Norma de la Casa - Poul Anderson - leer en el móvil


 Norma de la Casa
(House Rule)
Poul Anderson



Buscadla por todas partes y a cualquier hora, durante el día, el crepúsculo o la noche, en una antigua callejuela, en un terreno baldío o un bosque donde cazadores cuyos ojos no siguen el rastro podrán pasar a su lado sin verla. Yo mismo encontré la manija de su puerta bajo mis dedos y su letrero crujiendo sobre mi cabeza cuando estaba a punto de entrar al salón de un buque en alta mar. Es imposible buscar esta casa; ella te buscará a ti. Pero debes estar alerta a su efímera presencia y lo bastante animado, o curioso, o desesperado, o ansioso de aventuras para entrar esa primera vez. A partir de entonces, si no abusas de su hospitalidad, se te permitirá volver de vez en cuando.
Naturalmente, todas las probabilidades están en tu contra. Pocos tienen esta suerte. Pero también tú puedes resultar favorecido algún día, ya que nadie sabe las condiciones que pone el propietario para admitir a sus huéspedes y, cuando se las preguntan, se limita a decir que acepta a las personas que tengan buenas historias con que pagarle. Así pues, mantente dispuesto a todo y quizá, sólo quizá, tendrás la gran suerte de unirte a nosotros en la taberna llamada el Viejo Fénix.
No sé exactamente por qué el tabernero y su esposa creen que yo merezco el honor. Hay muchísimas personas de más valía, en todos los infinitos manojos dimensionales, a las que jamás he conocido. Cuando sugiero tal posibilidad, mi anfitrión se encoge de hombros, sonríe y evade elegantemente la cuestión, una táctica en la que es experto. Simplemente, no he coincidido con algunas de tales personas, es indudable. Al fin y al cabo un huésped sólo puede quedarse hasta la mañana siguiente. Después la casa no reaparecerá para él durante un lapso que en mi caso siempre había sido de un mes como mínimo. Además, sospecho que, aparte de ser un nexo de universos, la taberna existe en varios niveles espacio-temporales propios.
Bien, no especulemos con lo incontestable. Quiero narrar un incidente que me es imposible apartar del pensamiento.
Aquella noche habría sido muy espectacular, aunque no hubiera sucedido nada más que mi conversación con Leonardo da Vinci. Reconocí a ese hombre alto y de barba dorada en el instante que entró en la taberna y sacudió las gotas de lluvia de su capa, y me aventuré a presentarme. En conjunto, los que estamos en el Viejo Fénix formamos un grupo amigable e informal. Lo que fundamentalmente hacemos es conocer a otras personas. Además, nadie de entre los que ya estaban allí, excepto el tabernero, su esposa y yo, sabía hablar italiano. Oh, Leonardo podía haberse entendido en latín o francés con la monja que estaba sentada aparte y que nos escuchaba en silencio. Con todo, sus acentos habrían hecho muy laboriosa la conversación.
La tabernera estaba ocupada sirviendo cerveza a Erik el Rojo, Sancho Panza y Nicholas van Rijn, haciendo de intérprete y charlando en noruego primitivo, un dialecto campesino del español y el argot de un futuro de viajes espaciales, en tanto que de vez en cuando se servía ella misma una jarra llena. Mi anfitrión, entre cuyos múltiples nombres yo solía elegir el de Tabernero, estaba en un oscuro rincón en compañía de seres que yo no distinguía bien, excepto por su apariencia incorpórea y repleta de pequeñas chispas que parecían estrellas. La redondeada cara del Tabernero era más solemne de lo acostumbrado, se pasaba muchas veces la mano por su pelada coronilla, y los sonidos que salían de su boca, en respuesta a esos huéspedes, eran un murmullo de vibraciones y zumbidos.
De modo que Leonardo y yo estuvimos solos hasta que la monja se inmiscuyó, sentándose tímidamente a nuestra mesa. Mis conocimientos lingüísticos incluyen variedades medievales del francés. Ser cliente del Viejo Fénix estimula poderosamente tales estudios. Pero en aquel momento estábamos tan excitados los dos que, pese a saludar a la religiosa con toda la cortesía que el Tabernero espera de nosotros, ninguno prestó atención a su nombre. Por mi parte, apenas observé que el rostro oculto bajo la toca era francamente hermoso. Entendí que ella estaba en un convento de Argenteuil del siglo XII. Pero la monja se conformó con sentarse y tratar de seguir nuestra plática. El florentino del renacimiento no era un dialecto desesperadamente extraño a su lengua materna.
La charla se desarrolló fundamentalmente en torno a Leonardo. Con un par de vasos de vino para tranquilizarle, su mente se remontó y planeó como un águila sometida a la violencia del viento. Era su segunda noche en la taberna, y la primera, como es lógico, había constituido una experiencia tan sorprendente que todavía estaba asimilándola. Pero la bebida de nuestra taberna, igual que la comida, es sobrenaturalmente soberbia. (No puede ser de otra forma. El Tabernero puede surtirse en todos los mundos, en todas las etapas de un hipercosmos que, quizá, está infinitamente ramificado en sus líneas de probabilidad.) Leonardo no tardó mucho en sentirse a gusto. En respuesta a una pregunta, me dijo que estaba viviendo en Milán en el año 1493 y que tenía cuarenta y un años de edad. Esto concordaba con mis conocimientos. Con toda probabilidad, era el mismo Leonardo que había existido en mi continuo. Ciertamente, por lo que dijo, se hallaba en la cumbre de su fama, esplendor, facultades y anhelos.
—Pero, Messer, ¿por qué no podéis explicaros mejor? —me preguntó. Su voz era profunda y musical.
—Podría hacerlo —repliqué—. Nadie me ha dado nunca una relación de normas estrictas. Supongo que juzgan individualmente todos los casos. Pero... ¿se arriesgaría usted a ser excluido para siempre de este lugar?
Su corpulenta figura se agitó en la silla. Iba lujosamente vestido, aunque el colorido de su ropa habría sido considerado apagado en una época de tintes sintéticos como la mía. Recorrió la taberna con la mirada y en ese momento vi a la monja admirando la silueta de Leonardo. ¿Lo hacía conscientemente? Era francamente hermosa, admití para mis adentros. Un hábito oscuro y deforme, hecho de lana más bien maloliente y, con toda probabilidad, pesado e irritante, no podía ocultar del todo una figura joven y esbelta. Rasgos delicados y unos ojos muy grandes destacaban en su pálido semblante. Me pregunté por qué se había hecho religiosa. Era algo inexplicable, por más que viviera en un mundo determinado.
Estábamos encerrados en una sala alegre y espaciosa con paredes de madera de roble tallada y bajo un sólido techo, también de madera. En el elegante hogar de piedra ardían unos troncos que despedían un grato aroma y daban más calor del que podía esperarse, de la misma forma que las velas de los candelabros proporcionaban más iluminación de la previsible. Esa luz descendía sobre sillas que rodeaban pequeñas mesas, sillones solitarios y bancos que flanqueaban la gran mesa central, dispuesta de modo ideal para favorecer la camaradería. El resplandor llegaba a las paredes e iluminaba libros, fotografías y recuerdos de mundos lejanos. En un extremo, tras alumbrar la barra donde permanecía en pie la tabernera con sus jarras de cerveza, botellas y vasos, la luz se desvanecía más allá de una puerta abierta. Pero pude distinguir una escalera que conducía a unas habitaciones limpias y sencillas en que se podía dormir si se deseaba. (Los clientes raramente lo hacen. La compañía es demasiado buena y las horas demasiado preciosas.) Las ventanas siempre están cerradas, tal vez porque no darían a ninguno de los mundos a que se abre la puerta principal, sino a algo muy peculiar. Ese pensamiento hace que el interior resulte todavía más confortable.
—No —dijo Leonardo tras suspirar—. Creo que yo también me mostraré precavido. Y sin embargo..., es difícil de entender. Si estamos aquí más que nada para dialogar, para que Messer Albergatore disfrute del espectáculo y los relatos, ¿por qué pone límites a nuestra conversación? Por ejemplo, os aseguro que no tengo miedo de saber a través de vos la fecha y forma de mi muerte, si es que lo sabe. Dios me llamará cuando Él lo desee.
—Una gran verdad —respondí—, porque yo no formo necesariamente parte de su futuro. Por todo lo que sabemos, puedo estar viviendo en el futuro de otro Leonardo da Vinci cuyo destino no es, o no fue, el suyo. En consecuencia, sería absurdamente desagradable discutir ciertas cuestiones.
—¿Pero y todo lo demás? —protestó—. Me habéis dado a entender la existencia de máquinas voladoras, autómatas, elixires inyectados en la carne que evitan las enfermedades... ¡Oh, un sinfín de maravillas! ¿Por qué debéis limitaros a insinuar las cosas?
—Messer, usted posee el intelecto preciso para saber la razón. Si le proporcionara un excesivo conocimiento o visión del futuro, ¿qué resultaría de ello? Carecemos de sabiduría y moderación, somos mortales. El Tabernero tiene una... ¿una licencia?... para distraer a algunos de nosotros. Pero debe ser una estricta distracción. Nada decisivo puede suceder aquí. Aquí, al Viejo Fénix, llegamos y partimos como en sueños.
—¿Qué podemos hacer, entonces?
—Oh, podemos hablar de cualquier arte, contar historias reales o imaginarias, discutir los misterios eternos de nuestra naturaleza, objetivo y significado, cantar, jugar, contar chistes o, simplemente, estar juntos... Pero no es correcto que me muestre tan ampuloso con usted. Me siento muy honrado y embarazado y me gustaría escuchar cualquier cosa que usted quiera decirme.
—Bien, si no vais a explicarme cómo funciona la máquina voladora... —replicó, humanamente complacido—. De todos modos, lo comprendo. Saberlo no me sería de gran utilidad, puesto que carezco del conocimiento y medios acumulados durante cuatro o cinco siglos. Así pues, os ruego que prosigáis en el punto donde os interrumpí. Acabad de relatar vuestra aventura.
Narré mis recuerdos acerca de un avión que se había visto forzado a aterrizar a la altura del Círculo Ártico y la ayuda que habíamos recibido de algunos esquimales. Las preguntas de Leonardo en torno a éstos fueron muy incisivas, llevándole a recordar sus propias experiencias y efectuar observaciones sobre la variedad y rareza del hombre. Tal como he dicho antes, sólo esto, aunque no hubiera sucedido nada más, habría hecho de aquella noche una de las más memorables de mi vida.
La puerta se abrió y cerró. Oímos una pisada y captamos fugazmente calles de una ciudad, que también servían de vertederos y cloacas, y apiñadas casas de madera bajo un cielo nuboso. El hombre recién llegado era más bien bajo de estatura para mi criterio o el de Leonardo, y sus facciones, muy arrugadas aunque todavía vigorosas, indicaban que estaba en edad madura. Un cabello oscuro y entrecano le caía por debajo de las orejas. Llevaba un sencillo gorro de terciopelo y vestía ropa monástica, con rosario y crucifijo, aunque con zapatos y medias en lugar de sandalias. Su porte era esbelto y erguido, su mirada extraordinariamente vivaz.
El Tabernero se excusó ante sus compañeros de plática y se apresuró a saludar al recién llegado.
—Ah, bien venido, bien venido de nuevo —dijo en francés antiguo. En langue d'oil, para ser exacto—. En aquella mesa hay dos caballeros cuya compañía seguramente le complacerá. —Cogió al monje por el brazo—. Venga, permítame que le presente, ilustre maestro Abélard...
La voz de la monja le interrumpió. La mujer se levantó bruscamente, volcando la silla.
—¡Pier! -—gritó—. Oh Jesús, María... ¡Pier!
Y él se quedó inmóvil durante un instante, como si una espada clavada en sus entrañas le impidiera andar.
—Héloise —dijo con voz ronca—. Pero vos estáis muerta. —Se persignó repetidas veces—. ¿Habéis vuelto vos, vos, a confortarme, Héloise?
El Tabernero parecía estar desconcertado. Debía haber olvidado la presencia de la monja. Las conversaciones y el ruido de los dados sobre la barra cesaron. Los clientes difusos y estrellados se quedaron inmóviles. Los únicos sonidos procedían del hogar.
—No, qué estáis diciendo. Estoy viva, Pier —balbuceó la monja—. Pero vos, mi pobre y herido amor...
La religiosa avanzó tambaleante hacia él. Vi cómo el hombre hacía ademán de retroceder antes de cobrar fuerzas y extender sus brazos.
Se abrazaron y permanecieron así.
—¡Perfecto, maravilloso para ustedes, queridos! —gritó de repente nuestra rolliza y maternal tabernera.
La pareja no se dio cuenta. Sólo estaban pendientes de ellos mismos. Los demás nos tranquilizamos un poco. No era, evidentemente un acontecimiento desgraciado. Erik alzó su cuerno de beber. Sancho se rio a carcajadas ante la conducta de los dos religiosos, van Rijn levantó su jarra en petición de más cerveza, los extranjeros del rincón susurraron y centellearon y el Tabernero se contrajo de hombros burlonamente.
—¿He oído bien? —murmuró Leonardo, inclinándose sobre la mesa—. ¿Es cierto que se trata de Héloise y Abélard?
—Debe de serlo —contesté. No sabía cómo reaccionar—. Aunque, quizá, no los de su historia o la mía.
Leonardo había captado la idea de universos paralelos en una realidad multidimensional, en algunos de los cuales la magia era real y en otros no, en algunos de los cuales habían vivido realmente el rey Arturo u Orlando el Furioso, en algunos de los cuales Da Vinci no había existido.
—Bien, de una forma muy rápida, no sea que digamos inadvertidamente algo nocivo, comparemos lo que nuestras crónicas explican sobre ellos —repuso Leonardo.
—Peter Abélard fue el mayor escolástico de su siglo —empecé a explicar, mientras intentaba, en vano, apartar mis ojos de la sollozante pareja—. Tenía más de cuarenta años cuando conoció a Héloise, una muchacha de poco más de veinte. Ella era sobrina y pupila de un canónigo poderoso y de ilustre cuna. Se enamoraron, tuvieron un hijo, no pudieron casarse a causa de la carrera eclesiástica de él, pero... Bien, el caso es que el tío de ella lo descubrió y se encolerizó. Contrató a una banda de pendencieros para que acecharan a Abélard y le castraran. Después de eso, Héloise ingresó en un convento, de nuevo por deseo de su tío, creo, y jamás volvió a ver a su amante. Pero el vínculo que les unía permaneció inalterado. El mundo siempre recordará las cartas que ambos se escribieron. Y en mi tiempo, yacen bajo el mismo sepulcro.
—Sí, se parece a lo que yo había leído —asintió Leonardo—. Creo recordar que se casaron, si bien en secreto.
—Quizá falle mi memoria.
—O la mía. Fue hace mucho tiempo. Para nosotros. Pero ¡santo cielo, están los dos allí...!
Es posible que ellos recordaran conscientemente que éste era el único lugar donde podían verse. O quizá, como la mayoría de personas de su época, poseyeran una limitada noción acerca de la intimidad. O tal vez no les importaba en absoluto. Yo escuché los desatinos que decían mientras lloraban.
Procedían de distintas líneas temporales. Ella podía pertenecer a la de Leonardo y mía, suponiendo que las nuestras fueran las mismas. Su historia nos era familiar a los dos. Pero él todavía era un hombre cabal. Para él, ella había muerto dando a luz hacía tres años.
Mientras tanto, el Tabernero les condujo hasta un apartado sofá y su esposa fue a buscar refrescos... que ellos ni siquiera vieron. Y huésped y huésped musitaron para ellos algo que nadie más podía oír, ni deseaba hacerlo. Como medio avergonzados, los del bar siguieron bebiendo, los del rincón permanecieron en silencio y Leonardo y yo volvimos a nuestra charla.
Mi compañero no tardó mucho en superar su embarazo. No puede afirmarse que la impresionabilidad fuera un rasgo notable del Renacimiento. Puesto que ambos sabíamos tan poco acerca de las ramificaciones de la existencia, estábamos en libertad para maravillarnos en voz alta al respecto. Leonardo empezó a construir un mundo hipotético: suponed que Marco Antonio hubiera triunfado en Accio, debido a que la biblioteca de Alejandría no hubiera ardido durante el cerco de Julio César y que en ella se encontraran los planos de Heron para una nave guerrera sumergible. Bien, de un modo plausible, es algo que sucedió en alguna parte entre las múltiples dimensiones... Estas suposiciones hicieron que también yo, aportando mi opinión en este u otro punto, casi me olvidara de la monja y su escolástico.
La puerta nos interrumpió de nuevo. Fue media hora más tarde. O una hora, no estoy seguro. En esa ocasión atisbé un prado, árboles y edificios de ladrillo rojo cubiertos de hiedra antes de que la puerta volviera a cerrarse. El hombre que había entrado era viejo y de corta estatura, aunque se conservaba bastante robusto. Llevaba una camisa de cuello abierto, un suéter con abundante pelusa, pantalones desteñidos y zapatos de lona en muy mal estado. Un halo de pelo blanco enmarcaba el tipo de rostro judío, sencillo y afable, pero al mismo tiempo pensativo y vigoroso, que a Rembrandt le gustaba retratar.
Vio juntos a Héloise y Abélard y esbozó una sonrisa de incertidumbre.
Guten Abend —se aventuró a decir. Después, en inglés, añadió—: Buenas noches. Tal vez sería mejor que yo no...
—¡Ah, quédese! —exclamó el Tabernero, corriendo hacia él, en tanto que sus ojos enfocaban la cara de van Rijn y mi corazón latía apresuradamente.
El Tabernero cogió por el codo al recién llegado y le condujo hacia nosotros.
—Insisto en que se quede —apremió—. Es cierto, hemos tenido una escena, pero inofensiva, sí. Yo diría que benigna. Y hay un caballero aquí que usted deseaba conocer, lo sé. —Llegó a nuestra mesa y efectuó un espléndido gesto ceremonioso—. Messer Leonardo da Vinci... Herr Doktor Albert Einstein...
Di por supuesto que me había incluido a mí. Naturalmente, el italiano no había oído hablar del judío, pero presintió la importancia de éste e hizo una profunda reverencia. Einstein, más apocado, respondió empero con similar donaire y tomó asiento. A su alrededor todo eran cuchicheos de cortesía.
—¿Les importa que fume? —preguntó el físico.
No teníamos inconveniente, así que Einstein encendió una pipa, en tanto la tabernera traía nuevas bebidas. No obstante, ninguno de mis compañeros de mesa bebió más de un sorbo y yo no estaba dispuesto a desperdiciar esta oportunidad emborrachándome como estaban haciendo los del bar.
Además, me correspondía hacer de intérprete. El italiano de Einstein era muy escaso y de una época varios siglos posterior a la de Leonardo, que no sabía alemán ni inglés. Yo fui el intérprete. ¿Comprenden ahora por qué no arriesgaré jamás mi posibilidad de acceso al Viejo Fénix?
Necesitaron algún tiempo para animarse. Einstein estaba ansioso por conocer a qué se refería esta o aquella notación críptica de Leonardo. Pero éste quería que se le relatara la biografía del primero.
Cuando el italiano comprendió la importancia de Einstein sus ojos azules llamearon y tuve problemas para seguir todas las palabras que salían torrencialmente de su boca. De manera que hicimos algunas pausas. Además, incluso estas mentes relampagueantes deben hacer un alto momentáneo y analizar el tema antes de proseguir. De ahí que, inevitablemente, yo volviera a advertir de nuevo la presencia de Héloise y Abélard.
Estaban sentados, besándose, susurrando, estremeciéndose. Era la única noche que tenían a su disposición, estando ella con vida y él en plenitud de facultades. (Las posibilidades en contra de que volvieran a reunirse aquí eran enormemente elevadas.) ¿Y qué les estaba permitido, siguiendo la norma de la casa y la ley de sus sagradas órdenes? Tictac, sonó un reloj de péndulo colgado de la pared. Tictac, tictac. Una noche dura doce horas, también aquí.
El Tabernero se movía de un lado a otro de esa manera tan discreta que sabe asumir cuando lo desea. Los del bar empezaron a cantar. La taberna es lo bastante grande como para que ello no moleste a nadie, a no ser que se tenga muy buen oído. Y Einstein y Leonardo, que lo tenían, estaban muy distraídos con su charla.
¿Qué significado tiene la sonrisa de Mona Lisa y sus varias Madonnas?
¿Queréis repetir esa melodía de Bach?
¿Qué tal le fue con Sforza, Borgia y el rey Francisco?
¿Qué podéis decirme de vuestra vida en Suiza, contra Hitler, con Roosevelt?
¿Qué consideraciones físicas le llevaron a pensar que los hombres podrían construirse alas?
¿Qué pruebas existen de que la Tierra gira alrededor del Sol, la luz posee una velocidad finita y las estrellas también son soles?
¿Qué le hace dudar del carácter finito del universo?
Y bien, caballero, ¿por qué no habéis analizado vuestro concepto del espacio-tiempo de este modo?
El Tabernero y su esposa se dijeron algo a escondidas. Finalmente, ella se dirigió al sofá de Héloise y Abélard.
—Váyanse al piso de arriba —dijo. También estaba llorando—. Sólo disponen de este rato y lo están desperdiciando.
Abélard alzó la vista como un ciego.
—Hemos tomado votos —salió de sus labios. Héloise los cerró con los suyos.
—Vos los rompisteis en otra ocasión —replicó ella—, y nosotros loamos la bondad de Dios.
—Vamos, vamos —dijo la tabernera.
Hizo que se levantaran, casi a la fuerza. Vi cómo se iban y les escuché subiendo las escaleras.
—Doctor Alberto —dijo Leonardo—, vuestros esfuerzos son en vano. —Hizo una mueca y sus manos aferraron la copa—. No puedo seguir vuestras matemáticas, vuestra lógica. Carezco del conocimiento...
Pero Einstein se inclinó hacia adelante y también su voz denotó cierta agitación.
—Posee el cerebro —intervino el físico—. Y un punto de vista moderno, sí, un discernimiento no obstruido por cuatro siglos de progreso punto por punto... a lo largo de una sola ruta, cuando sabemos en esta sala que existen muchas, muchísimas...
—No podéis explicarme en unas cuantas horas...
—No, pero puedo darle una idea general. Y creo que usted, de entre todos los individuos que jamás hayan existido, puede ver en dónde... en dónde estoy equivocado. Y a partir de mí, usted volverá a su mundo llevándose...
El rostro de Leonardo se iluminó.
—No.
La voz del Tabernero. Había aparecido en la parte vacía de nuestra mesa y su aspecto dejó de ser el de un hombre rollizo o jovial.
—No, caballeros —repitió en idioma tras idioma. Su tono no era de severidad, sino de pesar, aunque sin vacilación alguna—. Temo que debo pedirles un cambio de tema. Podrían aprender más de lo que deben. Los dos.
Le miramos fijamente y nuestro silencio hizo callar a los que cantaban. El semblante de Leonardo se inmovilizó. Por fin, Einstein sonrió de forma desproporcionada, echó atrás su silla, se puso en pie y golpeó la cazoleta de su pipa, que despidió un olor agridulce.
—Mis excusas, herr Gastwirt —dijo con su típica suavidad—. Tiene razón, lo olvidé. —Se inclinó a manera de saludo—. Esta noche ha constituido un honor y un deleite para mí. Gracias.
Dio media vuelta y vimos su cuerpo, menudo y encorvado, dirigirse hacia la entrada.
Tras cerrarse la puerta, Leonardo permaneció inmóvil durante otro rato. El Tabernero me sonrió tristemente y volvió a ocuparse de sus misteriosos visitantes. Los hombres del bar, que habían intuido un posible problema y guardado silencio, empezaron a gritar y alborotar más que antes. Cuando entró la señora Hauksbee, la vitorearon.
Leonardo arrojó su vaso al suelo. Los vidrios se esparcieron junto al vino rojizo.
—¡Héloise y Abélard! —bramó—. ¡Ellos, ellos sí que habrán tenido su noche!

FIN



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