempre que los pensamientos de Waskewicz, a pesar de todas esas precauciones, lograban filtrarse, los apartaba con vigor, diciéndose que su predecesor no merecía semejante consideración.
No obstante, el fantasma del otro permanecía, intangible e invulnerable, como si estuviera encerrado en el mismo metal de las paredes, del suelo y del techo del Puesto; y surgía para acosarle con los recuerdos de las historias de la escuela de entrenamiento y las palabras ominosas del oficial de Inteligencia. En momentos semejantes, cuando el fantasma se había apoderado de él, quedaba paralizado, mirando con fascinación hipnotizada las pantallas con sus silenciosos centinelas mecánicos, o el frío acero del banco de memoria, al acecho, como un monstruo pensativo, mientras el miedo penetraba en sus pensamientos... hasta que, con un esfuerzo de voluntad súbito y desgarrador, conseguía librarse del encantamiento, lanzándose frenéticamente a cumplir con los deberes del Puesto, comprobando una y otra vez los instrumentos y el espacio que vigilaban, haciendo todo lo necesario para ahogar sus desbocadas emociones en la necesidad de atención que le exigía su deber.
Y, pasado el tiempo, descubrió que anhelaba que se produjera un ataque, el test que le pondría a prueba y que, de una u otra forma, acabaría para siempre con el fantasma.
Finalmente, se produjo, tal como él sabía que sucedería, durante uno de los raros momentos en los que había olvidado la inminencia del peligro. Se despertó en su camastro, al comienzo del día arbitrario de diez horas; permaneció tumbado medio dormido, a gusto, los pensamientos indefinidos, como las sombras en el fondo de un remolino que girara muy despacio, sin destino fijo.
¡Entonces... la alarma!
En el techo, la aullante campana explotó a la vida, sacándole de la cama. Su sonido metálico inundó la atmósfera, saliendo de los altavoces de todas las estancias del Puesto, estridentes por la urgencia, presagiando el desastre. Rugió, vibró, atronó, hasta que las mismas paredes devolvieron su eco casi por simpatía, adquiriendo una voz propia hasta que la sala toda retumbó... hasta que el mismo Puesto repicó como una campana monstruosa, llamándole a la batalla.
Se puso en pie de un salto y corrió a la sala de control. En el indicador que había en la pared, encima de las pantallas de observación, la luz roja del perro treinta y ocho parpadeaba ominosamente. Se lanzó al sillón del operador situado delante de la misma, al tiempo que de un manotazo desconectaba el interruptor de la alarma.
El Puesto está en contacto con el enemigo.
El silencio súbito le abofeteó, quitándole el aliento. Jadeó y sacudió la cabeza como si le hubieran arrojado a la cara inesperadamente un vaso de agua fría; luego, llevó los dedos a las teclas del panel de control maestro que tenía ante sí... Activar haces. Activar pantalla detectora, establecida ahora a cuarenta mil kilómetros de distancia. Conectar las comunicaciones con el cuartel general del sector.
El transmisor zumbó. Arriba, la luz blanca destelló a medida que empezaba a enviar su mensaje automático. «¡Alerta! ¡Alerta! Se transmiten datos. Informaré más adelante”
El cuartel general ha sido notificado por el Puesto.
Activar pantalla de observación del perro treinta y ocho.
Miró en la pantalla activada el vasto campo de espacio que la visión mecánica de aquel perro abarcaba. Muy, muy lejos, y en amplificación máxima, se veían cinco puntos pequeños, que se acercaban rápidamente en una trayectoria que los llevaba diez puntos más abajo y en un ángulo de treinta y dos grados, hacia el Puesto.
Giró una llave y liberó al treinta y ocho en control de fusión de proximidad, lanzándolo en dirección a los puntos. Exploró el mapa de zona del Puesto para averiguar las posiciones de los otros robots. El treinta y nueve no estaba... se hallaba en el Puesto para ser reparado. Los demás se encontraban disponibles. Les ordenó, desde el número cuarenta al cuarenta y cinco y del treinta y siete al treinta, que establecieran trayectoria de encuentro con el enemigo, situado a setenta y cinco mil kilómetros. A los números veinte al treinta, que lo hicieran a cincuenta mil kilómetros.
Se ha iniciado la defensa primaria.
De nuevo se volvió hacia la pantalla. El número treinta y ocho, prescindible ante el interés de obtener información, se lanzaba hacia las naves a máxima aceleración, bajo una tensión que ninguna carne viviente hubiera sido capaz de resistir. No obstante, tanto el tamaño como el tipo de los invasores aún permanecía oculto, debido a la distancia. Bruscamente, una luz blanca parpadeó desde el panel de comunicaciones, anunciándole que el cuartel general del sector había sido alertado y estaba preparado para hablarle. Activó el audio.
—Contacto. Adelante, Puesto J-49C3.
—Cinco naves —dijo—. Más allá del campo de identificación.
Penetran por el treinta y ocho a diez punto treinta y dos.
—Recibido —la voz sonaba impasible, precisa, carente de emoción—. Cinco naves... treinta y ocho... diez... treinta y dos. La Patrulla Veinte, que se encuentra a cuatro horas de distancia de su sector, ha sido notificada y acudirá hacia su puesto de inmediato, llegará en cuatro horas, con veinte minutos de adelanto o retraso. Le sigue más ayuda. Permaneceremos a la espera de sus mensajes futuros.
La luz blanca se apagó y él se apartó del panel de comunicaciones. En la pantalla, las cinco naves todavía no habían crecido hasta proporciones identificables; pero, a todos los efectos prácticos, los movimientos preliminares ya habían terminado. Disponía de quince minutos durante los cuales había sido hecho todo lo que se podía hacer.
La defensa primaria se ha llevado a cabo.
Dio media vuelta y regresó al dormitorio, donde, lenta y meticulosamente, se puso el uniforme negro sin omitir ningún detalle. Estiró la chaqueta y observó el espejo, ante el que permaneció contemplándose durante un largo rato. Luego, titubeante, casi en contra de su voluntad, alargó una mano hacia una caja pequeña de color gris que había en un anaquel situado al lado del espejo, la abrió y sacó la estrella plateada de batalla, que tenía derecho a llevar durante las próximas horas.
La sostuvo en la palma de la mano, y el brillante metal emitió unos suaves destellos, debido a los reflejos de las luces de la habitación y a los movimientos imperceptibles de su mano. El pequeño grupo de diamantes que tenía en el centro refulgió, recorriendo toda la gama de sus colores resplandecientes. Durante varios minutos, se quedó mirándola; luego, despacio, con suavidad, la devolvió a la , caja y cerró ésta, regresando a la sala de control.
En la pantalla, las naves eran ya lo suficientemente grandes como para ser identificadas. Jordán vio que se trataba de vehículos de tamaño medio, del tipo usado por la mayoría de las especies hostiles más comunes... aquella misma raza que le había dejado huérfano. No cabía la menor duda sobre sus intenciones, como a veces ocurría cuando algún extraño pasaba por casualidad por la Frontera, para ser lamentablemente destruido por hombres cuyas órdenes eran las de no correr ningún riesgo. No, éstos eran el enemigo, la extraña y suicida forma de vida que cada año lanzaba miles de ataques contra el pequeño imperio humano, que se autoeliminaban cada vez que eran capturados y perdían cientos de naves por cada una que lograba atravesar los puestos de guardia, para descender sobre alguna ciudad desprotegida de un planeta interior, saqueando sus equipos y maquinarias, que los alienígenas no deseaban o eran incapaces de construir por sí mismos... una raza contradictoria y salvaje, poco comprendida. Esas cinco naves no intentarían parlamentar.
Sin embargo, en ese momento, el perro treinta y ocho había sido avistado y las blancas estelas de misiles teledirigidos comenzaron a apuntar en dirección de la pantalla de observación. Durante unos segundos, el pequeño robot realizó maniobras de evasión, esquivando, disparando a la defensiva, derribando misiles a medida que se aproximaban. No obstante, se trataba de una lucha inútil, teniendo en cuenta semejante desventaja y, de repente, una de las estelas se expandió hasta llenar la pantalla con una luz cegadora.
La pantalla quedó en blanco. El treinta y ocho había desaparecido.
Súbitamente, al darse cuenta de que debería haber cubierto la escena con algún perro más alejado, Jordán dio un salto para activar otras pantallas. Trasladó la visión del cuarenta al lugar que acababa de dejar vacante el treinta y ocho, y ocupó las dos pantallas de los flancos con la visión del treinta y siete a su izquierda y del veinte a su derecha. Pudo ver que la primera línea defensiva ya estaba preparada en los setenta y cinco mil kilómetros del punto de encuentro, y que el punto de encuentro establecido para los cincuenta mil aún se estaba formando.
Los atacantes empezaban a reducir la velocidad y, en la pared, el indicador, centrado en los detectores del enemigo, cobró una repentina tonalidad púrpura, profunda y colérica, cuando aquéllos activaron sus haces invisibles y fueron rechazados por la pantalla detectora que había sido levantada a una distancia de cuarenta mil kilómetros delante del Puesto. Continuaron reduciendo la velocidad; sin embargo, el bloqueo efectuado a sus haces detectores les había proporcionado la zona aproximada del Puesto: corrigieron su trayectoria, girando hasta que sólo se encontraron en un error de dos puntos y diez grados. Jordán, con los dedos temblando nerviosos sobre el teclado, extendió en profundidad a los perros del treinta y siete al treinta y envió a los del cuarenta al cuarenta y cinco hacia adelante, en un barrido de cinco grados, para intentar un movimiento circular.
Las cinco naves oscuras de los invasores, percatándose de su intención, dejaron de aproximarse en formación de fila y se extendieron, adoptando una formación escalonada. Ya habían empezado a abrir fuego sobre los perros que se les acercaban, y diminutas estelas de luz tatuaban el espacio negro alrededor de los números cuarenta al cuarenta y cinco.
Jordán aspiró entrecortadamente una bocanada de aire y se recostó contra el respaldo del sillón de control. De momento, sus ocupados dedos no tenían nada que hacer en el teclado de mandos. Los números del treinta deberían aguardar a que el enemigo fuera hacia ellos, ya que, desde que se habían creado las armas automáticas, un cuerpo inmóvil posee ventaja sobre un cuerpo en movimiento. Además, pasarían unos minutos antes de que los números del cuarenta se encontraran en posición de ataque. Con los ojos fijos en la pantalla, buscó un cigarrillo, recordando la advertencia de los manuales de entrenamiento que aconsejaba no relajarse una vez que se hubiera establecido contacto con el enemigo.
Sin embargo, ya empezaba a notar la reacción.
Desde el primer repiqueteo frenético de la alarma hasta el momento presente, había reaccionado de forma automática, con perfección y precisión, tal como los ejercicios le habían enseñado, tal como habían grabado en él los manuales de entrenamiento. El enemigo había aparecido. Y él había tomado medidas defensivas contra ellos. Todo lo que se podía hacer, había sido realizado. Y el enemigo había hecho lo que a él le habían dicho que haría.
De repente, se sintió impresionado, temblando al darse cuenta de la precisión de las predicciones del manual. Era así, entonces. Estos seres hostiles, esos enemigos alienígenas, también estaban sujetos a las leyes físicas. Ellos, al igual que él, sólo podían moverse dentro de las reglas del tiempo y del espacio. Quedaban despojados de su misterio y en el mismo nivel que él. Podían ser distintos y terribles; sin embargo, sus capacidades eran limitadas, como las suyas propias. Y en un combate como el que ahora se estaba preparando, su inhumanidad no contaba, ya que las realidades inflexibles del universo obraban de forma imparcial sobre los dos bandos.
Y, por primera vez, al caer en la cuenta de ese hecho, el viejo miedo siempre presente en él cayó como una prenda de vestir desechada. Un cosquilleo recorrió su cuerpo y sintió que se aprestaba para la pelea, al igual que sus antecesores lo habían hecho en los días en que el hombre era joven y el tigre rugía en el amanecer húmedo y frío de la selva pretérita. El instinto de la sangre corría por él; unido al salvaje y vengativo júbilo con el que una criatura perseguida se vuelve, finalmente, contra su perseguidor. Vencería él. Por supuesto que vencería. Y, al ganar, de una sola vez pagaría la deuda de sangre y miedo que el enemigo le había impuesto durante esos quince años.
Pensando así, se apoyó de nuevo contra el respaldo del sillón y el antiguo recuerdo de la ciudad destrozada y de si mismo corriendo, corriendo, creció de nuevo a su alrededor. Pero, en esta ocasión, el recuerdo ya no constituía un preludio del terror, sino de un combustible que encendía su furia. Estos son mis miedos, pensó, con los ojos ciegos clavados en las cinco naves de la pantalla, y los voy a destruir.
Los fantasmas de su recuerdo se desvanecieron como humo a su alrededor. Tiró el cigarrillo en una ranura de residuos situada en el apoyabrazos de su sillón y se inclinó hacia adelante para inspeccionar las posiciones del enemigo.
Se habían desplegado para obligar a sus números cuarenta a dar un amplio rodeo, y esos perros se hallaban dispersos ahora y a salvo; pero, ineficaces, esperando más órdenes. Lo que había sido una formación de los invasores abierta en abanico, era ahora una línea irregular, separada por largas distancias, con demasiado espacio entre ellas para que cada nave pudiera cubrir a su vecina.
Durante un momento, Jordán quedó desconcertado; y una diminuta onda de miedo por lo inexplicable recorrió la tranquila superficie de su mente. No había ninguna necesidad de asustarse. La maniobra de los alienígenas no resultaba una táctica misteriosa que él casi había esperado, sino que parecía ser un movimiento más bien obvio y estúpido para evitar la aproximación por los flancos que había intentado realizar con los números cuarenta. Estúpida... porque ahora los tontos alienígenas quedaban en una posición vulnerable para un ataque de sus números treinta.
He ahí buenas noticias, y no malas, y su estado de ánimo subió más.
Ignoró a los perplejos cuarenta, que volaban automáticamente en círculos, en control de seguridad, justo más allá del alcance efectivo de las armas del enemigo, y se centró en los treinta, a los que envió a toda velocidad hacia las zonas vacías que había entre las naves, formando la misma trayectoria que uno puede realizar al entrelazar los dedos de ambas manos. Entre cada dos naves habría un punto muerto... una posición en la cual ningún perro mecánico podría recibir el fuego de los enemigos sin que éstos, a su vez, apuntaran a su vecino de la derecha o la izquierda. Si uno o dos perros llegaban a salvo hasta ese punto, podrían girar y lanzarse por las vías abiertas en control de proximidad, sus cohetes encendidos, sus cargamentos de bombas activados, ciegos bulldogs de la destrucción.
En esa acción, un tercio, como mínimo, debería atravesar el escudo defensivo de las naves y rastrear a sus esquivas presas en el resplandor atómico del sombrío encuentro.
Sonriendo confiado, Jordán observó cómo sus robots se aproximaban a las naves. No había nada que el enemigo pudiera hacer. Ya no podían cerrar su formación sin convertirse en un blanco aún más atractivo; y si se dispersaban todavía más, eliminarían cualquier posibilidad futura de recuperar algún parecido con una formación.
Con cautela, recorrió el teclado con los dedos, guiando a sus robots en línea, de modo que se acercaran todo lo posible a los puntos muertos, de forma simultánea. Las naves proseguían con su avance.
Los atacantes se acercaban más y más. Y, entonces... a escasos segundos de establecer contacto con la línea de perros en movimiento, un fuego blanco salió con avidez de los motores de popa, haciendo que cada nave se convirtiera de repente en una pepita negra en el centro de una explosión de llamas. Al unísono, se lanzaron hacia adelante, en un súbito movimiento inesperado, dejando sus puntos muertos atrás, más allá de los perros rastreadores, abandonándolos allí.
Atrapado durante un segundo por una sorpresa atónita, Jordán permaneció sentado, inmóvil y atontado, contemplando las pantallas. Entonces, súbitamente encolerizado sus manos parpadearon sobre el teclado, ordenando a los robots una cruel y estremecedora parada, tensando sus tendones metálicos para que realizaran un viraje rápido y brusco y retornaran. En esta ocasión, los cogería por detrás. Esta vez, yendo en la misma dirección que las naves, los robots no serían esquivados. Porque, ¿qué criatura viviente podía resistir la misma tensión que el frío metal?
Pero no existió ningún segundo intento para los números treinta, ya que en el momento en que todos frenaron bruscamente, las armas traseras de los navíos dispararon al unísono, y todos los relampagueantes robots, que habían avanzado con tanta confianza, explotaron para apagarse como velas pequeñas en la oscuridad.
Atontado por la presión del gélido fracaso, Jordán se quedó sentado, una figura inmóvil y rígida, mirando las dos pantallas que indicaban de forma evidente su desastre... mientras que la pantalla muerta, donde estuviera la visión suministrada por el treinta y siete, permanecía muda. Como un hombre atrapado en un sueño, alargó la mano derecha y desactivó al último centinela, el perro guardián, el robot que orbitaba más próximo al Puesto. En una exhalación había desaparecido su primer frente fuerte, mientras el enemigo avanzaba, sus fuerzas intactas, hacia la única línea de sus números veinte, emplazados a cincuenta mil kilómetros, con la pantalla defensiva situada a unos cortos diez mil kilómetros por detrás de ellos.
El entrenamiento era fuerte. Sin vacilación alguna, sus manos recorrieron el teclado y sus veinte se lanzaron hacia adelante, tratando de entrar en contacto con el enemigo en una zona lo más alejada posible de la pantalla. Pero, debido a que avanzaban sobre un oponente relativamente fresco, su trayectoria resultó bastante predecible en los calculadores del enemigo, y la desventaja fue para ellos. Así sucedió que, cuarenta minutos más tarde, tres naves alienígenas se adentraron en una zona desguarnecida, donde dos de sus defensas, los números cuarenta y todos los treinta, ya no estaban.
En ese momento, las naves se encontraban a mil quinientos kilómetros de la pantalla detectora.
Jordán observó lo que había hecho. La situación resultaba clara, y las alternativas innegables. Le quedaban veinte perros; sin embargo, ninguno disponía de tiempo para situarse delante de la pantalla ni tenía espacio para maniobrar delante de ella. La única respuesta era retrasar la pantalla. Pero, debido a la dirección de su retroceso, ello le indicaría al enemigo la posición del Puesto y permitiría que sus misiles teledirigidos lo encontraran; y, una vez que el Puesto fuera destruido, los perros quedarían sin guía alguna, impotentes.
No obstante, si no hacía nada, en unos pocos minutos las naves llegarían y penetrarían en la pantalla detectora y en su Puesto. El centro nervioso que buscaban los alienígenas, quedaría desnudo y desprotegido ante sus detectores.
Había perdido. Las alternativas conducían al mismo punto, a la derrota. En el descuido de un momento, en la calada de un cigarrillo, en el primer impulso ciego de confianza y en la insensata detención de sus perros, cuando ya habían quedado atrás, que le había permitido a los calculadores de las naves enemigas detectarlos inmóviles durante un segundo en una zona predecible, había fracasado. Impulsado por el error de su orgullo, había desperdiciado la ventaja inicial. Había perdido. Aunque lo dijera con voz suave y baja, su error era el de una persona joven e inexperta. Estaba derrotado.
Y, en el caso de un fracaso, las acciones prescritas por el manual eran enérgicas y claras. Los recuerdos de las instrucciones resonaron en su mente como las imperturbables notas de una campana funeraria.
Cuando, en cualquier conflicto, las fuerzas del enemigo hayan obtenido una posición de ventaja, en la que ya no sea posible mantener el anonimato del emplazamiento del Puesto, el comandante está obligado a cumplir un último deber. Con el conocimiento de que el Puesto pronto será destruido y que esto hará que todos los robots supervivientes sean inocuos para las fuerzas enemigas, se le ordena al comandante que libere el control de estos robots con las bombas activadas en control de proximidad, con el fin de que, incluso sin la guía del Puesto, puedan ser capaces de perseguir de forma automática, y destruir a las fuerzas del enemigo que entren en el campo de sus detonadores de proximidad.
Jordán contempló sus pantallas. Más allá de los cuarenta mil kilómetros, la pantalla detectora comenzaba a parpadear ligeramente, a medida que los detectores de las naves la sondeaban a corto alcance.
Para cumplir las órdenes del manual, tendría que hacerla retroceder, por lo menos, la mitad de esa distancia; y, una vez allí, mientras ocultara todavía al Puesto, indicaría al enemigo su emplazamiento aproximado. Entonces, abrirían fuego ciegamente; pero con astucia y con un conocimiento cada vez mayor de su objetivo, y sólo sería una cuestión de minutos antes de que le alcanzaran. Después... únicamente quedarían los perros ciegos, temblorosos e inquietos, buscando en todos los puntos del compás estelar, en su ansia inconsciente por una presa. Uno o dos, quizá consiguieran venganza sobre alguna nave que pasara por su campo de acción y atravesara la Línea; sin embargo, Jordán no estaría allí para verlo.
No obstante, no quedaba otra alternativa... aunque el deber le hubiera dejado alguna. Actuando como extremidades desconocidas, sus dedos se alzaron del panel y se extendieron por las teclas que deberían dejar en libertad a los perros. Sus dedos se posaron en ellas... un roce ligero sobre una frialdad suave y lustrosa.
Pero, no pudo apretarlas.
Permaneció sentado con los brazos extendidos, como si estuviera suplicando, al igual que algún antiguo antepasado suyo ante un altar mortuorio. Su voluntad le había fallado, y ya no podía negar la culpa o el fracaso. La batalla había concluido en esos breves momentos en los que él había permanecido distraído, y la subestimación del enemigo le había seducido, llevándole a detener a sus números treinta precipitadamente. Lo sabía; y, a través del banco de memoria —si lograba sobrevivir— la Fuerza también lo sabría. En su negligencia, en la negativa de utilizar la experiencia de sus predecesores, era culpable.
Aún así, era incapaz de apretar las teclas. Era incapaz de morir decorosamente —en el cumplimiento del deber—, esa frase fría y correcta de los informes oficiales. Porque una rebeldía frenética recorrió su cuerpo joven, una negación instintiva del final que le miraba directamente a la cara. Le recorrió los nervios, las venas y los tendones, oponiéndose y bloqueando los dictados del entrenamiento, las órdenes lógicas de su mente consciente. Era demasiado pronto, no era justo, no se le había dado la oportunidad de beneficiarse de la experiencia. Lo único que necesitaba era una oportunidad más, una que le permitiera redimirse a sí mismo.
Sin embargo, esa rebeldía pasó y le dejó atontado y débil. Resultaba imposible renegar de la realidad. Y, en ese momento, una vergüenza nueva le inundó, ya que pensó en las tres naves alienígenas que estaban penetrando las defensas, en otra ciudad en ruinas llameantes, y en otro niño que correría, huyendo de sus destructores. El pensamiento creció en él y, desgarrado por sus propias vacilaciones, su interior se retorció. ¿Por qué no podía entrar en acción? Eso no cambiaría las cosas. ¿Qué significarían para él la justificación y la redención de su error cuando estuviera muerto?
Gimió en voz baja, manteniendo las manos alargadas sobre el teclado; pero sin poder oprimir las teclas.
Entonces, llegó la esperanza. Ya que, de repente, alzándose desde el caos de su mente, surgieron de nuevo las palabras del oficial de Inteligencia, y su propia seducción de la locura: él, Jordán, no podía convencerse para exponerse a sí mismo ante el enemigo, ni aunque esa forma de exposición significara la posible protección de los Mundos Interiores. Sin embargo, el hombre que había dirigido ese Puesto antes que él, que había muerto de la misma forma en que él estaba a punto de morir, debió haberse visto enfrentado a la misma necesidad de autosacrificio. Y los recuerdos de ese último minuto en que había tomado su decisión, estaban sin duda en el banco de memoria, esperando la evocación de la mente de Jordán.
Por fin había aparecido la esperanza. Recordaría, abrazaría la locura de la que se había alejado. Recordaría y sería Waskewicz, no Jordán. Sería Waskewicz y no tendría miedo; aunque eso era algo vergonzoso. Si hubiera habido una persona, un recuerdo entre todos los humanos vivos, cuya imagen hubiera podido evocar oponiéndola a las imágenes de las tres naves oscuras, quizá hubiera podido conseguirlo por sí mismo. Pero, no había tenido a nadie cercano a él desde el día del ataque a la ciudad.
Su mente se adentró en el banco de memoria, buscando el último recuerdo de Waskewicz. Recordó.
De las diez naves atacantes, seis habían sido abatidas. Sus cenizas flotaban en el vacío, y las cuatro naves restantes avanzaban con cautela, bastante alejadas entre sí para una máxima seguridad, convencidas de la victoria; no obstante, vigilaban su avispero, que quizá tuviera aún aguijones con los que no contaban. Sin embargo, la pantalla detectora se encontraba a la distancia mínima de ocultación efectiva, y sólo cinco perros se mantenían al acecho detrás de ella, como cinco flechas romas. Él —Waskewicz— estaba sentado, inclinado sobre el panel de control, sus manos gruesas y peludas apoyadas con suavidad sobre las teclas de proximidad.
—Acercaos —dijo, hablando a las naves, que, con cautela, se aproximaban a la pantalla—. Vamos, acercaos. ¡Acercaos!
Tenía los labios tirantes, mostrando los dientes en una sonrisa... carente de toda alegría. Sólo era una mueca automática, reflejo de la tensión de su espera. Las atraería hasta el último momento, haría que penetraran tan cerca como fuera posible, hacia los mecanismos de persecución automáticos de los perros que le quedaban, antes de quitar la pantalla.
—Acercaos —repitió.
Las naves se acercaron. Detrás de la pantalla, apuntó cuatro de sus perros a una nave, y el quinto en la dirección general de todas ellas. Siguieron acercándose.
Llegaron a la pantalla.
Sus dedos restallaron sobre las teclas. La pantalla retrocedió, hasta que apenas ocultó a los perros que aguardaban. Y éstos se agitaron, sus mecanismos de persecución activados en proximidad, ciegos ahora, total y terriblemente armados, dispuestos a atacar directamente a cualquier cosa que se aproximara lo suficiente a ellos.
Y las primeras bombas de las naves que avanzaban comenzaron a sondear la zona general del asteroide del Puesto.
Waskewicz suspiró, se apartó de los controles y se puso de pie, dando la espalda a las pantallas. Ya estaba. Había terminado. Durante un momento, permaneció indeciso; luego, dirigiéndose al distribuidor automático de la pared, marcó un café y lo sacó, caliente, en un vaso de papel. Encendió un cigarrillo y se mantuvo a la espera, fumando y bebiendo el café.
El Puesto se vio levemente sacudido por el impacto de una bomba que rozó el asteroide. Waskewicz se tambaleó y vertió algo de café sobre sus botas; sin embargo, mantuvo el equilibrio. Tomó otro sorbo del vaso, otra calada del cigarrillo. El Puesto se sacudió de nuevo, y las luces disminuyeron. Estrujó el vaso y lo arrojó por la ranura de residuos. Dejó caer el cigarrillo en el suelo metálico y lo aplastó con el tacón de la bota; regresó a la pantalla y se inclinó para echar un último vistazo.
Las luces murieron. Y el recuerdo terminó.
El presente retornó a Jordán, que miró a su alrededor con cierta brusquedad. Entonces, sintió algo duro debajo de los dedos y se obligó a mirar.
Las teclas estaban oprimidas. La pantalla había retrocedido. Los perros se encontraban activados en proximidad. Contempló sus manos como si fuera la primera vez que las viera, perplejo por su delgadez y su falta de vello en el dorso. Entonces, lentamente, luchando contra los resistentes músculos del cuello, se forzó a alzar la vista y mirar la pantalla de observación.
Y las naves estaban allí; sin embargo, retrocedían.
Se quedó mirando fijamente, incapaz de creer lo que veían sus ojos, y casi dispuesto a creer en cualquier otra cosa. Ya que los invasores habían dado la vuelta y las llamas de sus cohetes indicaban que estaban dirigiéndose al espacio exterior a su máxima aceleración, dejándole solo e indemne. Sacudió la cabeza para aclarar la visión falsa que le daba la pantalla situada ante sí; pero permaneció igual, negando su falsedad. El milagro que había inmovilizado sus instintos, se había presentado... en el momento en que él había pedido fuerza para rechazarlo.
Inspeccionó las pantallas, maravillado. Entonces, en un extremo inferior de la pantalla del perro guardián, tan lejano aún que sólo aparecían en la forma de unos puntitos diminutos en el espacio inmenso, vio la forma de su milagro. Aproximándose por el interior de la Línea a una aceleración máxima, había seis formas de pez resplandecientes que podían dejar a sus perros del tamaño de enanos... las naves de guerra de la Patrulla Veinte. Se dio cuenta de que, al despertar de la postergada sensación de maravilla, el conflicto, que había parecido tan breve mientras había tenido lugar, había durado en realidad las cuatro horas necesarias para que la Patrulla pudiera venir en su ayuda.
La sensación de comprender de que ya se encontraba a salvo le recorrió como una ola, y fue consciente de un profundo agradecimiento que crecía en él. Le abarcó y le desbordó, haciendo a un lado el miedo solitario y la desesperación de los últimos minutos, llenándole con un alivio tan total, que en su interior ya no cabía la cólera y el odio... ni siquiera hacia el enemigo. Era como volver a nacer.
Encima del panel de comunicaciones, parpadeaba la luz blanca de mensajes. Activó el altavoz con mano firme y la imperturbable voz oficial de la Patrulla resonó sobre su cabeza.
—Patrulla Veinte a Puesto. Veinte a Puesto. Responda, Puesto. ¿Se encuentra bien?
Oprimió la tecla de transmisión.
—Puesto a Veinte. Puesto a Veinte. Ningún daño del que informar. El Puesto está intacto.
—Nos alegra oírlo, Puesto. No emprenderemos la persecución. Estamos reduciendo la velocidad y aterrizaremos con todas las naves en su campo dentro de media hora. Eso es todo.
—Gracias, Veinte. El campo estará despejado y dispuesto para ustedes. Aterricen cuando quieran. Eso es todo.
Apartó la mano de la tecla y la luz de mensajes se apagó. En imitación inconsciente del recuerdo de Waskewicz, se apartó de los controles, se puso de pie, dio media vuelta y se acercó al distribuidor automático de la pared, donde marcó y recibió un vaso de café. Encendió un cigarrillo y mantuvo la postura del otro, fumando y bebiendo. Había ganado.
Y, súbitamente, la realidad volvió a él.
Observó su mano y vio el vaso de café. Aspiró el cigarrillo y sintió la caliente suavidad que penetraba profundamente en sus pulmones. Y el terror se aferró a su garganta.
¿Había ganado? No había hecho nada. Las naves enemigas no habían huido de él, sino de la Patrulla; y había sido Waskewicz, Waskewicz, quien se había apoderado del control de sus manos en el momento crucial. Waskewicz había ganado, no él. Había sido el banco de memoria. ¡El banco de memoria y Waskewicz!
La sala de control se balanceó a su alrededor. Le habían traicionado. No se había ganado nada. Nada se había conquistado. No era ningún amigo el que, por fin, había logrado atravesar su concha solitaria para salvarle, sino la parte que absorbió su mente y, a través de la dominación del recuerdo, le había devuelto la cordura. El banco de memoria y Waskewicz se habían apoderado de él férreamente.
Dejó el vaso de café y se levantó. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la bota. Una cólera incandescente, que surgía de lo más profundo de su ser, refulgió y lo consumió. Títere, le dijo la voz burlona de su mente consciente, susurrándoselo al oído. ¡Títere!
¡Baila, Títere! ¡Baila al compás de las cuerdas que se mueven y te dirigen!
—¡No! —aulló.
Conducido por una ardiente oleada de cólera, que había derretido la última huella de miedo en su interior como si se tratara de la escoria de acero líquido, se volvió para enfrentarse con su torturador, lanzando su mente de vuelta a la vida de Waskewicz, prisionera en el banco de memoria.
Voló a través de los recuerdos remolineantes, persiguiendo un punto de contacto, con el único deseo de enfrentarse con su predecesor, de estar cara a cara con Waskewicz. Seguro que, en todos los años que había pasado en el Puesto, el otro debía haber dedicado algún pensamiento al hombre que debería sustituirle. Deja que Jordán descubra ese punto, allí donde la influencia es más fuerte, y decida la cuestión, por cordura, por vergüenza o por orgullo, de una vez por todas.
—¡Hola, Hermano!
Las palabras amistosas salpicaron su ardiente furia como si fueran agua fresca. El —Waskewicz—, permanecía delante del espejo del dormitorio y su rostro miraba al hombre que era él mismo y que, aún así, también era Jordán.
—¡Hola, hermano! —repitió—. Quienquiera que seas y dondequiera que te encuentres. ¡Hola!
Jordán miró a través de los ojos de Waskewicz, al rostro reflejado de Waskewicz; y se trataba de una cara amistosa, la cara de un hombre como él mismo.
—Esto es lo que no te cuentan —comentó Waskewicz—. Esto es lo que no te enseñan en el entrenamiento... el mensaje que, tarde o temprano, cada oficial de Puesto deja para el hombre que le sucederá.
«Es el credo del Puesto. No estás solo. Sin importar lo que ocurra, no estás solo. En el extremo más alejado del imperio, enfrentándose a las razas desconocidas y a las infinitas profundidades del universo, esto es lo único que te protegerá contra cualquier peligro. Mientras lo recuerdes, nada te podrá afectar, ni atacar, ni derrotar, ni matar. Activa una pantalla de tu perro más alejado y amplía la imagen todo lo posible. Allí, en los límites de tu visión, podrás ver al perro de otro Puesto, de otro hombre que mantiene la Línea detrás de ti. A lo largo de toda la Frontera, hay Puestos de Vigilancia, que forman una cadena de acero para proteger a los Mundos Interiores y a la gente menuda que vive allí. Ellos tienen sus vidas y tú la tuya; mantener la vigilancia.
«No es fácil hacerlo; y ningún hombre puede enfrentarse solo al universo. Pero... ¡no estás solo! Todos aquellos que, en este momento, vigilan la Línea, se encuentran contigo; y también todos los que alguna vez han vigilado la Línea. Ya que ésta es nuestra nueva inmortalidad; nosotros, que protegemos la Línea, no nos paramos con la muerte, sino que vivimos en los Puestos que hemos ocupado. Estamos en sus pantallas, en sus consolas, en su banco de memoria, en los mismos huesos y tendones de su cuerpo de acero. Nosotros somos el puesto, tus hermanos de acero que luchan y viven y mueren contigo y que, finalmente, te dan la bienvenida a nuestra comunidad cuando para tu «yo» personal la luz haya desaparecido para siempre, y cuando aquello que era lo individual de ti no es nada más que cenizas frías que vagan en la eternidad del espacio. Estamos contigo y en ti, y no estás solo. Yo, que en una ocasión fui Waskewicz, y que ahora formo parte del Puesto, te dejo este mensaje, tal como me lo dejó a mí el hombre que mantuvo este Puesto antes que yo, y tal como se lo dejarás tú al hombre que te siga, y así sucesivamente a lo largo de los siglos, hasta que nos hayamos convertido en una raza antigua y ya no necesitemos nuestro escudo de cerebros y acero.
"¡Hola, hermano! ¡No estás solo!"
Entonces, cuando las seis naves de la Patrulla Veinte se posaron en la pista de aterrizaje del Puesto, el hombre que les esperaba para darles la bienvenida, tenía en su pecho algo más que la estrella de batalla que indicaba que era un veterano. Porque había hecho algo más que ganar una batalla. Había encontrado su alma.

FIN


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