No Vengas a mí en el Blanco Invierno - Roger Zelazny y Harlan Ellison - Leer en el Movil


 No Vengas a mí en el Blanco Invierno

(Come to me not in winter's white) 
Roger Zelazny y Harlan Ellison



Esta es la historia de un Fausto del futuro que creyó haber vencido al tiempo, para verse finalmente burlado por él de un modo cruelmente irónico.
Ella se moría y él era el hombre más rico del mundo, pero no podía comprarle la vida. De modo que hizo lo único que podía hacer. Construyó una casa. Construyó la casa, diferente a todas. La trasladaron allí en una ambulancia, y sus pertenencias y muebles la siguieron en muchos camiones.
Llevaban algo más de un año de casados cuando apareció la enfermedad. Los especialistas sacudieron la cabeza y le dieron un nombre derivado del de la paciente. También pronosticaron que su muerte se produciría antes de un año y después de los seis primeros meses. Después se marcharon, dejando tras ellos una serie de recetas y el olor a antiséptico. Pero él no se sintió totalmente derrotado. Una cosa tan corriente como la muerte no podía derrotarle.
Porque él era el mejor físico empleado por la compañía AT & T en el año de nuestro señor y presidente Farrar, 1998.
(Cuando uno es incalculablemente rico por nacimiento, siente que el poder personal no vale nada; por consiguiente, tras haberle sido negadas las alegrías del trabajo duro y pesado y la miseria más abyecta, un hombre tal ha de labrarse un porvenir por sí mismo. Y él se convirtió, siendo inmensamente rico, en el mejor físico del mundo y de todos los tiempos. Lo cual fue suficiente para él... hasta que la conoció. Entonces, deseó mucho más.)
No tenía por qué trabajar para la AT&T, pero le gustaba. Le permitían el uso de los laboratorios de investigación, con todas las facilidades que ello suponía, para explorar en su afición favorita: el tiempo y su contracción.
Sabía más respecto a la naturaleza del tiempo que cualquier otro ser humano.
Podía afirmarse que Carl Manos era el mismo Cronos-Ops-Saturno-Padre del Tiempo, ya que además encajaba en la descripción, con su barba larga y negra, y su bastón semejante a una guadaña. Conocía al tiempo como nunca lo había conocido hombre alguno, y poseía el poder y la voluntad, además del amor, de explotar tal conocimiento.
¿Cómo?
Bien, estaba la casa. El mismo la planeó. La hizo construir en menos de seis semanas, solucionando por sí mismo una huelga a fin de asegurar que quedaría lista a tiempo.
¿Qué tenía de especial aquella casa?
Tenía una habitación; una habitación distinta a todas las demás del mundo entero.
En dicha habitación, el tiempo ignoraba las leyes de Albert Einstein, obedeciendo sólo las de Carl Manos.
¿Cuáles eran estas leyes y cuál era esta habitación?
Para invertir el orden de las preguntas, la habitación era el dormitorio de su amada Laura, que padecía de «lora manosismo», una enfermedad del sistema nervioso central cuyo nombre, como se ha dicho, los médicos habían derivado del nombre de la paciente. La enfermedad era tremendamente degenerativa; cuatro meses después del diagnóstico la enferma estaría postrada. Cinco meses, y sería una ciega incapaz de hablar. De seis meses a un año... sobrevendría la muerte. Mientras tanto, vivía en el dormitorio donde el tiempo temía entrar. Vivía allí, mientras él trabajaba y luchaba por ella. Era así porque por cada año que transcurría fuera del cuarto, dentro de él sólo pasaba una semana. Carl lo había dispuesto de este modo, y le costaba ochenta y cinco mil dólares semanales mantener el equipo necesario. Deseaba verla viva y curada, por muy costoso que ello resultase, aunque el aspecto de su barba cambiase a cada semana transcurrida para ella. Contrató especialistas y dotó económicamente a una fundación dedicada a la curación de su amada. Y cada día él envejecía un poco. Aunque ella tenía diez años menos que él, la diferencia aumentó rápidamente. Y no obstante, él trabajaba para que el tiempo transcurriese aún más despacio en el dormitorio.
—Señor Manos, el gasto es ahora de cien mil dólares semanales.
—Los pagaré —les dijo a los empleados de las compañías de luz y energía.
Y pagó. Cada año valía solamente tres días.
Y entraba en el dormitorio y hablaba con ella.
—Estamos a nueve de julio —dijo en una ocasión—. Cuando he salido de aquí esta mañana estábamos en Navidad. ¿Cómo te encuentras?
—Me falta la respiración —jadeó ella—. ¿Qué dicen los médicos?
—Aún nada —respondió él—. Se ocupan de tu problema, pero la respuesta aún no está a la vista. —No creo..., no creo que la encuentren.
—No seas fatalista, amor mío. Si existe un problema, tiene que haber una solución... y tenemos mucho tiempo por delante. Todo el tiempo del mundo.
—¿Me has traído un periódico?
—Sí. Esto te mantendrá animada. Ha habido una guerra relámpago en África y ha aparecido un nuevo candidato presidencial.
—Ámame, por favor.
—Te amo.
—No, esto ya lo sé. Por favor, bésame.
Sonrieron ambos ante el temor a pronunciar ciertas palabras, pero él la besó fervientemente.
Luego, tras aquel corto instante de verdad, él murmuró:
—Laura, he de decirte lo que ocurre. Todavía no hemos llegado a ninguna parte, pero los mejores neurólogos del mundo trabajan para mí. Ha habido otro caso cómo el tuyo desde que te encerraste aquí..., bueno, desde que estás aquí, y ya ha muerto. Pero los médicos han aprendido algo de ese caso y seguirán aprendiendo. Te he traído una nueva medicina.
—¿Pasaremos juntos la Navidad? —preguntó ella.
—Si quieres...
—¡Oh!, sí.
Y él la complació.
Llegó por Navidad, y juntos adornaron el árbol y abrieron los regalos.
—¡Valiente Navidad sin nieve! —comentó Laura.
Pero él le llevó nieve, un leño Yule y su amor.
—Me parece —susurró ella— que a veces ya no puedo mantenerme en pie. Tú haces cuanto puedes sin lograr nada, de modo que sólo sirvo para molestarte. Lo siento.
Medía metro sesenta de estatura y tenía el cabello negro. ¿Negro? Tanto, que casi era azul, y sus labios ostentaban un tono rosado, como un par de conchas de coral. Sus ojos eran como un crepúsculo sin nubes, donde el día se ponía en el azul. Sus manos temblaban levemente cuando las movía, que era muy pocas veces.
—Laura —repuso él—, mientras ambos estamos aquí sentados, ellos trabajan. La solución, la cura, vendrá... con el tiempo.
—Lo sé.
—Aunque a veces te preguntas si habrá bastante tiempo. ¡Oh!, sí, lo habrá. El tiempo no pasa virtualmente para ti, mientras que fuera lo hace con increíble rapidez. No te preocupes. Descansa. Te devolveré la salud.
—Lo sé —asintió Laura—. Es que a veces... me desespero.
—No sufras.
—No puedo impedirlo. —Sé respecto al tiempo más que nadie del mundo. Y tú lo tienes de tu parte. Blandió el bastón como un sable, cortando las rosas que crecían por el muro.
—Puedes perder un siglo —continuó rápidamente, como si odiara perder un segundo— sin que te perjudique en absoluto. Puedes aguardar la solución. Más pronto o más tarde habrá una respuesta. Si estoy fuera de aquí unos meses, para ti sólo pasa un día. No temas. Te curarás y volveremos a estar juntos en un día resplandeciente. Pero, ¡por el amor de Dios, no te inquietes! ¡Ya sabes lo que te dijeron sobre las conversaciones psicosomáticas!
—Sí, que no debía sufrir ninguna.
—Entonces, obedece. Todavía puedo utilizar otros trucos con el tiempo... como la congelación. Y créeme, todo saldrá bien.
—Sí —asintió ella, levantando su copa de «niebla islandesa»—. ¡Feliz Navidad!
—¡Feliz Navidad!
Pero incluso para un hombre incalculablemente rico, la falta de atención con respecto al restablecimiento de su fortuna, la ferocidad monomaníaca en conseguir un objetivo y el gasto constante, desbordante, conducen inevitablemente a un fin. Y aunque dicho fin estuviera aún lejano, aunque hubiese más años de los necesarios, pronto se puso en claro para cuantos le rodeaban que Carl Manos se había comprometido a una empresa que acabaría con su destrucción. Al menos, financieramente. Y para ellos ésta era la peor forma de destrucción. Ya que no vivían en las ideas de Manos y no sabían que había otras destrucciones mucho peores.
A principios de verano, él fue a verla con un disco de dúos de zarzuela, cantados por La Cruz e Hidalgo Bretón. Se sentaron muy juntos, con las manos enlazadas, y escucharon durante todo julio y agosto las voces de otros que también estaban enamorados. Carl sólo observó la angustia de su joven esposa cuando agosto estaba finalizando y el disco quedó silencioso.
—¿Qué te ocurre? —indagó suavemente.
—No es nada; nada, de veras.
—Cuéntamelo.
Entonces, ella le habló de su soledad.
Y se maldijo a sí misma por su ingratitud, por su falta de conciencia, por su falta incluso de paciencia. Él la besó gentilmente y le aseguró que trataría de remediar tal estado de cosas.
Cuando salió del dormitorio, el primer frío de setiembre doblaba la esquina del mundo. Pero se ocupó de buscar un remedio a la soledad de Laura. Pensó primero en vivir en el dormitorio y llevar a cabo sus experimentos en él, sin tiempo. Pero esto era imposible por diversos motivos..., la mayoría de los cuales se referían precisamente al tiempo. Por otra parte, necesitaba mucho espacio para realizar los experimentos, y construir anexos al dormitorio era imposible. Además, sabía que no tenía ya bastante dinero para ampliar los experimentos.
De modo que encontró la única solución.
Hizo que su fundación buscara a un compañero adecuado por el mundo entero. Y al cabo de tres meses, sometieron a su aprobación una lista de posibles candidatos. Dos personas. Sólo dos.
La primera era un joven llamado Thomas Grindell, un muchacho inteligente e ingenioso que hablaba siete idiomas, había escrito una historia de la humanidad bastante aceptable, había viajado mucho, era sincero y, además, en todos los aspectos, la compañía más perfecta.
La segunda era una mujer muy poco atractiva llamada Yolande Loeb. Poseía tantas cualidades como Grindell, había estado casada y divorciada, y escribía poemas excelentes. Por lo demás, había dedicado casi toda su vida a diversas reformas sociales.
Carl Manos, a pesar de estar absorto en su problema, logró intuir las posibles consecuencias de su elección. Y descartó el nombre de Grindell.
A Yolande Loeb le ofreció las tentaciones mellizas de una existencia más larga y una compensación financiera suficiente para vivir sin agobios durante tres vidas. Y la mujer aceptó.
Carl Manos la llevó al dormitorio y antes de que la puerta se abriera desde el control del tablero de mando, le dijo:
—Quiero que Laura sea feliz. Ha de mantenerla ocupada. Sea lo que fuere lo que desee, ha de conseguirlo. Sólo le pido esto.
—Haré cuanto pueda, señor Manos.
—Laura es una mujer maravillosa, y estoy seguro de que usted acabará por quererla.
—También lo creo yo.
Carl abrió la antesala y entraron. Cuando se hubieron neutralizado temporalmente, abrieron la puerta interior y Carl penetró en el dormitorio con Yolande.
—Hola.
Laura abrió mucho los ojos cuando vio a su nueva compañía, pero cuando Carl le contó que se trataba de la nueva amistad que necesitaba, sonrió y le besó a él la mano.
—Laura y yo tenemos mucho tiempo por delante para conocernos —murmuró Yolande Loeb—. Por tanto, ¿por qué no pasan ustedes algún tiempo juntos?
Se retiró al lugar más apartado de la habitación, a la biblioteca, y cogió una novela de Dickens.
Laura atrajo a Carl hacia sí y le besó.
—Eres tan bueno conmigo...
—Porque te amo. Es así de sencillo. Ojalá todo lo fuese tanto.
—¿Cómo van las investigaciones?
—Lentamente, pero se acerca la solución.
Laura estaba inquieta por su marido.
—Pareces tan fatigado, Carl...
—Cansado, no fatigado. Hay una gran diferencia.
—Y te estás haciendo muy viejo.
—Opino que el gris de la barba es de una gran distinción.
Laura se echó a reír al escuchar estas palabras, pero Carl se alegró de haber traído a la Loeb y no a Grindell. Estando los dos juntos en una habitación donde el tiempo casi no transcurría, durante unos meses interminables que para ellos no lo habrían sido, ¿quién sabe lo que podía haber ocurrido? Laura era una mujer de belleza extraordinaria. Y cualquiera podía enamorarse de ella. Pero con la señorita Loeb como compañera..., bueno, esto era seguro.
—He de irme. Hoy probamos un nuevo catalizador. O mejor, lo probamos hace unos días... cuando vine aquí. Volveré lo antes posible.
Laura asintió, comprensiva.
—Ahora que tengo compañía, no me aburriré tanto hasta tu regreso, querido.
—¿Deseas que traiga algo especial la próxima vez?
—¿Incienso de sándalo?
—De acuerdo.
—Ahora ya no estaré sola —repitió ella.
—No, eso espero. Bien, adiós.
Y se marchó, dejando juntas a las dos mujeres.
—¿Conoce a Neruda? —preguntó Yolande.
—¿Cómo?
—Al poeta chileno. Las montañas de Machu Picchu. Una de sus mejores obras.
—No, creo que no.
—La tengo aquí. Es una obra de un poder centelleante. Tiene mucha fuerza interior, y pensé que usted...
—...Podría extraer energías de la misma mientras espero a la muerte. Gracias, no. ¡Oh, no! Ya ha sido bastante penoso pensar en todas las cosas que las pocas personas cuyas obras he leído han dicho respecto al fin de la vida. Soy cobarde y sé que un día moriré como todo el mundo. Pero en mi estado actual tengo un horario programado, muy estricto. Esto ocurre, y ocurre lo otro, y todo ha terminado. Lo único que existe entre la muerte y yo es mi marido.
—El señor Manos es un hombre excelente. Y la ama mucho.
—Gracias. Sí, lo sé. Por tanto, si desea usted consolarme a este respecto, le diré que no estoy especialmente interesada en ello.
Pero Yolande Loeb frunció los labios y tocó a Laura en un hombro.
—No, nada de consuelos —murmuró—. En absoluto.
Hizo una pausa y continuó:
—Valor o fe, quizá sí. Pero no consuelo ni resignación —añadió—. «La muerte irresistible me invitó muchas veces: / Fue como la sal escondida entre las olas / y lo que su invisible fragancia sugería / eran fragmentos de naufragios y montañas / o vastas estructuras de vientos y neviscas.
—¿Qué es esto?
—El principio de Cuarta Sección.
Laura abatió los párpados.
—Cuénteme todo el argumento.
—«De aire a aire, como una red vacía —citó Yolande, con tono profundo, impresionante, con acento de ligereza—, dragando las calles y la atmósfera ambiental, yo vine / pródigo, a la coronación del otoño...»
Laura escuchaba, presintiendo cierta variación de la verdad.
Al cabo de un tiempo alargó la mano, y las puntas de los dedos de ambas se tocaron suavemente.
Yolande le habló de su infancia en el kibutz, y de su matrimonio fracasado. Le contó toda su vida y los sufrimientos pasados.
Laura lloró al escuchar tales desgracias.
Y durante varios días se sintió muy mal.
Y no obstante, aquellos no fueron días para Carl Manos, que también se sentía muy mal. Conoció a una joven con cuya compañía disfrutó, hasta que ella le confesó su amor por él. Entonces la abandonó como a un zumaque envenenado con patatas fritas. Al fin y al cabo, el tiempo —su amigo, su enemigo—, tenía un pacto firmado con él y Laura. Y no había lugar para más extraños en aquel fatal terceto.
Maldijo, pagó las cuentas, y trató de conseguir que el tiempo le ayudara más aún.
De repente, sufrió mucho. Nada sabía de Pablo Neruda, Pasternak, García Lorca, Yevtushenko, Alan Dugan, Yeats, Brooke, o Daniels..., de ninguno de ellos, y aquellos días Laura hablaba de esos autores de forma constante. Como no podía responder a las citas de ella, se limitaba a asentir. Y continuó asintiendo una y otra vez.
—¿Eres feliz con este arreglo? —le preguntó finalmente.
—¡Oh, sí! Claro —respondió Laura—. Yolande es maravillosa. Y me alegro de que la invitaras.
—Bravo. Al menos, esto ya es algo.
—¿A qué te refieres? —quiso saber ella.
—¡Yolande! —gritó Carl, súbitamente—. ¿Cómo está?
Yolande Loeb surgió de la zona de la habitación separada por un biombo, a la cual solía retirarse discretamente durante las visitas de Carl. Afirmó con el gesto y sonrió débilmente.
—Estoy muy bien, señor Manos, gracias. ¿Y usted?
Hubo una ligera ronquera en su voz cuando avanzó hacia él, y viendo que sus ojos estaban fijos en su barba, Carl se echó a reír.
—Empiezo a sentirme, algo prematuramente tal vez, como un patriarca —respondió.
Yolande sonrió, y aunque el tono de Carl había sido ligero, volvió a experimentar su sufrimiento anterior.
—He traído unos regalos —prosiguió, dejando unos paquetes sobre la mesa—. Las últimas obras de arte y grabaciones, discos, algunas películas excelentes, y poemas que los críticos juzgan excepcionales.
Las dos mujeres se aproximaron a la mesa y empezaron a afanarse cortando cintas, abriendo paquetes, y dando las gracias por cada artículo que veían, dejando escapar murmullos de placer y contento. Estudiando el rostro feúcho de Yolande, con su nariz respingona, sus numerosas pecas, la pequeña cicatriz en la frente, y sin apartar sus ojos del rostro de Laura, Cari enrojeció y sonrió, con las dos manos sobre el bastón, mientras pensaba que su elección había sido acertada. Ante esta idea, algo se retorció suavemente dentro de él, y de nuevo experimentó aquel extraño dolor.
Al principio, no acertó a analizar sus sentimientos. Sin embargo, siempre volvía a él como acompañamiento del recuerdo de aquella visión: las dos mujeres moviéndose en torno a la mesa repleta de paquetes, hojeando los libros, sosteniendo las cintas magnetofónicas ante sus ojos para examinar las grabaciones y charlando de los nuevos tesoros, excluyéndole a él por completo.
Era una sensación de alejamiento, como el resultado de una pequeña separación, pero podía ser algo más. Las dos mujeres tenían algo en común, algo que no existía entre Laura y él. Compartían el amor por el arte, al que él había concedido muy poco tiempo. Asimismo, estaban juntas en una zona bélica, solas en una habitación asediada por su enemigo, el tiempo. Y esto las había unido más aún, pues compartían la experiencia de desafiar a la edad y a la muerte. Poseían aquella habitación donde él era ya un extraño. Era...
De pronto, decidió que estaba celoso, y la idea le sorprendió. Estaba celoso de lo que las dos compartían en común. Este pensamiento le asombró, le aturdió. Pero entonces, impresionado por la sensación de falta de valor personal, reconoció dicha impresión como otra prueba de este estado. Y trató concienzudamente de apartar este sentimiento lejos de sí.
Pero, por supuesto, nunca había habido otra Laura ni otro menaje como el suyo.
¿Era en la culpa donde debía buscar la respuesta?
No estuvo seguro.
Pidió por clave una taza de café recién hecho, y cuando llegó, sonrió a los ojos, tal vez los suyos, que le contemplaban a través del vapor y la negrura de la superficie de la taza. Su conocimiento de los antiguos se había detenido en sus leyendas y teorías del tiempo. Cronos, o el tiempo, había sido castrado por su hijo, Zeus. Con esto, se decía, los sacerdotes y los oráculos querían dar a entender que la noción del tiempo no puede brindar cosas nuevas, sino que ha de repetirse a sí misma, complaciéndose con las variaciones de lo que siempre ha existido. Y por esto, Carl sonrió.
¿No era la enfermedad de Laura algo nuevo en el mundo? ¿Y no era él el dueño del tiempo? ¿No era este dominio suyo la causa de otra cosa: el remedio de la enfermedad?
Olvidados al mismo tiempo la culpa y los celos, sorbió el café, tabaleando con los dedos para dejar oír una melodía desconocida, mientras las partículas y antipartículas bailaban ante él en sus cámaras, y de este modo el tiempo se mantenía quieto.
Y cuando aquella tarde resonó el visor, aquella tarde en que él estaba allí sentado, como humo blanco, delante del Tachytron, con las arcaicas gafas levantadas hasta la frente, una taza de café frío delante, sobre el tablero de mando; mientras estaba como sentado en su propio interior, apartó de sí la recordada culpa para cambiarla por una premonición.
El visor volvió a llamar.
Sería un médico... y tal vez...
Los resultados de los últimos experimentos (viajes al arco iris, adonde ningún físico había llegado antes) se habían integrado con la labor de los médicos, y su premonición se transformó en una realidad maravillosa.
Fue a notificarle a Laura que habían vencido; fue a la habitación fuera de la cual el tiempo asediaba con frustración creciente; fue a restablecer la plena medida de su amor.
Fue al lugar donde las encontró amándose.
Solo, fuera de la habitación donde el tiempo aguardaba finalmente saboreando ya el sabor de la victoria, Carl Manos vivió más vidas de las que ninguna habitación especial podía procurar. No hubo escenas, excepto en el silencio torturador. No hubo palabras, excepto en las impresiones de los tres que estaban rodeados por cuanto había sucedido en aquel dormitorio, encerrado de manera invisible en las paredes.
Naturalmente, querían estar juntas. No necesitó preguntarlo. Juntas y solas en la habitación sin tiempo donde habían conocido él amor, juntas en la habitación donde Carl Manos no volvería a entrar. Todavía la amaba, cosa que jamás cambiaría. Por lo tanto, sólo le quedaban dos caminos.
Podía trabajar durante el resto de su inútil existencia para seguir pagando a las compañías de luz y energía, a fin de que la habitación siguiera funcionando. O podía suprimir dicha energía. Claro que para suprimirla por completo tendría que esperar. Esperar a que el tiempo vencedor transformara su amor en una especie de odio que le impulsara a suspender el funcionamiento de la habitación.
No hizo ninguna de ambas cosas. Como sólo tenía dos caminos, escogió un tercero, una elección que no tenía, que nunca había tenido.
Fue hacia el tablero de mando y efectuó la maniobra más acertada: aceleró el tiempo de la habitación. Ahora, incluso el tiempo, moriría allí dentro. Y después, falto de valor, salió de allí.
Yolande estaba sentada, leyendo. Otra vez Neruda. ¡Cómo solía volver a él!
En la cama, la que había sido Laura yacía en descomposición. El tiempo, sin darse cuenta de nada, ni siquiera de su misma existencia, sin saber que todos eran sus víctimas, incluso él mismo, había obtenido finalmente la victoria.
—«Ven, diminuta vida —leía Yolande—, entre las alas de la Tierra, mientras tú, cristal helado en el aire machacado, / separando esmeraldas en orden de batalla. / ¡Oh!, aguas salvajes, cae de las gemas de la nieve.»
«Amor, amor, hasta que la noche se desmaye
desde el cantarín pedernal de los Andes,
hasta las rojas rodillas del alba,
sal y contempla al hijo ciego de la nieve.»
Yolande dejó el libro sobre su regazo, y se reclinó en la butaca, con los ojos cerrados. Y para ella, los años transcurrieron rápidamente.


FIN


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