La Colmena (2023)
Alberto Macadar
Aquella tarde de abril salimos corriendo de la escuela hacia la calzada de tierra que bordea el albañal, donde habíamos dibujado una gran rayuela con tiza amarilla. El aire estaba cargado de los aromas de la primavera. De repente Felipe se echó de bruces y pegó el oído al piso. No tuvo tiempo de hacernos entender por qué había quedado con los ojos de aquel tamaño.
—Es como un trueno —alcanzó a decirnos, soltando sílabas de palabras inconexas y temerosas—. Parece que viene desde el fondo de la tierra.
La presión de las ondas de choque fue tan brutal que los oídos no llegaron a escuchar la explosión. Una nube plateada nos encandiló por un tiempo muy breve. Enseguida otra nube, negra y húmeda, parecida a un hongo gigante, subió más alto y todo ocurrió como en un salto de gato.
Una lluvia verde muy oscura cayó en pesadas gotas quemando todo lo que tocaba. A lo largo de la planicie, los árboles eran un irreal cementerio de esqueletos de tiburón clavados de cabeza. El aire estaba preñado de silencio. Las nubes cargadas de ácido se arremolinaban en el horizonte.
El sol se oscureció y las luces se encendieron fuera de hora. Eran las 5.30 de la tarde. Yo no sentía mis piernas. Después supe que habían sido quemadas por una barra de metal incandescente desprendida de la pared norte del reactor. Los otros huyeron y me dejaron aquí pensando que estaba muerto. Fui hallado por una de las patrullas de rescate en operaciones de emergencia.
Mi padre cuidaba la temperatura de las calderas y murió en el acto. Mamá, que era ingeniera y se encontraba en la Usina, empezó a debilitarse hasta morir por los efectos de la radiación algunas semanas después.
Los médicos dijeron que tendría que usar piernas ortopédicas permanentes. La ingestión excesiva de radiación me dejó problemas respiratorios y pasé algunos meses internado en el pequeño hospital de emergencia instalado por el gobierno. Ahora vivo en un barracón que comparto con otras dos víctimas del accidente. Mi trabajo como guía turístico me permite mantenerme y sentir que todavía puedo servir para algo.
La mayoría de los sobrevivientes hoy se aloja en las diminutas celdillas del gran edificio central. Los cuartos no tienen puertas ni ventanas y dan la impresión de un enorme panal, de donde le viene el nombre popular, La Colmena. Cuando el reactor fue construido, unas diez mil personas vivían allí.
Los que decidimos quedarnos nos hemos acostumbrado al alambrado electrificado, al olor fétido de las cloacas, a los cercos frecuentes de los soldados y a los rumores nunca verificados sobre criaturas monstruosas.
La ciudad se desmoronó lentamente, como un pastel. Durante meses el cielo dejó chorrear ríos hirvientes de agua turbia desde el hongo gigante. Hasta que toda el agua acabó. Grandes extensiones de tierra fueron abandonadas y repartidas entre algunos de los que quedaron. Eso creó una casta privilegiada que ganó apoyo de movimientos sediciosos externos a La Colmena. Así se consolidó el primer Cartel, cuando las milicias armadas se apropiaron de los campos y los instrumentos de trabajo. Dueños de todo por la fuerza de las armas, estos nuevos poderosos trajeron las drogas, la prostitución y los juegos clandestinos, cada uno con sus propios jefes. Entre las catacumbas pululaban las "damas de la noche", sexo fácil por algunas monedas. El gigante avispero fue cercado por un muro macizo insuperable con un solo portón de acero controlado desde dentro.
Siempre comienzo mi itinerario bajando por la Calzada de los Gigantes. El descenso suave y bien pavimentado es ideal para mi vehículo. El nombre se debe a unas piedras cilíndricas enormes que eran las bases donde se apoyaban las columnas ciclópeas del reactor. Fue todo lo que quedó después de la catástrofe. Además, fue allí que la desgracia comenzó para nosotros aquella tarde de primavera al salir de la escuela. Aproximando el oído a la pared rocosa, dentro de las heladas cavernas de desagüe de la usina, es posible oír la música lánguida de las estalactitas creadas por el abrupto choque térmico.
Los visitantes me preguntan por qué he decidido pasar el resto de mi vida en este estercolero desolado, como un paria. Cualquiera de los moradores de La Colmena que han sobrevivido a la calamidad respondería lo mismo: porque en el mundo de afuera sería un paria todavía peor. Porque aquí nadie me mira como un pedazo que sobró de otra cosa que era completa. Nos aferramos a la única vida que tenemos. Nos abrazamos a nuestra singularidad como una joya preciosa.
Puedo detenerme en ver cosas que antes no veía, porque no tenía tiempo o no me parecían importantes.
Puedo ir a la taberna los sábados de noche sin que los otros me miren como una aberración. Pero la degradación nos alcanzó a todos los que nos quedamos en este pozo. De una forma o de otra. Me vicié en alcohol y anfetaminas y de ahí pasé a consumir heroína. Hay millones de historias como esa, referidas a veteranos de guerra. Pero esta fue diferente. No éramos veteranos, no veníamos de ninguna guerra.
A veces me detengo un poco para escuchar el choque de los ejércitos de mariposas desorientadas arremetiendo contra los ventanales.
Sin iluminación, revolotean perdidas entre el pestañear equívoco de los candiles.
Abajo, sus sombras, oscuras y errantes, se deslizan sigilosas por los rincones. Las sombras se alargan como murciélagos gigantes entre los faroles de queroseno, cobrando vida propia en cada esquina.
Desde que todo comenzó, los paisanos han confundido las sombras con criaturas grotescas. Los sueños fueron poblados por perros de seis patas y caballos con cabeza de gallina. Cosas creadas por la imaginación convivían con fantasmas y pesadillas de verdad. Nunca vimos esas cosas. Las mutaciones comenzaron a ocurrir mucho después y no pasaron de algunas transformaciones discretas y previsibles.
Las aves fueron arrebatadas de sus nidos y cargadas en ráfagas de aire helado. Sin tener un hábitat apropiado donde procrear, cientos de especies fueron extinguidas. Ese es el horror que nadie ve. Ya han aparecido muchos oportunistas atrás de la información rimbombante. Siempre salieron con las manos vacías.
Pero hay diferencias que los lugareños percibimos. Estos tallos rojos y amarillos sostienen delicados ramos de helechos arqueados sobre la superficie del bañado. Han creado filosas cuchillas moradas con bordes dentados suaves como terciopelo.
Ahora ha pasado una golondrina toda blanca. Son las únicas que vuelan. Las demás han perdido las alas y andan cabriolando por los parques como conejos, descubriendo insectos.
Una paloma torcaz busca cobijo en las copas más altas de las hayas. La paloma bate el aire con alas de plástico duro crepitando como matracas, trac, trac.
Las proporciones han sido modificadas. Algunas cosas se han vuelto inmensas o muy pequeñas. Los tallos de las buganvillas son gruesos como troncos de roble. En los lugares donde la vegetación ha revivido, las hojas parecen altas torres de inmensas catedrales.
De noche, La Colmena cuelga pálidos globos de luz que lanzan sombras estiradas sobre la calle. Los árboles se han vuelto más largos y finos, las sombras de sus esqueletos retorcidos se arrastran por la hierba hasta tocar la puerta del pequeño parque infantil. Igual que todo lo que vive en La Colmena, ellos también esperan.
Durante años me pasé imaginando el silbato de un tren. «El último tren a Ravenna —me decían—. ¡Apúrate!»
Yo le pedí al conserje que subiera las escaleras en busca de mi equipaje. Todos se reían. Nunca existió ese tren.
«Oh, no. Espera. No es realmente un tren. Es un coche de emergencia. Ocurrió una infiltración y hay heridos.»
Mi mente forjó esa alarma muchas veces. Siempre había un tren que parecía llegar. Lo sigo oyendo desde mi silla de ruedas en el barracón en las noches de insomnio. Y cuando no lo oigo me lo imagino. Mis sentidos crean la bocina a lo lejos. Entonces lo veo cruzando el desierto, cuando las saetas puntiagudas de las orquídeas se levantan como velas transparentes apuntando a los cráteres en las noches de luna llena. Lo recreo. Lo construyo de nuevo. Es cuando siento aquellas ganas de irme. Después me resigno a oír sólo el viento que aúlla entre los chasquidos de las piñas cuando chocan contra la sopa espesa del barranco.
La Colmena Alberto Macadar RG da Serra, San Pablo /Brasil Junio, 2023
RG da Serra, San Pablo /Brasil
Junio, 2023
FIN
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