Un Magnífico Bastardo - Joe Abercrombie - Leer en el Móvil


Un Magnífico Bastardo (2007)

(The Light-2006)
Poul Anderson




Kadir, Primavera de 566

——¡Sí! —decía a gritos Salem Rews, intendente del Primer Regimiento de Su Augusta Majestad—. ¡Mándalos al infierno!
El infierno era el lugar adonde el coronel Glokta solía enviar siempre a sus oponentes, ya se encontrasen en el Círculo, en el campo de batalla o en el terreno, ciertamente más feroz, de los compromisos sociales.
Sus tres desafortunados contrincantes lo seguían indolentemente, mostrando esa dejadez propia de los cornudos, los acreedores ignorados y los amigos desdeñados. Glokta hizo una mueca mientras bailaba alrededor de ellos, dejando bien alta la reputación que ostentaba por partida doble: la de ser el espadachín más célebre de la Unión y el más presumido. Daba saltos y vueltas, se alejaba con un contoneo, ligero como una efímera, imprevisible como una mariposa, para, cuando lo deseaba, regresar tan vengativo como una avispa ofendida.
—¡Esfuércense un poco! —ordenó, girándose para salir indemne de una estocada desmañada y propinar acto seguido el hábil golpe en los bajos del ejecutante que hizo que la multitud se partiera de risa.
—¡Buen espectáculo! —comentó el Lord Mariscal Varuz, balanceándose de alegría en su silla plegable.
—¡Un espectáculo condenadamente bueno! —terció el coronel Kroy, que estaba a su derecha.
—¡Excelente trabajo! —dijo entre risitas el coronel Poulder, situado a su izquierda, pues ambos coroneles competían entre sí en quién daba más la razón a su comandante. Como si no hubiese empresa más noble que humillar a tres reclutas que apenas habían cogido una espada en toda su vida.
Salem Rews, sin complacerse y avergonzándose por lo bajo, vitoreaba tanto como ellos, pero dejando que su mirada se apartase de vez en cuando de aquella exhibición tan fascinante como nauseabunda, para poder mirar por encima del valle y no ver el miserable ejemplo de desorganización militar que lo ocupaba.
Mientras sus comandantes se asoleaban en la cresta apurando el vino, riendo la complaciente exhibición de Glokta, saboreando el inapreciable lujo de una bocanada de brisa, abajo, en el crisol cocido por el sol, medio oculta por una bruma de polvo que hacía toser a todo el mundo, la mayor parte del ejército de la Unión se movía a duras penas.
Habían necesitado todo un día para que soldados, caballos y carros de suministros, estos últimos ya a punto de caerse en pedazos, cruzaran apretujados el estrecho puente, mientras el hilillo de agua que corría por el profundo barranco situado más abajo parecía burlarse de ellos. Para entonces, los hombres no marchaban de manera ordenada, sino formando hileras deshilvanadas, como si caminasen dormidos. Cualquier atisbo de orden de marcha había quedado atrás, y cualquier parecido con la forma, la disciplina o la moral sólo era un recuerdo lejano, pues todo —las casacas rojas, los bruñidos petos, los lánguidos estandartes dorados—, había adquirido el color ocre del polvo gurko, siempre agostado por el sol.
Mientras Rews se metía un dedo por el cuello de su camisa para ver si podía llegar algo de aire a su sudoroso cuerpo, no dejaba de preguntarse si no habría que poner un poco de orden en aquel caos. Porque, si los gurkos se presentaban sin avisar, nada bueno acontecería. Y los gurkos tenían la costumbre de mostrarse en el momento más inoportuno.
Pero Rews sólo era un intendente. Entre los mandos del Primero, era el menos importante de todos, algo que nadie, ni siquiera él, se molestaba en ocultar. Encogió sus escocidos hombros y simplemente decidió —como casi siempre— que eso no era problema suyo. Como si se sintiese atraído magnéticamente por las cualidades atléticas sin parangón del coronel Glokta, volvió su mirada hacia él.
Aunque era evidente que aquel hombre habría quedado muy atractivo en un retrato, eran su pose y su manera de sonreír, de bufar, de arquear una ceja burlona, de moverse, lo que realmente le distinguían. Tenía el equilibrio de un bailarín, el porte de un héroe, la fuerza de un púgil, la celeridad de una serpiente.
Dos veranos antes, en el entorno considerablemente más civilizados de Adua, Rews había visto a Glokta vencer en el Certamen, y sin recibir un solo toque. Desde el gallinero, por supuesto, tan arriba del Círculo que los contendientes se veían muy pequeños. Aun así, su corazón no dejaba de brincarle en el pecho y él no dejaba de retorcer las manos cada vez que se movían los contrincantes. Observar de cerca a aquel ser idolatrado sólo había servido para aumentar la admiración que sentía por él. Para ser honestos, la había incrementado más allá de lo que cualquier juez ecuánime habría llamado «amor». Pero también había atemperado aquella admiración con un odio, cuidadosamente disimulado, tan lleno de amargura como de rencor.
Glokta lo tenía todo y, lo que no tenía lo conseguía sin que nadie pudiera impedírselo. Las mujeres lo adoraban y los hombres lo envidiaban. Y viceversa. Con toda la buena fortuna que le rodeaba, cualquiera hubiera pensado que era el hombre más risueño del mundo.
Pero Glokta era un absoluto bastardo. Y como, además de bastardo, era hermoso, rencoroso, dominante y horrible, eso le convertía en el mejor, y en el peor, hombre de la Unión. Era un dechado de obsesión ególatra. Una fortaleza de arrogancia imposible de conquistar. Su habilidad sólo era superada por su confianza en lo hábil que era. Los demás sólo eran peones con los que jugar, puntos que sumar, figurantes que aparecerían en el glorioso cuadro cuyo centro lo ocupaba él. Glokta era un auténtico tornado de bastardía que dejaba atrás un reguero de amistades perdidas, de carreras truncadas, de reputaciones destrozadas.
Su ego era tan poderoso que lo circundaba hasta más allá de los límites de su cuerpo, como una extraña aura capaz de alterar la personalidad de quien estuviese cerca y convertirlo en un bastardo casi tan grande como él. Sus superiores se convertían en cómplices llorones. Los expertos se remitían a su ignorancia. Los hombres decentes se veían reducidos a la condición de miserables aduladores. Las damas de buen juicio a nulidades que se reían como tontas.
Rews había oído en cierta ocasión que los seguidores más fervientes de la religión gurka solían hacer una peregrinación a Sarkant. De la misma manera podía esperarse que los bastardos más notorios peregrinasen para ver a Glokta. Los bastardos se arremolinaban a su alrededor como hormigas ante las sobras de un pastel. Se había rodeado de una fluctuante camarilla de bastardos, una pandilla de gente que apuñalaba por la espalda, un séquito dedicado al autobombo. Los bastardos le seguían como la cola al cometa.
Rews sabía que él mismo no era mejor que los demás. Cuando Glokta se burlaba de alguien, se reía ruidosamente, desesperado por si su obsequiosa aportación pasaba inadvertida. Y cuando la despiadada lengua de Glokta se fijaba en él, algo que inevitablemente sucedía antes o después, reía aún con más fuerza, encantado de recibir tanta atención.
—¡Dales una lección! —exclamó con voz chillona cuando Glokta consiguió que uno de los individuos con los que entrenaba, se doblase en dos al recibir en las tripas el salvaje golpe de la empuñadura de la espada corta. Pero Rews no dejaba de preguntarse, mientras chillaba, cuál sería la lección que debían aprender. Que la vida era cruel, horrible e injusta, es de suponer.
Glokta atrapó con su espada larga el acero de uno de sus contendientes, enfundó rápidamente su espada corta y le atizó una bofetada en una mejilla que luego repitió en la otra, empujándolo hacia un lado con un bufido de burla. Los civiles, que habían llegado para observar los avances de la guerra, farfullaban palabras de admiración mientras las damas que los acompañaban murmuraban admiradas y movían sus abanicos a la sombra de los toldos agitados por el aire, y Rews sufría una parálisis producida por la alegría y la vergüenza, pues deseaba que aquellos bofetones hubiesen sido para él.
—Rews. —El teniente West se coló a su lado y apoyó una bota polvorienta en la valla.
West era uno de los pocos oficiales a las órdenes de Glokta que parecían inmunes al efecto de bastardía inducida, pues ante sus peores excesos expresaba una consternación nada popular. Paradójicamente, y a pesar de su baja cuna, era una de las pocas personas por las que Glokta parecía sentir un auténtico respeto. Y aunque Rews lo viera y lo comprendiera, se sentía incapaz de seguir el ejemplo de West. Quizá porque estuviera gordo o porque, simplemente, careciese de coraje moral. A fin de cuentas, carecía de todo tipo de coraje.
—West. —Dijo Rews, hablando por una comisura de la boca, pues no quería perderse ni un instante de la exhibición.
—He echado un vistazo al puente.
—¿Sí?
—La retaguardia se está derrumbando. Bueno, si es que aún nos queda retaguardia. El capitán Lasky está de baja por culpa de un pie. Dicen que quizá lo pierda.
—O sea, que ha dado un mal paso, ¿eh? —Rews se rio de su propia gracia, felicitándose por haber hecho uno de los típicos comentarios de Glokta.
—Sin él, su compañía es un caos.
—Bueno, supongo que eso es problema suyo… ¡Dale! ¡Dale! ¡Oooooh! —Glokta hacía un requiebro perfecto, apartaba de una patada el pie de un contrario y lo enviaba a rodar por el suelo.
—Un problema que puede convertirse rápidamente en el maldito problema de todos —proseguía West—. Los hombres no pueden más. Avanzan despacio. Y la columna de suministros sigue atascada…
—La columna de suministros siempre está atascada, como si cumpliera órdenes… ¡Oh! —Rews tragó saliva cuando Glokta, con una rapidez inaudita, evitó un golpe y alcanzó en la ingle a quien se lo propinaba —apenas era más que un chico, a decir verdad—, haciendo que se doblara en dos con los ojos desorbitados.
—Pero si aparecieran los gurkos… —dijo West, que no dejaba de mirar con cara de pocos amigos el reseco paisaje que se encontraba al otro lado del rio.
—Los gurkos están a kilómetros de distancia. La verdad, West, siempre andas preocupándote por cualquier cosa.
—Alguien tiene que hacerlo…
—¡Pues ve a quejarte al Lord Mariscal! —Rews miraba a Varuz, que se ladeaba en su silla plegable, absorto en la contemplación de aquella embriagadora mezcla de esgrima y lucha libre—. ¿Qué crees que puedo hacer? ¿Pedir más forraje para los caballos?
Se oyó un fuerte chasquido cuando Glokta, con la parte plana de la hoja de su espada, le cruzó la cara al último hombre que quedaba en pie, el cual cayó hacia atrás con un quejido de agonía, llevándose la mano a la mejilla.
—¿Esto es lo mejor que sabéis hacer? —Glokta avanzó y a uno de los que intentaban levantarse le dio tan sonora patada en el trasero que literalmente lo envió a morder el polvo, haciendo que todos se partiesen de risa. Glokta saboreó el aplauso como una de esas plantas parásitas de la jungla que absorben la savia de su huésped, haciendo reverencias, sonriendo y lanzando besos, y Rews aplaudió hasta que le dolieron las manos.
Qué bastardo era el coronel Glokta. Que magnífico bastardo.
Mientras sus tres sparrings—contendientes abandonaban cojeando el cercado, llevándose consigo heridas que pronto curarían y humillaciones que los acompañarían hasta la tumba, Glokta saltó la valla que rodeaba a las damas, concediendo particular atención a Lady Wetterlant… joven, rica, hermosa, aunque demasiado empolvada y, a pesar del calor, ataviada según la moda más elegante. Recientemente casada, pero con un marido mayor que ella, a quien la política del Consejo Abierto retenía en Adua. Corría el rumor de que, aunque hubiese satisfecho las necesidades financieras de su esposa, no parecía muy interesado en las mujeres.
Lo contrario del coronel Glokta, quien mostraba un interés por las mujeres que resultaba infame.
—¿Puede prestarme su pañuelo? —preguntó a la dama.
Rews había observado la manera tan especial en que hablaba a las mujeres que le interesaban. Su voz se hacía un poco más ronca. Se acercaba un poco más de lo que se suponía que era lo correcto. Una mirada impertérrita, como si sus ojos se hubieran pegado con cola a los de ella. No hace falta decir que, desde el momento en que conseguía lo que motivaba sus conquistas, ni arrojándose al fuego habrían logrado que se dignase volver a mirarlas. Entonces, con el desangelado zumbido de las polillas que dan vueltas alrededor de una vela, incapaces de resistirse al desafío de ser aquella tan especial que puede ir contracorriente, nuevos objetos de afecto se arrojaban sobre las llamas del escándalo para morir incineradas en él.
Lady Wetterlant enarcó una ceja cuidadosamente depilada.
—¿Por qué no, coronel? —dijo ella, intentando sacar el pañuelo de su corpiño—. Yo…
La dama y quienes la acompañaban profirieron un jadeo cuando, rápido como un rayo, Glokta levantó el pañuelo con la punta embotada de su espada larga. El sutil tejido cayó flotando por el aire para llegar a la mano que lo aguardaba con toda la seguridad de un truco de magia.
Una de las damas tosió débilmente. Otra movió, acariciante, sus pestañas. Lady Wetterlant seguía completamente tranquila, los ojos abiertos, los labios entreabiertos, la mano como congelada a mitad de camino del pecho. Quizá todos se estuvieran preguntando si el coronel hubiese podido abrir fácilmente, en caso de desearlo, las presillas de su corpiño.
Rews estaba seguro de que así habría sido.
—Gracias —dijo Glokta, dándose un golpecito en la frente.
—No me lo devuelva —murmuró lady Wetterlant con voz algo ronca—. Considérelo un regalo.
Glokta sonrió mientras, con un aleteo de tejido escarlata, deslizaba el pañuelo dentro de su camisa.
—Lo guardaré cerca de mi corazón —Rews lanzó un resoplido. Como si él tuviera corazón. Aunque Glokta bajó la voz, ésta seguía siendo perfectamente audible para todos los presentes cuando preguntó—. ¿Podré devolvérselo más tarde?
—Sí, si tiene un momento —musitó ella, de suerte que Rews se vio obligado a preguntarse, una vez más, por qué ciertas cosas, que obviamente resultan muy pero que muy malas para uno, pueden llegar a parecer tan condenadamente atractivas.
Glokta ya había regresado a donde le aguardaba su público y abría los brazos como si quisiera estrechar a sus seguidores en un abrazo sin cariño, capaz de dominarlos, de aplastarlos.
—¿Acaso no hay entre ustedes, perros patosos, nadie que pueda ofrecer a nuestros visitantes un espectáculo más vistoso? —Al ver que la mirada de Glokta iba al encuentro de la suya, Rews sintió que se ahogaba—. Rews, ¿qué me dice de usted?
Hubo un asomo de risas entre las que destacó la de Rews, que fue la más sonora de todas.
—¡Oh, no podría! —respondió él, casi sin voz—. ¡No me gustaría ponerle en un aprieto!
En ese momento supo que acababa de excederse con el comentario. El ojo izquierdo de Glokta se contrajo nerviosamente y dijo:
—En un aprieto me pone usted cuando está conmigo en la misma habitación. Se supone que es un soldado, ¿o no? ¿Cómo demonios puede estar tan gordo con la comida tan espantosa que nos dan?
Más risas, y Rews que traga saliva y enarbola una sonrisa mientras siente que, bajo el uniforme, el sudor le cae por la espina dorsal.
—Bueno, señor, supongo que siempre he estado gordo. Incluso de pequeño. —En el súbito silencio que siguió, sus palabras cayeron a plomo con la atroz rotundidad con que las víctimas suelen hacerlo en la fosa común—. Muy… gordo. Exageradamente gordo. Soy un hombre muy gordo. —Se aclaró la garganta y deseó que se lo tragase la tierra.
Glokta apartó los ojos de él en busca de un adversario mejor. Se le iluminó el rostro.
—¡Teniente West! —dijo, con un floreo de su acero que fue como un relámpago—. ¿Y usted?
West se estremeció.
—¿Yo?
—Vamos, usted es probablemente el mejor espadachín de todo el maldito regimiento. —La sonrisa de Glokta aún se hizo mayor—. Quiero decir, el mejor exceptuando a uno.
West parpadeó ante los varios cientos de rostros expectantes que se encontraban en aquel sitio.
—Pero… no he traído ninguna arma con la punta embotada.
—No importa, usará la reglamentaria.
El teniente West bajó la mirada hacia el puño de su espada.
—Eso podría resultar peligroso.
La sonrisa del coronel Glokta era tan feroz que casi cortaba.
—Sólo si me toca con ella.
Más risas, más aplausos, un par de «hurras» de los soldados rasos, un par de suspiros de las damas. Cuando se trataba de conseguir que las damas suspirasen, el coronel Glokta no tenía rival.
—¡West! —exclamó alguien—. ¡West! —Y poco a poco se convirtió en un cántico—. ¡West! ¡West! ¡West! —Las damas reían mientras coreaban el nombre acompañándolo de palmadas.
—¡Adelante! —exclamó Rews junto con los demás, como si la obsesión de combatir los poseyera a todos—. ¡Adelante!
Si alguien pensó que no era buena idea, se guardó aquella opinión para sí mismo. A algunos hombres, simplemente no hay que llevarles la contraria. A otros simplemente te gustaría verlos atravesados por una espada. Glokta pertenecía a los dos tipos.
West respiró profundamente y luego, tras un asomo de aplauso, saltó despacio por encima de la valla, se desabotonó la guerrera y la dejó en ella. Con el menor chirrido metálico y la menor mirada de infelicidad que le fue posible, desenvainó su espada de combate. Nada había en ella de la empuñadura enjoyada, de la cestería sobredorada o de los grabados en el antepecho de la hoja a los que tan aficionados eran muchos de los espléndidos jóvenes oficiales, del Primero de su Majestad. Nadie habría dicho que su espada era hermosa.
Sin embargo, había una hermosa economía de gestos en la manera en que West la cogía, una estudiada precisión en su postura, un control elegante en el juego de muñeca que mantenía la hoja igual de nivelada que si flotase en la superficie de un estanque en calma, con el sol chispeando en su punta mortalmente afilada.
Un silencio en el que no se oía ni respirar cayó sobre los presentes. Por más de baja cuna que fuese el joven teniente West, hasta el observador más ignorante hubiera asegurado que nada tenía de patán cuando empuñaba una espada.
—Veo que ha estado practicando —comentó Glokta, lanzando su espada corta a su ayudante, el cabo Tunny, y quedándose con la larga.
—El Lord Mariscal Varuz ha tenido la amabilidad de indicarme unas cuantas sugerencias —respondió West.
Glokta enarcó una ceja en dirección a su antiguo maestro de esgrima y comentó:
—Señor, nunca me dijo que estuviera viendo a otros.
—Glokta, usted ya ganó un Certamen —dijo el Lord Mariscal con una sonrisa—. La tragedia del maestro de esgrima consiste en que siempre tiene que andar buscando nuevos alumnos para conducirlos a la victoria.
—Me agrada que olisquee mi corona, West, pero descubrirá que aún no estoy preparado para abdicar. —Con la rapidez del rayo, Glokta saltó hacia delante para asestar una estocada y después otra. West lo bloqueó, y los aceros chirriaron y relucieron al sol. Cedió terreno, pero lenta y cuidadosamente, con los ojos siempre puestos en los de Glokta. Que volvió a atacar, tajo, tajo y estocada, demasiado rápido para que Rews pudiera seguirle. Pero West sí que lo siguió, parando las embestidas y retrocediendo por precaución, entre los «oohs» y los «aahs» que lanzaban los espectadores.
—Veo que ha estado practicando bastante —Glokta rechinaba los dientes—, pero, West, ahora aprenderá… ¡que el trabajo no puede suplir al talento! —Y se lanzó contra él con más ferocidad y rapidez que antes, y los aceros vibraron y sonaron estruendosos. Se acercó más, propinando al joven teniente una feroz patada en las costillas que le hizo estremecerse y tambalearse, pero West recobró instantáneamente el equilibrio, detuvo uno, dos ataques, se irguió y, aspirando una bocanada de aire, estuvo listo de nuevo.
Entonces Rews descubrió que anhelaba casi con dolor que West hiriese a Glokta en aquel rostro, tan horrible y hermoso, para que las damas suspirasen por otros motivos muy diferentes.
—¡Ah! —Glokta saltó hacia delante, lanzando estocadas, y West evitó la primera y, para sorpresa de todos, paró la segunda, desviándola con un chirrido de acero; luego atravesó la guardia de Glokta y lo empujó con el hombro. Durante un instante, Glokta se tambaleó, y West gruñó y enseñó los dientes, y su acero relampagueó al avanzar.
—¡Ahhgh! —Cuando Glokta retrocedió, Rews saboreó por un instante la visión de su rostro aturdido. El acero de entrenamiento de Glokta cayó de su mano y se deslizó por el polvo. Rews descubrió que había estado apretando los puños de alegría hasta que le dolieron.
West se acercó rápidamente a él.
—¿Se encuentra bien, señor?
Glokta se llevó una mano al cuello y luego, bajando la mirada, contempló, muy perplejo, los dedos manchados de sangre. Como si apenas pudiese creer que había sido tocado. Como si apenas pudiese creer que, después de haber sido tocado, sangrara como los demás hombres.
—Inaudito.
—Lo siento muchísimo, coronel —balbució West, bajando su acero.
—¿Por qué? —Dio la impresión de que Glokta consumía la energía que le quedaba en la retorcida mueca que acababa de hacer—. Fue un contacto de lo más elegante. Ha mejorado mucho, West.
Entonces la muchedumbre comenzó a aplaudir y luego a lanzar alaridos, y Rews observó que Glokta ponía en tensión los músculos de las mandíbulas y le volvía el tic del ojo izquierdo mientras levantaba una mano y chasqueaba los dedos.
—Cabo Tunny, ¿lleva consigo mi espada de combate?
El joven cabo, ascendido a aquel empleo justo el día anterior, parpadeó.
—Por supuesto, señor.
Con una rapidez sorprendente, la atmósfera se había vuelto desagradable. Como le sucedía con frecuencia a la atmósfera que rodeaba a Glokta. Rews miró nervioso a Varuz para que pusiera fin a aquel desatino letal, pero el Lord Mariscal había abandonado su asiento para bajar al valle y echar un vistazo, llevándose consigo a Poulder y a Kroy. Ninguna ayuda llegaría de los jefes.
Mirando al suelo, West envainó cuidadosamente su espada.
—Creo, señor, que por hoy ya hemos jugado bastante con cuchillos.
—Pero usted está obligado a permitirme que pueda pagarle con la misma moneda. El honor lo exige, West, realmente. —Como si Glokta tuviese la más mínima idea de qué era el honor aparte de un instrumento con el que manipular a la gente para que hiciera cosas estúpidas y peligrosas—. Seguro que lo entiende, aunque no sea de sangre noble.
West apretó las mandíbulas.
—Que los amigos luchen con aceros afilados cuando hay que luchar contra el enemigo, antes parece una necedad que algo honorable, señor.
—¿Me está llamando necio? —masculló Glokta, desenfundando con un gesto airado la espada de combate que el nervioso cabo Tunny acababa de llevarle.
—No, señor —West se cruzó de brazos obstinadamente.
Como la muchedumbre acababa de quedarse completamente en silencio, pudo escucharse una especie de alboroto en la lejanía. Rews consiguió distinguir palabras sueltas, como «ahí delante» y «el puente», pero estaba demasiado absorto en el drama para prestarles demasiada atención.
—Le insto a que se defienda, teniente West —rezongó Glokta mientras clavaba los tacones de sus botas en el polvoriento suelo, enseñaba los dientes y levantaba su resplandeciente acero.
En aquel momento se oyó un grito capaz de romperle a uno los tímpanos, que terminó convirtiéndose en un gemido entrecortado.
—¡Se ha desmayado! —dijo alguien.
—¡Denle aire!
—¿De dónde vamos a sacarlo? Si no corre nada de aire fresco en esta maldita región. —Una carcajada siguió a estas palabras.
Rews se apresuró a llegar al recinto donde estaban los civiles, con el pretexto de ofrecer ayuda, pues, aunque supiera aún menos de primeros auxilios que de intendencia, siempre existía la posibilidad de fisgar por debajo las faldas de la mujer que acababa de perder el sentido. Porque lo triste era que las damas que lo conservaban, raramente se lo permitían.
Se detuvo en seco antes de acercarse al amasijo de gente que quería ofrecer alguna ayuda, porque lo que vio más allá de los presentes le produjo la desagradable sensación de que sus abundantes tripas se le fueran a salir por el culo. Allí, en la distante extensión ocre que se encontraba al otro lado del puente, comenzaba a concentrarse una plaga de puntos negros que desprendían nubecillas de polvo. Y aunque Rews no fuera bueno en casi nada, tenía una especie de sexto sentido para el peligro.
Levantó un brazo tembloroso y dijo, gimoteando:
—¡Los gurkos!
—¿Qué? —Alguien tenía una risa nerviosa.
—¡Allí, por el oeste!
—¡Idiota, eso es el este!
—Un momento, ¿lo dice en serio?
—¡Nos matarán cuando estemos en la cama!
—¡Pues ahora estamos levantados!
—¡Silencio! —exclamó Varuz con voz tonante—. Esto no es un maldito colegio de señoritas. —El alboroto cesó y los oficiales quedaron sumidos al instante en un silencio culpable—. Mayor Mitterick, quiero que baje hasta allí, y que todos los hombres que encuentre, se preparen.
—Sí, señor.
—Teniente Vallimir, ¿sería tan amable de llevar hasta un sitio seguro a las damas y a los civiles que son nuestros invitados?
—Por supuesto, señor.
—Un puñado de hombres podría contenerlos en ese puente —dijo el coronel Poulder, estirando su lustroso bigote.
—Un puñado de héroes —rectificó Varuz.
—Un puñado de héroes muertos —dijo por lo bajo el coronel Kroy.
—¿Tienen hombres de refresco? —preguntó Varuz.
—Los míos están reventados —contestó Poulder, encogiéndose de hombros.
—Los míos también —añadió Kroy—. Yo diría que incluso más que eso. —Como si toda aquella guerra fuese una competición para ver qué regimiento se agotaba antes.
El coronel Glokta envainó de golpe su espada de combate.
—Los míos están descansados —dijo, y Rews sintió que el miedo que acababa de insinuársele en el estómago se extendía a sus miembros—. Llevan descansando después de la pequeña caminata que nos dimos. Se mueren de ganas. Me atrevería a decir, Lord Mariscal, que el Primero de Su Majestad podría contenerlos en ese puente el tiempo suficiente para que los hombres pudieran retirarse.
—¡Se mueren de ganas! —dijo, como en una especie de rebuzno, uno de los oficiales de Glokta que, ciertamente, estaba demasiado borracho para darse cuenta de que acababan de nombrarlo voluntario.
Otro, que estaba un poquito menos bebido, bizqueó nervioso y miró hacia el valle. Rews se preguntó a cuántos hombres del Primero de Su Majestad se estaría refiriendo el coronel. El intendente del regimiento estaba seguro de no tener prisa en dar la vida por el bien común.
Pero el Lord Mariscal Varuz no había llegado a ser comandante del ejército de la Unión impidiendo que la gente se sacrificase para corregir sus equivocaciones. Así que le dio a Glokta una cálida palmada en el brazo.
—¡Sabía que podía contar con usted, amigo mío!
—Por supuesto, señor.
Entonces, con un horror que no hacía sino ir en aumento, Rews constató en carne propia que era cierto. Glokta siempre estaba dispuesto aprovechar la más mínima oportunidad de vano lucimiento, sin que le importase lo fatal que pudiera llegar a ser para quienes lo siguiesen hasta la boca del lobo.
Varuz y Glokta, respectivamente comandante en jefe y oficial favorito, maestro de esgrima y alumno más aventajado, que formaban la mayor pareja de bastardos que uno pudiera encontrar, se cuadraron y se saludaron el uno al otro con emoción fingida. Después, Varuz se marchó, dando órdenes a Poulder, a Kroy y a su propia recua de bastardos, presumiblemente para que el ejército se pusiera rápidamente a salvo y que el sacrificio del Primero de Su Majestad no fuese en vano.
Por eso, se decía Rews mientras miraba la tormenta de gurkos que se arremolinaba al otro extremo del puente, lo que estaba a punto de suceder tenía toda la pinta de terminar siendo un sacrificio.
—Es un suicidio —dijo en voz baja para sí.
—¿Cabo Tunny? —preguntó Glokta, mientras se abotonaba la guerrera.
—¿Señor? —El más entusiasta de los soldados jóvenes hizo el más entusiasta de los saludos.
—¿Podría traerme mi peto?
—Por supuesto, señor —y corrió a por él. Había un montón de gente corriendo para conseguir cosas. Oficiales, para conseguir soldados. Soldados, para conseguir caballos. Civiles, para conseguir huir, entre ellos Lady Wetterlant, que echaba una mirada ingenua por encima de un hombro. ¿No era Rews el intendente del regimiento? Podría tener algún asunto urgente que tratar. Y, sin embargo, sólo era capaz de quedarse quieto, con los ojos abiertos como platos y un tanto humedecidos, con la boca y las manos abiertas y sin saber qué hacer.
Allí se mostraban dos tipos diferentes de valor. El teniente West fruncía el ceño mientras se acercaba al puente, el rostro pálido y las mandíbulas en tensión, dispuesto a cumplir con su deber por mucho miedo que tuviese. Entretanto, el coronel Glokta sonreía con afectación a la muerte como si ésta fuese una amante insatisfecha que pidiese más, completamente impávido en su invencible creencia de que el peligro sólo era algo aplicable a la gente de baja cuna.
Tres tipos de valor, se dijo Rews, porque él también estaba allí, mostrando todos los síntomas de una auténtica falta de él.
No, cuatro tipos, porque el cuarto no tardó en aparecer bajo la figura del joven cabo Tunny, con el sol que resplandecía en el objeto resplandeciente que llevaba en sus ávidas manos, el peto de Glokta, y en sus ojos, que mostraban el valor de esa juventud deseosa de probarse a sí misma.
—Gracias —dijo Glokta cuando Tunny le abrochó las hebillas, mientras su mirada escrutaba el cuerpo cada vez mayor de caballería gurka que se iba concentrando al otro lado del río, pues la velocidad con que iban apareciendo cada vez más caballos daba miedo—. Ahora me gustaría que regresara a la tienda para llevarse mis cosas.
El rostro de Tunny reflejó la completa decepción que sentía.
—Esperaba cargar a su lado, señor…
—Por supuesto, y nada me gustaría más que tenerle a mi lado. Pero, si ambos morimos ahí abajo, ¿quién llevará mis efectos personales a mi madre?
—Pero, señor… —El joven cabo parpadeaba para evitar las lágrimas.
—Vamos, vamos —y Glokta le dio una palmadita en la espalda—. No me gustaría truncar una brillante carrera. No me cabe duda de que usted será lord mariscal un día de estos. —Glokta dio la espalda al joven cabo y lo apartó de su imaginación—. Capitán Lackenhorn, ¿quiere acercarse a los hombres y pedir voluntarios?
El prominente bulto que sobresalía al frente del fibroso cuello de Lackenhorn se agitó, inseguro.
—Coronel, ¿voluntarios para qué tipo de servicio?
Aunque el servicio ya resultaba una obviedad, pues se encontraba ante ellos en el valle situado más abajo, un vasto drama que se desplegaba lentamente en un gran escenario.
—¿Para qué tipo de servicio? Pues para echar a los gurkos de ese puente, viejo chivo idiota. Deprisa, que se armen y se preparen a su discreción.
El capitán esbozó una sonrisa nerviosa y salió a toda prisa, casi enredándose con su espada.
Glokta se dirigió a la valla y puso una bota en el listón de abajo y otra en el de arriba.
—¡Mis soberbios muchachos del Primero de Su Majestad, hoy quiero enseñarles a esos gurkos una pequeña lección!
Los oficiales jóvenes se amontonaron muy animados a su alrededor, como si ellos fueran patos, y migas los heroicos tópicos de Glokta.
—No ordenaré a ninguno de ustedes que me acompañe… ¡que cada uno lo discuta con su conciencia! —Torció los labios—. ¿Qué me dice, Rews? ¿Nos seguirá con sus andares de pato?
Rews pensó que su conciencia seguramente resistiría la tensión, así que dijo:
—Coronel, nada me gustaría más que unirme a la carga, pero mi pierna…
—Le entiendo perfectamente —dijo Glokta, resoplando—. Mover ese cuerpo suyo es un desafío para cualquier pierna. No me gustaría que infligiera semejante carga a un caballo que no se la mereciese. —Risas generalizadas—. Algunos hombres nacieron para hacer grandes cosas. Otros para hacer… lo que sea que usted hace. Por supuesto, Rews, que está excusado. ¿Cómo no podría estarlo?
Aquel insulto tan abrumador quedó paliado por una vertiginosa oleada de alivio. A fin de cuentas, el que ríe el último, ríe más alto, y Rews no creía que muchos de aquellos que le estaban atormentando pudieran reír después de que hubiese transcurrido una hora.
—Señor —dijo West, mientras el coronel saltaba desde la valla a la silla de montar con la agilidad de un acróbata—, ¿está seguro de que tenemos que hacer esto?
—¿Qué otra cosa supone usted que tenemos que hacer? —preguntó Glokta, tirando bruscamente de las riendas para que su caballo se volviera.
—Van a morir muchos hombres. Gente con familia.
—Pues sí, teniente, es de suponer. Es una guerra. —Unas cuantas risas obsequiosas de algunos oficiales—. Por eso estamos aquí.
—Por supuesto, señor. —West tragó saliva—. Cabo Tunny, ¿tendría la amabilidad de ensillar mi caballo…?
—No, teniente West —Glokta intervino—, necesito que usted permanezca aquí.
—¿Señor?
—Cuando esto haya terminado, necesitaré uno o dos oficiales que sepan distinguir su trasero de un par de melones. —Dirigió una mirada llena de desprecio a Rews, que se subió un poco los pantalones—. Además, sospecho que esa hermana de usted, cuando crezca, tendrá el diablo en el cuerpo. No me gustaría sustraerla a su moderada influencia, ¿no le parece?
—Pero, coronel, yo debería…
—No le voy a escuchar, West. Se quedará aquí, es una orden.
West abrió la boca como si se dispusiese a hablar y lo pensó mejor y la cerró, se cuadró y saludó rígidamente. El cabo Tunny le imitó, con el brillo de una lágrima asomándole por la comisura de un ojo. Con un deje de culpabilidad Rews se esforzó por hacer lo propio, la cabeza caldeada por el horror y la alegría ante la perspectiva de un universo con un Glokta menos.
El coronel les sonrió, y bajo el resplandor del sol sus dientes perfectos, brillantes y blancos casi hicieron daño a la vista.
—Vamos, caballeros, no sean sensibleros. ¡Estaré de vuelta antes de que se den cuenta!
Y, con un tirón de riendas, hizo que su caballo se pusiera de manos, recortándose durante un instante contra el fúlgido cielo como una de esas estatuas heroicas; y Rews se preguntó si alguna vez habría existido un bastardo tan magnífico.
Luego, el polvo llovió sobre su rostro cuando Glokta bajó colina abajo como un trueno.
Derecho hacia el puente.

FIN







  Volver a Joe Abercrombie   

    Volver al Indice General    




0 comentarios:

Si encuentra algun enlace que no funciona, indíquelo aquí y lo solucionaremos lo más rápido posible. Gracias